El asedio (47 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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Te voy teniendo, concluye fríamente. Al menos tengo al espía, añade tras breve vacilación. Ése ya no se escapa. Buscando un poco más, en una libreta con tapas de hule encuentra la correspondencia numérica y alfabética de cada uno de los puntos marcados, con el nombre de cada calle, la localización exacta en latitud y longitud, la distancia en toesas que ayuda a calcular el lugar de cada impacto con relación a edificios o puntos fáciles de situar en la ciudad. Todo es importante y revelador, pero la mirada del comisario vuelve una y otra vez a los círculos trazados en torno a los puntos de caída de las bombas. Al cabo, con súbita inspiración, coge la lupa y busca cuatro lugares: el callejón entre Santo Domingo y la Merced, la venta del Cojo, la esquina de la calle de Amoladores con la del Rosario y la calle del Viento. Todos están allí, marcados; pero no hay en ellos signo peculiar que los diferencie de otros. Sólo, los códigos que ordenan los respectivos datos en el cuaderno de hule y permiten diferenciar las bombas que han estallado de las que no. Y esas cuatro estallaron, como otro medio centenar.

Tizón lo deja todo en su sitio, cierra el cajón, asegura la cerradura con la ganzúa y se queda un rato pensativo. Luego va hacia los estantes de libros y los repasa uno por uno, mirando las páginas para comprobar si hay papeles dentro. En el titulado
Système de la nature, ou des Lois du monde physique et du monde moral
—de un tal M. Mirabaud, editado en Londres— encuentra algunos párrafos subrayados a lápiz, que traduce sin dificultad del francés. Uno de ellos le llama la atención:

No hay causa por pequeña o lejana que sea que no tenga las consecuencias más graves e inmediatas sobre nosotros. Quizá en los áridos desiertos de Libia se acumularán los efectos de una turbulencia que, traída por los vientos, volverá pesada nuestra atmósfera influyendo sobre el temperamento y las pasiones de un hombre.

Reflexionando sobre lo que acaba de leer, el policía se dispone a cerrar el libro; y entonces, mientras pasa unas cuantas páginas más al azar, da con otro fragmento próximo, también subrayado:

Está en el orden de las cosas que el Juego queme, pues su esencia es quemar. Está en el orden natural de las cosas que el malvado cause daño, pues su esencia es dañar.

Tizón saca del bolsillo su propia libreta de notas y copia los dos párrafos antes de devolver el libro a su sitio. Después echa un vistazo al reloj de la cómoda y comprueba que lleva en la casa demasiado tiempo. El dueño puede llegar de un momento a otro; aunque, en previsión de esa eventualidad, el comisario ha tomado precauciones: tiene a dos hombres que lo siguen por la ciudad, a un muchacho de buenas piernas dispuesto a venir corriendo en cuanto lo vean tomar el camino de vuelta, y a Cadalso y a otro agente apostados en la calle para avisar. Prudencia en principio innecesaria, pues ese plano y la confesión del Mulato bastan para detener al taxidermista, remitirlo a la jurisdicción militar y darle, sin apelación posible, unas vueltas de garrote en el pescuezo. Nada más fácil estos días, en una Cádiz sensibilizada con la guerra y el espionaje enemigo. Sin embargo, el comisario no tiene prisa. Hay puntos oscuros que desea aclarar antes. Teorías por comprobar y sospechas por confirmar. Que el hombre que diseca animales, subraya párrafos inquietantes en los libros e informa a los franceses de los lugares de caída de las bombas sea detenido, no le importa gran cosa, por ahora. Lo que necesita confirmar es si existe una lectura diferente, paralela, del plano que vuelve a estar encerrado en el cajón de la mesa. Una relación directa entre quien habita esta casa, cuatro puntos de impacto de bombas francesas y cuatro muchachas asesinadas, tres después y una antes de que cayeran esas bombas. El sentido que late, quizás, oculto bajo la tela de araña cónica, trazada a lápiz, que aprisiona el mapa de este a oeste. Una detención prematura podría alterar el escenario y oscurecer para siempre el misterio, dejándole entre las manos sólo la captura de un espía, con las otras sospechas lejos de ser certezas. No busca hoy eso entre los cuerpos rígidos de los animales muertos, ni en los cajones y armarios que esconden, tal vez, la clave de secretos que de un tiempo acá lo hacen vivir en compañía de ásperos fantasmas. Lo que el policía persigue es la explicación de un enigma que antes era sólo singular y que, desde la muerte anticipada en la calle del Viento —aquella bomba
después
y no
antes
—, resulta inexplicable. La idea requiere, para ser refutada o demostrada, que todos los elementos sigan activos sobre el tablero de la ciudad, desarrollando con libertad sus combinaciones naturales. Como diría su amigo Hipólito Barrull, el asunto exige determinadas comprobaciones empíricas. Negarle a un posible asesino de cuatro muchachas la oportunidad de volver a matar sería sin duda un bien público; un acto policial y patriótico eficaz, de seguridad urbana y justicia objetiva. Pero, desde otro punto de vista, supondría un atentado contra las posibilidades extremas de tantear la razón y sus límites. Por eso Tizón se propone esperar paciente, inmóvil como uno de los animales que ahora lo observan con ojos de cristal desde perchas y vitrinas. Vigilando a su presa, sin alertarla, en espera de que caigan nuevas bombas. Cádiz abunda en cebos, a fin de cuentas. Y no hay partida de ajedrez en la que no sea necesario arriesgar algunas piezas.

