Tirititrán, tran, tran. Sale Fumagal a la calle con su paquete bajo el brazo. Es temprano, y el sol todavía deja el lugar en sombra. El relente escarcha el empedrado del suelo, las barandillas, las rejas y las macetas. A pesar del estampido que acaba de oírse, la guerra parece tan lejana como de costumbre. Pasa hacia el Carmen y la Alameda un aceitunero con el borriquillo cargado de tinajuelas, voceando que las lleva verdes, negras y gordales. Se le cruza un aguador con su tonelete a la espalda. En el balcón de un primer piso, una sirvienta joven, desnudos los brazos, sacude una estera de esparto, observada desde la esquina por un hombre alto que fuma apoyado en la pared.
Avanza el taxidermista por la calle del Óleo en dirección al centro de la ciudad, ocupado en sus pensamientos. Que en los últimos días no son tranquilizadores. Cuando pasa junto a una carbonería, se aparta de la acera para esquivar a la gente que hace cola para comprar picón: el invierno está en puertas, la humedad es cada vez mayor, y bajo los faldones de las mesas camilla empiezan a encenderse los braseros. Al desviarse a un lado, Fumagal echa una mirada a su espalda y comprueba que el hombre que fumaba en la esquina camina detrás de él. Puede tratarse de una coincidencia, y lo más probable es que lo sea; pero la sensación de peligro se acentúa, desazonadora.
Desde que la guerra llegó a la ciudad y él inició sus relaciones con el campo francés, la incertidumbre ha sido una constante natural, tolerable; pero en los últimos tiempos, sobre todo tras la última conversación con el Mulato en la plaza San Juan de Dios, el desasosiego es continuo. Gregorio Fumagal ya no recibe instrucciones ni noticias. Ahora trabaja a ciegas, sin saber si los mensajes que envía son útiles; sin orientación ni otro vínculo que las palomas que suelta en dirección al Trocadero, y cuya provisión disminuye en el palomar sin que él sepa cómo reponerla. Cuando eche a volar la última mensajera, el lazo inseguro que todavía lo une con el otro lado quedará roto. Su soledad, entonces, será absoluta.
En la plazuela que hay al final de la calle del Jardinillo, Fumagal se detiene con aire casual ante los cajones de una mercería y dirige otro vistazo atrás. El hombre alto pasa por su lado y sigue de largo mientras el taxidermista lo estudia de reojo: cierto desaliño, levita parda de mal corte y sombrero redondo, abollado. Podría ser un policía, pero también uno de los centenares de emigrados sin ocupación que pasean emboscados y a salvo, con un pasavante en el bolsillo que los libra de ser alistados para la guerra.
Lo peor es la imaginación, concluye caminando de nuevo, y el miedo que extiende por el organismo como un tumor maligno. Es momento de contrastar física y experiencia: la física dice a Fumagal que no sabe si realmente lo siguen, mientras que la experiencia afirma que se dan las circunstancias adecuadas para que eso ocurra. Interrogada la razón, todo resulta más que probable. Pero la conclusión no es dramática; hay una sombra de alivio en la eventualidad. Caer no es tan grave, después de todo. El taxidermista está convencido de que el destino de cada hombre depende de causas imperceptibles en el marco de reglas generales. Todo tiene que acabar alguna vez, incluso la vida. Como los animales, las plantas y los minerales, un día devolverá al almacén universal los elementos que le prestó. Ocurre a diario, y él mismo contribuye a ello. A ejecutar el efecto de la regla.
En el Palillero, entre los puestos de estampas y periódicos de Monge y de Vindel, vecinos y desocupados se agolpan ante dos carteles recién puestos en una pared y discuten su contenido. En uno se notifica que las Cortes han aprobado, a propuesta de la Regencia, que la ciudad contribuya con doce millones de pesos mensuales al mantenimiento de las fuerzas navales y las fortificaciones. Nos están sangrando, protesta alguien a voces. Con rey o sin él, seguimos igual. El otro cartel informa de que el Ayuntamiento de La Habana, desautorizando a las Cortes, ha anulado el decreto sobre emancipación de esclavos negros, por ser contrario a los intereses de la isla y porque podría causar allí el mismo efecto que otro semejante, francés, tuvo en Santo Domingo: sumirla en la rebelión y la anarquía.
