Un cuarto sórdido, en planta baja. Una vieja enlutada en la puerta, que desaparece como un trasgo cuando reconoce —ella sí, en el acto— al policía. Un jergón, almohada y sábanas, una palangana con jarro de agua, un mal candelabro con una sola vela encendida. También un obsceno olor a lugar cerrado. A cuerpos desnudos que precedieron a esta visita.
—¿Qué quiere que haga, señor?
Tizón está de pie, inmóvil, estudiándola. Sigue con el sombrero puesto y el bastón en la mano, fumando el chicote del cigarro que se consume entre sus dedos. Una vez más intenta comprender, sin conseguirlo. Su actitud recuerda la de un músico atento a captar una nota ajena y disonante, fuera de lugar. Un cazador mirando el paisaje donde intuye un aleteo cercano, o el agitarse de un matorral. Permanece así el comisario sin apartar los ojos de la joven. Intentando leer en ella claves y horrores a los que ni siquiera él mismo es capaz de asomarse. Apoyado una vez más, impotente, en el muro de misterio y de silencio.
Ella se quita la ropa, desenvuelta. Mecánica. Salta a la vista que su juventud extrema no está reñida con la práctica. Lazos del corpiño, saya, medias, camisa larga que se prolonga en lugar de las enaguas que no lleva. Permanece al fin inmóvil, desnuda a la luz de la vela que ilumina lateralmente su cuerpo menudo y bien formado, el volumen gemelo de los senos pequeños y blancos, la curva de una cadera y las piernas delgadas. Más frágil, todavía. Mira al policía cual si esperase instrucciones. Como si tanta pasividad y silencio la desconcertaran. Tizón advierte sospecha y alarma en sus ojos. Un tipo raro, válgame Dios, parecen concluir. Uno de ésos.
—Túmbate en la cama. Boca abajo.
Casi es audible el suspiro que ella emite. De imaginar, o saber, lo que le espera. Obediente, va hasta el jergón y se tumba encima, las piernas juntas y los brazos extendidos a uno y otro lado. Hundiendo la cara en la almohada. No es la primera vez que la hacen gritar, deduce Tizón. Y no de placer. Cuando tira la colilla del cigarro y se aproxima, observa que hay huellas violáceas, magulladuras en un muslo y una cadera. Algún cliente ardoroso, sin duda. O su rufián poniendo las cosas en su sitio.
«Sujeta con una correa de atar caballos, golpea con un látigo doble, con insultos que el diablo, y no los hombres, pone en su boca»...
Las palabras de
Ayunte
discurren con precisión siniestra por la mente del policía. Así es como ocurre, se dice, mirando el cuerpo desnudo de la muchacha. Así las tiene cuando las azota hasta descarnar los huesos, y las mata. Ha levantado el bastón, y con su contera recorre la espalda de la puta desde la nuca. Lo hace muy despacio, atento a cada pulgada de piel. Intentando comprender, salvando el abismo del horror, lo que mueve el pensamiento del hombre al que pretende dar caza.
—Abre las piernas.
Obedece la joven, estremeciéndose. El bastón sigue su lento recorrido. Hasta las nalgas. La madera transmite al puño de bronce la vibración cada vez más violenta que sacude el cuerpo de la muchacha. Ésta sigue con el rostro hundido en la almohada. Tiene crispadas las manos, que arrugan la sábana entre los dedos. Ahora tiembla de miedo.
—No, por favor —gime al fin suplicante, sofocada la voz—... ¡Por favor!...
Una extraña sacudida de horror alcanza a Tizón, erizándole la piel, y lo conmueve de la cabeza a los pies como si acabara de asomarse al borde de un abismo. Es algo semejante a recibir un golpe que lo aturdiese; una visión de negrura insondable, aterradora, que lo trastorna y hace retroceder, tambaleándose. Tropieza con la palangana y el jarro, y ruedan éstos por el suelo, salpicando agua con estrépito. El ruido lo vuelve en sí. Por un instante permanece inmóvil, el bastón en la mano, mirando con estupor el cuerpo desnudo a la luz de la vela. Al cabo, saca del bolsillo del chaleco un doblón de dos escudos —tiene los dedos más fríos que el oro de la moneda— y lo arroja sobre las sábanas, junto a la muchacha. Después, moviéndose casi con sigilo, da media vuelta, sale de la casa y se aleja despacio en la noche.
