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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (45 page)

BOOK: El asedio
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Rogelio Tizón deja sobre la mesa los papeles que está leyendo y mira a su ayudante: seis pies de carne respetuosa parada en el umbral.

—¿Qué pasa?

—El número ocho. Puede interesarle lo que dice.

El comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes se levanta y sale al pasillo, donde Cadalso se aparta solícito para dejarlo ir delante. Se encaminan así, haciendo crujir el maltratado suelo de madera, a la escalera del fondo, abierta junto a una claraboya polvorienta que da a la calle del Mirador. La escalera es de caracol, y su espiral sombría se hunde en el piso, hasta el sótano donde están los calabozos. Al llegar abajo, incómodo, Tizón se abotona la levita. El aire es húmedo y fresco. La luz que entra por dos troneras estrechas y enrejadas, situadas en alto, no basta para aliviar la sensación de espacio cerrado. Desagradable.

—¿Qué ha dicho?

—Admite los viajes, señor comisario. Pero hay algún detalle más.

—¿Importante?

—A lo mejor.

Mueve la cabeza Tizón, escéptico. Cadalso, con sus maneras de perrazo estólido y poco imaginativo, es de sota, caballo y rey. Eso aporta garantías a la hora de cumplir instrucciones a rajatabla, pero también impone limitaciones. El ayudante no resulta un prodigio estableciendo lo que es importante y lo que no. Pero nunca se sabe.

—¿Sigue en conversación?

—Desde hace casi dos horas.

—Coño... Tiene aguante, el tío.

—Ya empieza a ablandarse.

—Espero que esta vez no se os vaya la mano, como con el de la calle Juan de Andas... Si se repite aquello, tú y tus compinches acabáis picando piedra en el penal de Ceuta. Lo juro.

—No se preocupe, señor comisario —Cadalso agacha la cabeza, huraño, como un mastín fiel y apaleado—. Con la mesa es algo lento, pero no hay problema.

—Más te vale.

Recorren un pasillo con celdas cuyas puertas de madera —menos la marcada con el número 8— están cerradas y aseguradas con candados grandes, y luego cruzan una sala amplia, desnuda, donde un guardián sentado en un taburete se pone de pie, sobresaltado, cuando ve aparecer al comisario. Más allá, el ruido de los pasos resuena en otro pasillo más estrecho, de paredes sucias y llenas de desconchones y arañazos. Al extremo hay una puerta que Cadalso abre con diligencia servil, y al franquearla se encuentra Rogelio Tizón en una habitación sin ventanas, amueblada con una mesa y dos sillas e iluminada por un velón de sebo puesto en un farol que cuelga del techo. En un rincón hay un balde lleno de agua sucia y una bayeta.

—Deja la puerta abierta, que se ventile esto.

Sobre la mesa hay un hombre en calzones, tumbado boca arriba en el tablero, de forma que los riñones coinciden con el borde de éste. El torso desnudo pende en el vacío, arqueado hacia atrás, la cabeza colgando a dos palmos del suelo. El prisionero tiene las manos sujetas con grilletes a la espalda, y dos esbirros corpulentos se ocupan de él. Uno, sentado en la mesa, lo aguanta por los muslos y las piernas. El otro está en pie, supervisando la operación. Tendrían que ver esto los señores diputados de las Cortes, se dice Tizón tras una retorcida sonrisa interior. Con su hábeas corpus y demás. Lo bueno de la mesa es que no deja señales. En esa postura, el sujeto se asfixia solo. Es cuestión de tiempo, con los pulmones forzados, los riñones hechos polvo y la sangre agolpándose en la cabeza. Al terminar lo pones en pie, y parece limpio como una patena. Ni una cochina marca.

—¿Qué tenemos de nuevo?

—Admite su relación con los franceses —dice Cadalso—. Viajes a El Puerto de Santa María, a Rota y Sanlúcar. Una vez fue hasta Jerez, a entrevistarse con un oficial de rango.