Estúpidos, concluye Fumagal pasando entre la gente sin mirarla apenas, con rapidez y extremo desprecio. Ya tienen nueva materia para ocupar durante un par de días el ocio en palabras. Una costumbre ancestral los hace afectos a sus cadenas: reyes, dioses, parlamentos, decretos y carteles que nada cambian. El taxidermista está convencido de que la Humanidad va de amo en amo, compuesta de infelices que creen ser libres actuando contra sus inclinaciones; incapaces de asumir que la única libertad es individual y consiste en dejarse llevar por las fuerzas que a uno lo dominan. Lo que el hombre haga será siempre consecuencia de la fatalidad; del orden amoral de la Naturaleza y de la conexión de causas y efectos. Eso torna ambigua la palabra
maldad.
Contradictoria, la sociedad castiga las inclinaciones que la caracterizan; pero ese castigo es sólo un frágil dique contra los ímpetus oscuros del corazón. El ser humano, estúpido hasta la demencia, prefiere las ilusiones falsas a la realidad que desmiente por sí misma la idea del Ser bondadoso, supremo, inteligente y justiciero. Sería una aberración que un padre armara la mano de un hijo irascible y lo condenase luego por haber matado con ella.
—¿Dónde ha caído la última bomba? —pregunta Fumagal a un herrero que prepara cebos de pesca sentado a la puerta de su fragua.
—Ahí mismo, enfrente de la Candelaria... Y con poco daño. —¿No hay víctimas?
—Ninguna, gracias a Dios.
Vecinos y soldados trabajan en el desescombro de la plazuela. La bomba, comprueba Fumagal cuando llega allí, cayó limpiamente frente a la iglesia, sin tocar en las casas contiguas; y aunque estalló, la amplitud del lugar, con los edificios distanciados unos de otros, limitó los efectos a ventanas rotas, desconchones de yeso en fachadas y algunas tejas y ladrillos caídos por tierra. Con ojo perito, hecho a ello, el taxidermista calcula la trayectoria del proyectil y el lugar de impacto. El viento, observa, sopla de poniente; y eso ha contribuido, sin duda, a que la bomba haya caído en esta parte de la ciudad, con menos alcance y algo más al
este
que las cuatro últimas. Con el pretexto de curiosear entre la gente que mira —algunos muchachos recogen del suelo trozos de plomo retorcido—, Fumagal camina despacio, concentrado, contando los pasos para calcular distancias con referencia al guardacantón de la calle del Torno: un antiguo pilar de columna árabe. Con Mulato o sin él, con palomas mensajeras o con el palomar vacío, está resuelto a seguir haciendo lo que hace, hasta el fin. Cumpliendo con el rito de su norma individual, al tiempo inevitable y deliberada.
Gregorio Fumagal ha contado diecisiete pasos cuando repara en alguien que parece observarlo entre la gente. No es el hombre al que antes perdió de vista, sino otro de mediana estatura, vestido con capa gris y sombrero de dos picos. Quizá se relevan para que no sospeche, decide. O tal vez sea otra jugarreta de esa razón suya que tanto se parece, en ocasiones, a una enfermedad incurable. El taxidermista tiene la certeza de que todos los seres humanos están enfermos, sometidos apenas nacen al contagio de la vida y a su delirio, la imaginación. Es al extraviarse o desbocarse ésta cuando llega el miedo, como llegan el fanatismo, los terrores religiosos, los frenesís —la idea lo hace sonreír, feroz— y los grandes crímenes. Hay gentes simples que desprecian éstos, ignorando que para ejecutarlos hace falta el entusiasmo y la tenacidad de las grandes virtudes. Pasando por alto que el hombre más virtuoso puede ser, por un cúmulo de causas imperceptibles debidamente alineadas, el hombre más criminal.
