—¿Usted cobra su paga, amigo?
Asiente el salinero, desconfiado.
—A veces. Con algún socorro en comida.
—Pues tiene suerte. La comida, sobre todo. Esa que está en el pasillo también es gente necesitada. No pueden combatir ni valen para nada, así que ni eso les dan... Écheles un vistazo al salir: marinos viejos en la miseria porque no cobran su pensión, mutilados, viudas y huérfanos sin socorro ninguno, sueldos que nadie paga desde hace veintinueve meses. Cada día entran por esa puerta casos más graves que el suyo... ¿Qué espera que haga yo?
Sin responder, Mojarra se dirige a la puerta. En el umbral se demora un instante.
—Atendernos con humanidad —responde, hosco—. Y no faltar al respeto.
En el arrecife que la bajamar deja al descubierto, quinientas varas más allá del castillo de Santa Catalina, junto a la Caleta, un farol puesto en el suelo irregular de piedra ostionera ilumina de lejos a dos hombres inmóviles, de pie a quince pasos uno de otro y cada cual en un extremo del diámetro del círculo de luz. Los dos tienen la cabeza descubierta y van sin abrigo. Lo usual sería que estuviesen en mangas de camisa o con el torso desnudo —demasiada tela en el cuerpo aumenta el riesgo de fragmentos e infecciones en caso de recibir un balazo—, pero son las dos de la madrugada y hace frío. Poca ropa encima haría temblar el pulso a la hora de apuntar, aparte de la posibilidad de que un estremecimiento pueda ser mal interpretado por los testigos de la escena: cuatro hombres que, envueltos en sobretodos y capas, se recortan en los destellos lejanos del faro de San Sebastián formando grupo aparte, silenciosos y solemnes. De los dos enfrentados, uno viste casaca de uniforme azul, calzón ceñido del mismo color y botas militares; el otro va de negro. De ese color es, incluso, el pañuelo que oculta el cuello de su camisa. Pepe Lobo ha decidido seguir el consejo experto de Ricardo Maraña: cualquier color claro es una referencia para que el otro apunte. Así que ya sabes, capitán. De negro y de perfil, menos blanco para una bala.
Muy quieto, mientras espera la señal, el corsario intenta relajarse. Respira pausado, aclarando los sentidos. Esforzándose por no tener en la cabeza más que la figura que el farol ilumina enfrente. Su mano derecha, caída a lo largo del cuerpo, mantiene contra el muslo el peso de una pistola de llave de chispa de cañón largo, apropiada para el asunto que lo ocupa. La gemela está en la mano del adversario, al que Pepe Lobo no puede distinguir del todo bien, pues se encuentra, como él mismo, en el límite del círculo de luz, alumbrado desde abajo por el farol que le da un aspecto fantasmal, indeciso entre la luz y la sombra. La visión de ambos mejorará en un momento, cuando llegue la señal y los adversarios caminen acercándose al farol, cada vez más iluminados mientras avanzan. Las reglas acordadas por los padrinos son sencillas: un solo tiro a discreción, con libertad del momento para hacer fuego a medida que se aproximen uno al otro. Desde lejos, quien dispare antes tendrá la ventaja de la primera oportunidad, pero también el riesgo de errar el tiro en la distancia. Quien lo haga de cerca tendrá a su favor mayor facilidad para acertar, pero la desventaja de recibir el disparo si espera demasiado antes de apretar el gatillo. Es como jugar cartas a las siete y media: pierde lo mismo el que se pasa que quien se retrasa y no llega.
—Prepárense, caballeros —dice uno de los padrinos, grave.
Sin volver el rostro, Pepe Lobo mira de soslayo al grupo: dos oficiales amigos de su adversario, un cirujano y Ricardo Maraña. Testigos suficientes para demostrar luego que nadie fue asesinado y que todo se llevó a cabo fuera del recinto de la ciudad, con arreglo a las normas del honor y la decencia.
—¿Dispuesto, señor Virués?
Aunque no sopla viento, y del mar tranquilo sólo viene el rumor leve del agua que sube y baja entre las rocas, Pepe Lobo no escucha la respuesta del otro; pero se percata de que éste inclina brevemente la cabeza, sin dejar de mirarlo a él. Por sorteo, Lorenzo Virués tiene el mar a la espalda, mientras que Lobo se encuentra en la parte del arrecife que lleva a la Caleta y a los muros en forma de media estrella del castillo de Santa Catalina. La marea, que pronto empezará a subir, puede llegar dentro de quince minutos a la caña de las botas. Para entonces se supone que todo estará resuelto; y uno de los dos, si no ambos, tumbado sobre la piedra húmeda donde ahora la luz del farol reluce en los charcos dejados por el mar al retirarse.
—¿Dispuesto, señor Lobo?