Columnas de humo negro se alzan desde el Trocadero hasta Puntales, circunvalando el saco de la bahía Hace treinta y dos horas que Simón Desfosseux apenas levanta la cabeza por encima de los parapetos, pues se combate en toda la línea. No se trata esta vez de bombarderos precisos sobre Cádiz o posiciones avanzadas como Puntales, la Carraca y el puente de Zuazo, sino de un duelo artillero de todos los calibres que enfrenta las baterías y baluartes españoles y franceses. Un furioso intercambio donde tanto recibe el que da como el que toma. Empezó ayer muy temprano, cuando, para rematar una semana de rumores adversos que incluyen un desembarco español en Algeciras y la actuación de partidas irregulares entre la costa y Ronda, las guerrillas cruzaron en varios puntos el caño grande de la isla de León, atacando las posiciones avanzadas francesas próximas a Chiclana. La acción, dirigida sobre todo a la venta del Olivar y la casa de la Soledad, fue apoyada por las lanchas cañoneras de Zurraque, Gallineras y Sancti Petri, que se internaron por los caños haciendo un fuego muy vivo. Corriose éste por la línea a medida que uno y otro lado tiraban de contrabatería sobre las posiciones enemigas, y acabó todo en bombardeo generalizado, incluso después del repliegue de los españoles; que, tras destrozar y matar cuanto pudieron, se llevaron consigo armamento y prisioneros, clavando cañones y volando depósitos de material y munición. Las guerrillas, según cuentan los batidores que van y vienen con órdenes a lo largo del frente, han vuelto a pasar el caño grande esta madrugada, atacando los parapetos avanzados de la salina de la Polvera y los molinos de Almansa y Montecorto; y allí combaten aún mientras toda la parte oriental de la bahía arde a cañonazos. Tan cruda es la situación que el propio capitán Desfosseux, siguiendo órdenes superiores, ha tenido que ocuparse de dirigir los fuegos de las baterías convencionales de la Cabezuela y Fuerte Luis hacia el castillo español de Puntales, que se encuentra a menos de mil toesas de distancia, en el espigón de arrecife que cierra la bahía en su parte más angosta, frente al Trocadero.
Los estampidos estremecen el suelo y hacen temblar los parapetos de tablas, cestones y fajinas. Acurrucado en uno de ellos, mirando con un catalejo de mano a través de una tronera, Desfosseux mantiene la lente del visor a razonable distancia de su ojo derecho, desde que un impacto de artillería, que lo hizo temblar todo, estuvo a punto de incrustársela en el globo ocular. Lleva día y medio sin dormir, sin comer otra cosa que pan de munición duro y seco, ni beber más que agua turbia; pues con el bombardeo, que ha puesto a varios soldados con las tripas al aire, no hay vivandero que se atreva a moverse al descubierto. El capitán está sucio, sudoroso, y una capa del polvo levantado por las explosiones le cubre el pelo, la cara y la ropa. No puede verse, pero basta echar un vistazo a cualquiera de los que andan cerca para adivinar que tiene el mismo aspecto demacrado, hambriento y miserable, con esos ojos enrojecidos lagrimeando polvo líquido que deja surcos en los rostros convertidos en máscaras de tierra.
El capitán dirige el catalejo hacia Puntales, pequeño y compacto tras sus muros asentados en las rocas negras del arrecife que empieza a descubrir la bajamar. Visto desde este lado de la franja de agua, flanqueado milla y media a la derecha por la inmensa fortificación de la Puerta de Tierra y a la izquierda por la no menos sólida y aparatosa de la Cortadura, el fuerte español parece la proa de un barco obstinado e inmóvil, con las seis troneras artilladas de la parte frontal orientadas hacia el lugar desde el que observa Desfosseux. A intervalos, con metódica regularidad, una de esas troneras se ilumina con un fogonazo; y tras el estampido, a los pocos instantes, llega el reventar de un proyectil enemigo, granada o bomba de hierro macizo, golpeando sobre la batería francesa. Tampoco los artilleros imperiales están mano sobre mano, y el fuego regular de los cañones de asedio de 24 y 18 libras y los obuses de 8 pulgadas levanta polvaredas en cada impacto sobre el fuerte español, velando a ratos la desafiante bandera —los defensores izan una nueva cada cuatro o cinco días, hecha jirones la anterior por la metralla— que puede verse ondear en lo alto. Hace tiempo que el capitán admira, de profesional a profesional, el sólido talante de los artilleros del otro lado. Curtidos por dieciocho meses de bombardeo propio y ajeno, allí han desarrollado una pericia y una tenacidad a toda prueba. Eso le parece a Desfosseux natural en los españoles: perezosos, indisciplinados y poco firmes en campo abierto, son muy audaces cuando la soberbia o la pasión de matar los arrebatan, y su carácter sufrido y orgulloso los hace temibles en la defensa. Oscilan así, continuamente, entre sus reveses militares, sus absurdos políticos y sus desvaríos religiosos, de una parte, y el patriotismo ciego y salvaje, la constancia casi suicida y el odio al enemigo, de la otra. El fuerte de Puntales es un ejemplo evidente. Su guarnición vive enterrada bajo continuo cañoneo francés, pero no deja de devolver, implacable, bomba por bomba.
Una de ellas cae en este momento en el baluarte contiguo, cerca de los cañones de 18 libras. Es una granada negra —casi se ha visto venir por el aire— que golpea en el borde del parapeto superior, rebota y cae rodando junto a un espaldón de tierra y cestones, dejando el rastro humeante de su espoleta a punto de estallar. El capitán, que se ha incorporado ligeramente para ver dónde caía, escucha los gritos de los artilleros de la pieza más próxima, que se tiran a la tablazón que soporta las cureñas o se resguardan donde pueden. Luego, mientras Desfosseux agacha la cabeza y se encoge junto a su tronera, el reventar de la carga explosiva estremece el baluarte, y una paletada de tierra, astillas y cascotes cae por todas partes. Todavía llueve tierra cuando empieza a oírse un alarido desgarrado y largo. Cuando el capitán levanta de nuevo la cabeza, ve cómo entre varios hombres se llevan al que grita: un artillero cuyo muñón en un muslo —el resto de la pierna ha desaparecido— va dejando un rastro de sangre.