Con un impulso de arrogancia que no se molesta en analizar, y que en realidad es conclusión del anterior razonamiento, Fumagal camina mirando el suelo, el aire falsamente distraído, hasta tropezar a propósito con el hombre del sombrero de dos picos.
—Perdón —murmura sin apenas mirarlo.
Farfulla el otro algo ininteligible, apartándose mientras el taxidermista se aleja satisfecho. Ocurra lo que ocurra, no huirá de la ciudad. Sócrates, obediente a las leyes injustas de su patria, tampoco aceptó escapar de la cárcel cuya puerta estaba abierta. Aceptó las reglas, seguro, como lo está Gregorio Fumagal, de que la naturaleza del ser humano sólo puede actuar como actúa, igual hacia uno mismo que hacia otros. Lo exige el dogma de la fatalidad: todo es necesario.
La cerradura cede al cuarto intento, sin fractura ni ruido. Rogelio Tizón empuja con cuidado la puerta mientras se guarda en un bolsillo el juego de ganzúas utilizado en la operación, que no le ha llevado más de un par de minutos. De su larga experiencia con rateros y otros malandrines de los que, en su ambiente, se denominan
caballeros de industria,
el comisario ha ido adquiriendo, con los años, singulares habilidades. El manejo de la ganzúa —la sierpe, en jerga rufianesca— es una de ellas, y resulta en extremo práctica. Desde que se inventaron los candados y las puertas con cerradura, no son pocos los secretos ajenos a los que puede accederse mediante el manejo experto de ganzúas, llaves falsas, sierras, limas y puntas de diamante.
El policía se mueve despacio por el pasillo, asomándose a cada habitación: alcoba, cuarto de aseo, comedor, cocina con fogón de lefia y carbón, fregadero, fresquera y una ratonera armada con un trocito de queso junto a la puerta de la despensa. Todo se ve limpio y ordenado, pese a tratarse —a estas alturas, Tizón sabe cuanto puede llegar a saberse desde fuera— de la casa de un hombre que vive solo. El gabinete de trabajo se encuentra al fondo del pasillo; y cuando el policía llega a él, la luz que entra por la puerta vidriera de la terraza crea una atmósfera dorada en la que relucen suavemente los ojos de cristal, los picos y garras barnizados de los animales inmóviles en sus perchas y vitrinas, los frascos transparentes en cuyo líquido se conservan aves y reptiles.
Rogelio Tizón abre la puerta vidriera y sube a la terraza. Con una mirada abarca el paisaje, las torres vigía de la ciudad entre las chimeneas y la ropa tendida. Luego echa una ojeada al palomar, donde encuentra cinco palomas, y baja de nuevo al gabinete. Hay allí un reloj de bronce sobre una cómoda, y una estantería con una veintena de libros, casi todos de historia natural, con ilustraciones. Entre ellos descubre un ejemplar antiguo y estropeado de la
Historiae naturalis de avibus
de un tal Johannes Jonstonus, un par de volúmenes de la
Encyclopédie,
y otros libros franceses prohibidos, camuflados bajo tapas de apariencia inocente: É
mile, La Nouvelle Hélloïse, Candide, De l'esprit, Lettres philosophiques
y
Système de la Nature.
Flota un olor extraño, a alcohol mezclado con substancias desconocidas. El centro de la habitación lo ocupa una mesa grande, de mármol, sobre la que hay un bulto cubierto por una sábana blanca. Cuando la aparta, el policía encuentra el cadáver de un gran gato negro destripado y a medio disecar, con las cuencas de los ojos rellenas con bolas de algodón y el interior abierto y lleno de borra de la que asoman alambres y cabos de hilo bramante. Si de algo está lejos Rogelio Tizón es de ser hombre supersticioso; pero no puede evitar cierta aprensión a la vista del animal y el color de su pelaje. Lo cubre de nuevo, incómodo, procurando dejar la sábana como estaba. Asociado con el cadáver del gato, el olor de la habitación cerrada produce ahora una sensación nauseabunda. Tizón encendería un cigarro, de no ser porque el rastro de humo de tabaco delataría la presencia de un intruso al dueño de la casa. El hijo de puta, concluye mientras mira alrededor. Cavilando. El hijo de la grandísima puta.