—¿Para qué?

—Informar de la situación aquí. También algún paquete, y mensajes.

—¿De quién?... ¿Para quién?

Una pausa. Los esbirros y el ayudante de Tizón intercambian miradas inquietas.

—Aún no lo hemos establecido, señor comisario —aclara Cadalso, cauto—. Pero en eso estamos.

Tizón estudia al prisionero. Sus rasgos negroides se ven crispados por el dolor, y los párpados entornados muestran sólo el blanco de los ojos. Al Mulato lo atraparon ayer por la noche, en Puerto Piojo, cuando estaba a punto de dar vela para la otra orilla. Y por el fardo de equipaje, sin intención de volver.

—¿Tiene cómplices en Cádiz?

—Seguro —asiente Cadalso, convencido—. Pero todavía no le hemos sacado nombres.

—Vaya. Un tipo crudo, por lo que veo.

Se acerca más Tizón al prisionero, poniéndose en cuclillas hasta quedar cerca de su cabeza. Allí observa de cerca el pelo ensortijado, la nariz chata, la barba rala que despunta en el mentón. La piel se ve sucia y grasienta. El Mulato tiene la boca muy abierta, como un pez que boquease fuera del agua, y por ella suena, ronca, la respiración entrecortada y difícil, el estertor de la asfixia causada por la postura. Hay una mancha húmeda en el suelo, y de ella sube hasta Tizón un olor agrio, a vómito reciente. Cadalso, deduce, ha tenido el detalle de fregar aquello antes de subir a buscarlo.

—¿Y qué decías que me puede interesar? —le pregunta al ayudante.

Se aproxima el otro después de dirigir nueva mirada a los dos esbirros. El de la mesa sigue sujetando las piernas del prisionero.

—Hay un par de cosas que ha dicho... Que le hemos sacado, vamos. Sobre palomas.

—¿Palomas?

—Eso parece.

—¿De las que vuelan?

—No conozco otras, señor comisario.

—¿Y qué pasa con ellas?

—Palomas y bombas. Creo que habla de mensajeras.

Se incorpora Tizón, lentamente. Una sensación incierta le estremece el pensamiento. Una idea inconcreta. Fugaz.

—Pues que en un momento dado ha dicho: «Pregúntenle al que sabe dónde caen las bombas».

—¿Y quién es ése?

—En ello estamos.

La idea se parece ahora a un pasillo largo y oscuro detrás de una puerta medio abierta. Tizón da dos pasos atrás, apartándose de la mesa. Lo hace con extrema cautela, pues le parece que un movimiento brusco, inadecuado, podría cerrar ese resquicio.

—Ponedlo en una silla —ordena.

Con ayuda de Cadalso, los esbirros levantan en vilo al prisionero, arrancándole un grito de dolor al moverlo. Tizón observa que cierra y abre mucho los ojos, aturdido, cual si despertara de un trance, mientras lo llevan arrastrando los pies por el suelo. Cuando lo sientan, las manos engrilletadas a la espalda y un hombre a cada lado, Tizón acerca la otra silla, le da la vuelta y se instala en ella, los brazos cruzados y apoyados en el respaldo.

—Te lo voy a poner fácil, Mulato. A los que trabajan para el enemigo les dan garrote... Y lo tuyo está claro.

Se calla un momento para dar tiempo a que el prisionero se habitúe a la nueva postura y le baje la sangre. También para que asimile lo que acaba de oír.

—Puedes colaborar —añade al fin— y a lo mejor salvas el pescuezo.

Tose el otro fuerte, desgarrado. Ahogándose, todavía. Sus gotas de saliva llegan hasta las rodillas de Tizón, que no se inmuta.

—¿A lo mejor?

El timbre de voz es grave, propio de su raza. Y resulta curiosa la piel, se dice Tizón. Un negro de piel blanca.

Parece que le hubieran quitado el color con jabón y estropajo.

—Eso he dicho.