Despega los labios el corsario —con dificultad, pues tiene la boca seca— y pronuncia el escueto «sí» de rigor. Nunca se ha batido en duelo antes, pero disparó contra otros hombres y se enfrentó a ellos a sablazos en la locura de un combate naval, caminando sobre cubiertas resbaladizas de sangre mientras cañonazos enemigos hacían volar metralla y astillas. En un oficio como el suyo, con la existencia como único patrimonio que arriesgar en el modo de ganarse el sustento, vida y muerte son palabras sujetas a los naipes que reparte la Fortuna. La suya, esta noche, es la indiferencia técnica de quien frecuenta el lance. La misma que, por razones de oficio, Lobo le supone al adversario. Rencillas y palabras aparte, sabe que no es el qué dirán lo que trae aquí a Virués, sino la vieja cuenta pendiente, también aplazada por su parte desde lo de Gibraltar, agravada en los últimos tiempos con detalles suplementarios.
—Prepárense para avanzar, caballeros... A mi señal.
Atento, antes de expulsarlo todo del pensamiento y concentrarse en levantar la pistola y recorrer la distancia, por la mente de Pepe Lobo cruza una última idea: hoy desea mucho vivir. O, con más exactitud, matar a su adversario. Borrarlo del mundo para siempre. El corsario no se bate espoleado por un supuesto honor que, a estas fechas de su vida y profesión, lo trae sin cuidado. Allá el honor, su charlatanería y sus grotescas consecuencias —qué endiabladamente incómodo resulta siempre— para quien pueda permitírselo. Él ha venido al arrecife de Santa Catalina con intención de pegarle un tiro a Lorenzo Virués: un buen pistoletazo en mitad del pecho que borre de su cara la expresión, altanera y estúpida, de quien mira el mundo con la simpleza del tiempo viejo. De quien ignora, por nacimiento o por suerte, lo difícil que es la vida cuando uno se mueve por su parte de sombra, y el mucho frío que hace afuera. En cualquier caso —piensa Lobo por última vez, antes de concentrarse en su propia? vida o muerte—, ocurra lo que ocurra, Lolita Palma creerá que fue por ella.
—¡Adelante!
Todo es ahora, en torno, sombra y penumbra, oscuridad que rodea como un telón negro el círculo de luz cuya intensidad ve Lobo aumentar cuando camina en dirección a su centro, despacio, procurando moverse más de lado que de frente, atento al hombre que, moviéndose a su vez, se destaca más iluminado y más cerca. Un paso. Dos. Se trata de afirmar los pies y apuntar continuamente. A eso se reduce todo, ahora. No es la cabeza, sino el instinto, el que calcula la distancia y la oportunidad de abrir fuego; lo que retiene el dedo crispado que roza el gatillo, luchando con el impulso de disparar antes de que lo haga el otro. De apresurarse y madrugar. Así se mueve el corsario, prudente, con los dientes apretados y la sensación extrema de que los músculos del cuerpo se le contraen solos, aguardando el impacto seco de un trozo de plomo. Tres pasos, ya. O quizá sean cuatro. Aquello parece, o es, el camino más largo del mundo. El suelo es irregular, y a la mano alzada que sostiene la pistola, con el brazo horizontal y ligeramente flexionado en el codo, le cuesta mantener en línea de tiro la silueta del adversario.
Cinco pasos. Seis.
El fogonazo sobresalta a Pepe Lobo. Tan concentrado se halla en la aproximación y en mantener apuntada la pistola, que no escucha el disparo. Sólo advierte el resplandor súbito en el arma de su adversario, mientras él hace un esfuerzo violento por no apretar a su vez el gatillo. La bala pasa a una pulgada de su oreja derecha, con su zumbido siniestro de moscardón de plomo.
Siete pasos. Ocho. Nueve.
No siente nada especial. Ni satisfacción, ni alivio. Sólo la certeza de que podrá vivir, según parece, algún tiempo más de lo previsible hace cinco segundos. Al fin ha conseguido no disparar, en contra de lo que suele ocurrir en tales casos, y mantiene apuntada la pistola mientras sigue avanzando. A medida que lo hace, a la luz del farol junto al que está a punto de llegar, puede ver la cara desencajada de Lorenzo Virués. El militar se ha detenido, todavía con la pistola humeante a medio bajar, como indecisa entre el momento del disparo y la certeza del fracaso y el desastre. El corsario sabe perfectamente lo que se hace en estos casos. También lo que no se hace. Siempre existe la posibilidad, bien vista en sociedad, de tirar sin avanzar más, o hacerlo al aire, enfriado ya el calor del momento. Pasado el punto crucial del intercambio de tiros, a menudo simultáneo, ningún caballero honorable hace fuego de cerca y en frío.
—¡Por Dios, señor! —exclama uno de los padrinos.
Tal vez sea una reconvención, piensa Lobo. Una llamada al honor o una súplica de clemencia. Por su parte, Virués no abre la boca. Tiene los ojos fijos, como magnetizados, en el cañón de la pistola que se le acerca. No deja de mirarlo en ningún momento; ni siquiera cuando, llegando ante él, Pepe Lobo baja el arma hasta su muslo derecho, a quemarropa, aprieta el gatillo
y
le rompe el fémur de un balazo.
La noche es casi oscura, con un leve resplandor de luna, ya en descenso, que ilumina las terrazas blancas y las torres vigía de los edificios altos. Hay un farol municipal encendido a lo lejos, por la parte de las Descalzas; pero su luz no llega hasta el estrecho soportal bajo el que está Rogelio Tizón. La hornacina donde el arcángel aplasta al diablo, espada en mano, casi no se distingue entre las tinieblas, en lo alto de la esquina de la calle San Miguel con la cuesta de la Murga.