Hay un atril con notas junto a la mesa de mármol: apuntes sobre las piezas disecadas y las diversas fases de cada proceso. El comisario se acerca a otra mesa situada entre la puerta de la terraza y una vitrina donde conviven, inmóviles, un lince, una lechuza y un mono. Allí hay tarros de cristal y porcelana conteniendo substancias químicas e instrumental parecido al que usan los cirujanos: sierras, escalpelos, tenazas, agujas de ensalmar. Tras mirarlo todo, Tizón se dirige a la tercera mesa del gabinete. Ésta es grande y con cajones, y se encuentra situada junto a la pared, bajo perchas donde se yerguen, en posturas muy logradas —el dueño de la casa tiene buena mano para el oficio— un faisán, un halcón y un quebrantahuesos. Sobre la mesa hay un quinqué de petróleo y varios papeles y documentos que el policía revisa, procurando dejar cada uno en la misma posición en que se hallaba. Son más anotaciones sobre historia natural, bocetos de animales y cosas así. El primer cajón de la mesa está cerrado con una llave que no se encuentra a la vista, así que Tizón saca otra vez el juego de ganzúas, elige una pequeña, la introduce en la cerradura, y tras un breve forcejeo, clic, clic, abre el cajón con absoluta limpieza. Allí encuentra, doblado en dos, un plano de Cádiz de tres palmos de largo por dos de alto, parecido a los que pueden adquirirse en cualquier tienda de la ciudad, y que muchas familias gaditanas tienen en casa para señalar los lugares donde caen bombas francesas. Éste, sin embargo, está trazado a mano con tinta negra, su detalle es menudo y preciso, y la doble escala de distancias que figura en el ángulo inferior derecho está en varas españolas y en toesas francesas. Hay también graduación de latitud y longitud en los márgenes, con relación a un meridiano que no es el antiguo de Cádiz ni el del Observatorio de Marina de la isla de León. Quizá París, concluye Tizón. Un mapa francés. Se trata de un trabajo profesional, semejante a los levantamientos militares, y sin duda tiene ese origen. Pero lo que más llama la atención es que su propietario no se limita a marcar, como hacen los vecinos de la ciudad, los puntos de caída de las bombas. Éstos figuran cuidadosamente señalados con números y letras, y todos se encuentran unidos por líneas hechas a lápiz que pasan por una referencia en forma de semicírculo graduado dibujada en la parte oriental del plano, en la dirección de la que vienen los tiros de artillería francesa disparados desde el Trocadero. Todo ello forma una trama acabada en radios y círculos, trazada con instrumentos que están en el cajón de la mesa: reglas de cálculo, patrones de distancia, compases, cartabones, una lupa grande y una brújula inglesa de buena calidad en un estuche de madera.
Permanece absorto el comisario, estudiando la insólita trama dibujada sobre la original del papel, su extraña forma cónica con el vértice hacia el este, los códigos anotados y los círculos descritos a compás alrededor de cada punto de impacto. Inmóvil, de pie ante la mesa y fijos los ojos en el plano, blasfema en voz baja, larga y repetidamente. Es como si el conjunto, a primera vista caótico, de todos esos trazos que se entrecruzan, formase un mapa superpuesto al otro mapa: el diseño de un territorio distinto, laberíntico y siniestro que nunca, hasta hoy, Tizón había sido capaz de ver, o intuir. Una ciudad paralela definida por fuerzas ocultas que escapan a la razón convencional.