Un relámpago desdeñoso en la mirada del otro. Este toro, deduce el comisario, no lleva suficiente castigo. Pero mejor eso que dejarlo en el sitio. No quiere tener al intendente y al gobernador encima. Con un fardo echado al agua basta, por ahora.

—Cuénteselo a su madre —suelta el Mulato.

Tizón le pega una bofetada. Fuerte, seca y eficaz, la mano abierta y los dedos juntos. Espera tres segundos y pega otra. Restallan como latigazos.

—Esa boca.

Un hilillo de mocos cuelga de uno de los anchos orificios de la nariz del Mulato. Que aún tiene el cuajo de torcer un poco los labios. Mueca altanera, insolente, buscando la sonrisa y fallándola por muy poco.

—Yo estoy sacramentado, comisario. No se canse, ni me canse.

—De eso se trata —admite Tizón—. De cansarnos todos lo menos posible... El trato es que me cuentes cosas, y te dejamos tranquilo hasta que el juez te mande acogotar.

—Un juez, nada menos. Cuánto lujo.

Otra bofetada, seca como un disparo. Cadalso da un paso adelante, dispuesto a intervenir también, pero Tizón lo detiene con un ademán. Puede arreglárselas muy bien solo. Está en su salsa.

—Te lo vamos a sacar todo, Mulato. No hay prisa, como ves. Pero puedo ofrecerte algo. En lo que a mí se refiere, estoy dispuesto a abreviar el trámite... Bombas palomas... ¿Me sigues?

Calla el otro, mirándolo indeciso. Agotadas las chulerías. Tizón, que conoce su oficio, sabe que no son las bofetadas la causa del cambio. Ésas son sólo un adorno, como el de los toreros tramposos. La faena va por otro sitio. En estos lances, mostrar algunas cartas suele ser mano de santo, según con quiénes. Y no hay carta más evidente, para alguien medianamente listo, que mirarle a él la cara.

—¿Quién es ese que, según tú, sabe dónde caen las bombas?... ¿Y por qué lo sabe?

Otra pausa. Ésta resulta muy larga, pero Tizón es un profesional paciente. El otro mira la mesa pensativo y luego al comisario. Resulta obvio que sopesa el poco futuro que le queda. Calculándolo.

—Porque se encarga —dice al fin— de comprobar los sitios donde caen, informando de eso... Él es quien lleva la cuenta.

Tizón no quiere estropear nada de lo posible ni de lo probable. Tampoco hacerse ilusiones excesivas. No en este asunto. Su tono es tan cauto como si estuviese alineando palabras de cristal fino.

—¿También sabe dónde van a caer? ¿O lo imagina?

—No lo sé. Puede.

Demasiado bueno para ser verdad, piensa el comisario. Un tiro a ciegas, con pistola ajena. Humo, seguramente. Sin duda el profesor Barrull soltaría una carcajada antes de irse de allí a grandes zancadas, muerto de risa. Conjeturas de ajedrez, comisario. Como de costumbre, construyendo en el aire. Demasiado cogido con alfileres, todo esto.

—Dime su nombre, camarada.

Lo ha sugerido con suavidad casual, como si realmente un nombre fuese lo de menos. Los ojos oscuros del prisionero están fijos en los suyos. Al cabo se apartan, indecisos de nuevo.

—Mira, Mulato... Has dicho que utiliza palomas mensajeras. Me basta con averiguar quiénes tienen palomares, y eso lo resuelvo en dos días. Pero si tengo que apañarme sin tu ayuda, no te deberé nada...

Traga el otro saliva, dos veces. O lo intenta. Quizá porque se trata de una saliva inexistente. Tizón ordena que le traigan agua y uno de los esbirros va a buscarla.

—¿Y qué diferencia hay? —pregunta el Mulato, al fin.

—Muy poca. Sólo que yo te deba un favor, o que no te lo deba.