Una figura apenas visible, de contornos claros, se mueve despacio, recortándose a trechos en la luz lejana del farol. Tizón la observa mientras se aproxima, pasa bajo la hornacina del arcángel y se aleja calle arriba. Tras aguardar un poco, observando el cruce en todas direcciones y sin ver a nadie más, el comisario vuelve a recostarse en la pared. Está siendo una noche larga, como era de esperar. Una de varias, se teme. Pero la principal virtud de un cazador es la paciencia. Y esta noche anda de caza. Con cebo móvil.
La figura de contornos claros vuelve a acercarse a la esquina, ahora desandando camino, en dirección contraria. En el silencio absoluto de la calle, sin luces en las celosías de las ventanas, suena el ruido de pasos lentos, desganados. Si el ayudante Cadalso no se ha dormido, estima el comisario, debe de estar viendo el cebo, que habrá llegado hasta el lugar donde también él se encuentra al acecho, vigilando ese tramo de calle desde la ventana de una botica situada en la plazuela de la Carnicería. Del lado opuesto del recorrido se ocupa otro agente situado en la esquina de la calle del Vestuario, por la parte hacia donde queda el farol de las Descalzas. Cubren así, entre los tres, una manzana de casas y las embocaduras de las calles adyacentes, con la esquina del arcángel como eje principal. El plan original incluía a otros hombres por los alrededores, abarcando un área mayor; pero la posibilidad de que un despliegue excesivo llame demasiado la atención disuadió a Tizón a última hora.
El cebo se detiene junto a un portal, recortada su figura en el contraluz del farol lejano. Desde su escondite, el comisario aprecia nítidamente la mancha clara del mantón blanco que sirve, al mismo tiempo, de señuelo para el asesino y de referencia visual para él y sus agentes. Por supuesto —con Tizón de por medio, esto no extrañaría a nadie—, la muchacha ignora el peligro que corre y su papel real en la aventura. Es una jovencísima prostituta de la Merced; la misma que hace tiempo el comisario vio desnuda boca abajo, tumbada en un catre inmundo mientras él recorría su espalda con la contera del bastón y se asomaba a sus propios abismos. Simona, se llama. Ahora tiene dieciséis años y su aspecto con buena luz es menos inocente y fresco que entonces —todo ese tiempo ejerciendo en Cádiz deja su huella—; pero conserva, al golpe de vista, el aire frágil de su pelo casi rubio y la tez clara, joven. A Tizón no le ha costado mucho convencerla: quince duros a su chulo —un tal Carreño, rufián conocido—, con el pretexto de atraer a hombres casados de la vecindad para luego chantajearlos a gusto.
O algo de eso. Si el mentado Carreño llegó a tragarse el embuste, carece de importancia; embolsó los duros y la benevolencia futura del comisario sin preguntar, siquiera, si aquello tendría que ver con las historias de mujeres asesinadas que a veces corren por la ciudad. Eso no es asunto suyo, y menos si está de por medio Rogelio Tizón. Además, como dijo al dar su acuerdo, las putas están para eso, caballero. Para ser putas y servir a los señores comisarios rumbosos. En cuanto a Simona, encajó la situación con el fatalismo de quien acepta sumisa cuanto su hombre —el de turno, el que sea— dispone. A fin de cuentas, lo mismo para vecinos casados que para solteros y militares con o sin graduación, a ella lo mismo le da pasear de noche por una calle que por otra. Se va a rascar las mismas pulgas.
La mancha clara del mantón ha vuelto a moverse calle abajo. Rogelio Tizón la sigue con la vista hasta la esquina de la calle del Vestuario, donde la ve detenerse, silueta inmóvil contra la luz lejana del farol. Hace un rato se cruzó con ella un hombre cuya presencia alertó al comisario; pero resultó un transeúnte más, al que la muchacha, convenientemente prevenida, no prestó atención. Sus instrucciones son precisas: no abordar a nadie, manteniéndose a la expectativa. Tres son los hombres que hasta ahora pasaron cerca, y sólo uno se detuvo a dirigirle algunas obscenidades antes de seguir su camino.
Pasa el tiempo, y Tizón está cansado. Con gusto se sentaría en un peldaño, al amparo del portal, apoyando la cabeza en la pared para echar una cabezada. Pero sabe que es imposible. Mientras piensa en ello, alberga la esperanza de que también Cadalso y el otro agente resistan la tentación de cerrar los párpados. Las imágenes de la calle, las sombras y la mancha clara del mantón paseando de arriba abajo, se entrecruzan en su cabeza, próxima a la duermevela, con recuerdos de las muchachas muertas. Con escenas de la ciudad en el tablero cuyos escaques parecen todos negros esta noche. Esforzándose por mantener los ojos abiertos, Tizón echa hacia atrás el sombrero y desabotona el redingote, para espabilarse con el fresco nocturno. Maldito sea todo. Mataría por fumarse un cigarro.