—¡Duro con esos bandidos! —grita el teniente Bertoldi, que se incorpora entre los artilleros, animándolos—. ¡Ojo por ojo!... ¡Venguemos al compañero!
Buenos chicos, se dice Desfosseux, viendo a los soldados agruparse en torno a los cañones, cargar, apuntar y disparar de nuevo. Con lo que llevan pasado aquí, y lo que les espera, y todavía son capaces de alentarse unos a otros, haciendo gala de la valerosa resignación ante lo inevitable que caracteriza al soldado francés. Incluso después de año y medio atascados en el pudridero de vidas y esperanzas que es Cádiz, culo de Europa y úlcera del Imperio, con la maldita España rebelde reducida a una isla inconquistable.
El cañoneo se vuelve ahora furioso en el baluarte, incrementando su cadencia —es necesario abrir mucho la boca para que no revienten los tímpanos—, y Puntales apenas puede verse entre la polvareda que levantan los impactos que recibe, uno tras otro, acallando sus fuegos durante un rato.
—Se hace lo que se puede, mi capitán.
Sacudiéndose tierra de la casaca, descubierta la cabeza y con una sonrisa escéptica encajada entre las patillas rubias y sucias, el teniente Bertoldi ha venido a detenerse junto a la tronera donde está Desfosseux con su catalejo. Se empina un poco para observar las posiciones enemigas, luego apoya la espalda en el parapeto y mira a uno y otro lado.
—Esto es idiota... Ruido y pólvora para nada.
—La orden es batir a Manolo en toda la línea —responde Desfosseux, fatalista.
—Y en eso estamos, mi capitán. Pero perdemos el tiempo.
—Un día lo van a detener los gendarmes, Bertoldi. Por derrotismo.
Se miran los dos militares, cambiando una mueca desesperada y cómplice. Después Desfosseux pregunta cómo van las cosas, y el teniente, que acaba de regresar de una inspección jugándose el tipo entre estruendo y bombazos —la anterior la hizo el capitán con la primera luz del día—, presenta su informe: un muerto y tres heridos en la Cabezuela. En Fuerte Luis, cinco heridos, dos de ellos en las últimas, y un cañón de a 16 desmontado. En cuanto a la situación en las posiciones enemigas, ni la menor idea.
—Haciéndonos —concluye— numerosos cortes de mangas. Supongo.
Desfosseux ha vuelto a utilizar el catalejo. Por el camino del arrecife, entre Puntales y la ciudad, advierte movimiento de carros y gente a pie. Seguramente se trata de suministros para la Isla, con escolta numerosa. O refuerzos. Le pasa el instrumento a Bertoldi, indicándole la dirección, y éste guiña un ojo y pega el otro a la lente.
—Que tiren sobre ellos —le dice el capitán—. Hágame el favor.
—A la orden.
Bertoldi devuelve el catalejo y se aleja camino de los cañones de 24 libras. Deliberadamente, Simón Desfosseux deja fuera de toda esta vorágine ruidosa —y absurda, le parece, igual que a su ayudante— los preciados Villantroys-Ruty. Como un progenitor atento que apartase a sus niños de los peligros y asechanzas del mundo, el capitán mantiene al margen del duelo artillero a Fanfán y los otros obuses de 10 pulgadas que usa para tirar sobre Cádiz. Esas piezas soberbias y delicadísimas, especializadas en la función concreta de ganar alcance, toesa a toesa, hacia el corazón de la ciudad, no pueden malgastar su bien fundido bronce, sus condiciones ni su vida operativa —en ingenios de tal calibre es limitada, expuesta siempre a una grieta imperceptible o fallo mínimo de aleación— en esfuerzos ajenos a la misión para la que fueron creadas. Por eso, apenas empezó el bombardeo general, el sargento La-biche y sus hombres se ocuparon, ante todo, de cumplir las instrucciones de Desfosseux para esta clase de situaciones: apilar más cestones con tierra y fajinas en torno a los obuses y cubrirlos con lonas gruesas para protegerlos del polvo, las piedras y los rebotes. Y cada vez que cae una bomba cerca, amenazando dar de lleno en el reducto y desmontar las piezas de sus afustes, el capitán siente encogérsele de ansiedad el corazón, desazonado ante la idea de que una de ellas quede fuera de servicio. Desea que acabe este bombardeo caótico y absurdo, la vida de sitiados y sitiadores vuelva a discurrir al ritmo habitual, y él pueda seguir ocupándose de lo único que le importa: ganar las doscientas toesas que, en el plano que tiene en su barracón, separan todavía los puntos de alcance máximo de las bombas caídas en Cádiz —torre Tavira y calle de San Francisco, hasta ahora— del campanario de la iglesia de la plaza de San Antonio.