El otro lo piensa, tomándose de nuevo su tiempo. Aparta un momento los ojos del comisario para mirar al esbirro que regresa con una jarra de agua. Después ladea la cara, tuerce la boca como antes, y esta vez Tizón ve aflorar la sonrisa que antes no llegó a cuajar del todo. Parece que el Mulato estuviera apreciando, en sus adentros, una broma desesperada y secreta, especialmente divertida.

—Se llama Fumagal... Vive en la calle de las Escuelas.

Una libra de jabón blanco, dos de verde, otras dos de jabón mineral y seis onzas de aceite de romero. Mientras Frasquito Sanlúcar envuelve el pedido en papel de estraza y dispone el aceite aromático en una botellita, Gregorio Fumagal aspira con agrado los olores de la tienda. Huele intenso a jabones, esencias y pomadas, y entre las cajas de productos vulgares alternan los colores agradables de los artículos finos, protegidos en tarros de cristal. En la pared, el barómetro largo y estrecho señala tiempo variable.

—Este verde no llevará sal de cobre, ¿verdad?

La cara pecosa del jabonero se arruga en una mueca ofendida, bajo el pelo ralo de color zanahoria.

—Ni gota, don Gregorio. No se preocupe. Trata usted con una casa seria... Está hecho con extracto de acacia, que le da este color tan bonito. Es un artículo de mucha salida, y a las señoras les encanta.

—Imagino que, con tanta gente en Cádiz, el negocio seguirá de perlas.

Responde el otro que él no se queja. La verdad es que, mientras sigan ahí afuera los gabachos, añade, no parece que vaya a faltar clientela. Es como si la gente cuidara más su aspecto. Hasta las pomadas para caballeros se las quitan de las manos: clavel, violeta, heliotropo. Huela ésta, hágame el favor. Finísima, ¿verdad? Por no hablar de los jabones de señora y las aguas de tocador. Insuperables.

—Ya veo. No le falta de nada.

—¿Cómo va a faltar?... Con los ingleses aliados nuestros, llegan géneros de todas partes. Mire esta raíz de ancusa para teñir jabón: antes la traían de Montpellier, y ahora de Turquía. Y más barata.

—¿Sigue viniendo mucho mujerío?

—Uf. No se hace idea. De todas clases. Lo mismo vecinas de barrio que señoras de mucho rimpimpín. Y emigradas con posibles, a montones.

—Parece mentira, en estos tiempos.

—Pues lo he pensado mucho, y a lo mejor es por eso. Se diría que la gente tiene más ganas de vivir, de relacionarse y tener buen aspecto... Yo, como digo, no me quejo. También es verdad que vigilo el negocio. Los productos de tocador no sólo deben gustar al olfato y ser agradables al tacto, sino tener buena vista. Eso lo cuido.

Frasquito Sanlúcar termina el paquete, lo pasa a Fumagal por encima del mostrador y se sacude las manos en el guardapolvo gris. Son diecinueve reales, dice. Mientras el taxidermista abre el bolsillo y saca dos duros de plata, el jabonero lleva con los nudillos, sobre la madera del mostrador, el compás de una alegría. Tirititrán, tran, tran, hace. El golpeteo se interrumpe al escucharse un estampido lejano, apagado. Apenas audible. Los dos miran hacia la puerta, frente a la que pasan transeúntes que no se inmutan. Ésa cayó al otro lado de la ciudad, deduce Fumagal mientras el jabonero le devuelve el cambio y reanuda el compás, tirititrán, tran, tran, con los nudillos en el mostrador. No es raro que aquí vivan despreocupados de la artillería francesa. El barrio del Mentidero permanece fuera del alcance de lo que viene desde la Cabezuela. Y según los cálculos del taxidermista, seguirá así durante un tiempo. Demasiado, lamentablemente.

—Tenga cuidado, don Gregorio. Aunque los gabachos tiran al buen tuntún, nunca se sabe... ¿Qué tal su barrio?

—Alguna cae. Pero, como dice, al tuntún.

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