10

El día transcurre fresco, nuboso, con vientecillo del norte que riza a lo lejos el agua de los caños. Felipe Mojarra salió de casa temprano —calañés calado hasta las cejas, zurrón, manta sobre los hombros y cachicuerna en la faja— para recorrer el cuarto de legua de camino, bordeado de árboles, que lleva del pueblo de la Isla a la zona militar y el hospital de San Carlos. El salinero calza hoy alpargatas. Va a visitar al cuñado Cárdenas, que convalece despacio, con muchas complicaciones, del tiro que le tocó la cabeza cuando se llevaban la cañonera francesa del molino de Santa Cruz. La bala no hizo más que astillar algo de hueso, pero la inflamación y las infecciones complicaron las cosas, y el cuñado sigue delicado. Mojarra acude a verlo siempre que puede, si está libre de servicio y no tiene que ir con las guerrillas o acompañar al capitán Virués a reconocer posiciones enemigas. El salinero suele llevar algo de comida preparada por su mujer y charlar un rato con Cárdenas, echando un cigarro. Pero siempre es un mal trago. No tanto por el cuñado, que aguanta mal que bien, sino por el ambiente del hospital. Ése no es plato de gusto para nadie.

Pasando entre los cuarteles de los batallones de marina, Mojarra recorre las avenidas rectas de la población militar, deja atrás la explanada de la iglesia y entra en el edificio de la izquierda, tras identificarse ante un centinela. Sube los escalones, y apenas cruza el vestíbulo que comunica las dos grandes salas del hospital, experimenta una sensación conocida e incómoda: el estremecimiento de internarse en un espacio ingrato, de rumor bajo y continuo, monótono; gemido colectivo de centenares de hombres que yacen sobre jergones de paja y hojas de maíz puestos sobre tablas, alineados hasta lo que desde la puerta parece el infinito. Enseguida llega el olor, también familiar, y aunque esperado no por eso menos agobiante. Las ventanas abiertas no bastan para disipar la fetidez de la carne ulcerada y podrida, el hedor dulzón de la gangrena bajo los vendajes. Mojarra se quita el calañés y el pañuelo de hierbas que lleva debajo.

—¿Cómo andas, cuñado?

—Ya ves. Achicado, pero todavía coleo.

Ojos brillantes, cercos enrojecidos por la fiebre. Mal aspecto. Piel sin afeitar que enflaquece más las mejillas hundidas. La cabeza rapada con la herida visible —descubierta para facilitar el drenaje— parece poca cosa comparada con otras escenas en que abunda la sala llena de enfermos, heridos y mutilados. Hay allí soldados, marineros y paisanos víctimas de los choques recientes en la línea y de las incursiones en territorio ocupado; pero también de los combates del año pasado en El Puerto, Trocadero y Sanlúcar, y del desastre de Zayas en Huelva, el intento de Blake en el condado de Niebla y la batalla de Chiclana: llagas supurantes, brechas en la carne que meses después aún no cicatrizan, muñones de amputaciones con costurones violáceos, cráneos y miembros con heridas de bala o de sable todavía abiertas, apósitos sobre ojos ciegos o de cuencas vacías. Y siempre el quejido continuo, sordo, que llena el recinto entre cuyas paredes parece encerrarse, concentrado como una esencia miserable, todo el dolor y la tristeza del mundo.

—¿Qué dicen los cirujanos?

Emite el otro un suspiro resignado.

—Que voy a paso cangrejo... Y que tengo para rato.

—Pues yo te veo buena pinta.

—No me jodas, anda. Y dame fumeque.

Saca Mojarra dos cigarritos liados, le pasa uno al herido y se pone el segundo en la boca, encendiéndolos con el eslabón y la yesca. Bartolo Cárdenas se incorpora con esfuerzo y se sienta en el borde del jergón —sábana sucia, manta delgada y vieja—, aspirando el humo hasta bien adentro. Satisfecho. El primero en dos semanas, dice. Perro tabaco. Mojarra saca ahora del zurrón un paquete atado con cordel: cecina, atún en salazón. También una vasija de barro que contiene garbanzos guisados con bacalao, una limeta de vino y un atado con seis cigarros.

—Tu hermana te manda esto. Procura que no te lo quiten los compañeros.

Guarda Cárdenas el paquete bajo las tablas del jergón, mirando en torno con recelo. La cazuela de barro la deja en el suelo, junto a sus pies descalzos.

—¿Cómo están tus chiquillas?

—Bien.

—¿Y la de Cádiz?

—Todavía mejor.

Fuman los cuñados mientras Mojarra cuenta novedades. Siguen las incursiones en los caños, dice, con los franceses a la defensiva. Bombas sobre la Isla y sobre la ciudad, sin muchas consecuencias. También rumorean que el general Ballesteros se retira con su gente a Gibraltar, para protegerse bajo los cañones ingleses, mientras los gabachos amenazan Algeciras y Tarifa. También hay dispuesta una expedición militar a Veracruz que combatirá a los insurgentes mejicanos. A él mismo han estado a punto de alistarlo forzoso para allá, con otra gente del pueblo; pero lo sacó de apuros don Lorenzo Virués, reclamándolo a tiempo. Poco más.

—¿Cómo sigue tu capitán?

—Igual que siempre. Ya sabes... Dibujando y haciéndome madrugar.

—¿Hemos perdido alguna batalla últimamente?

—Menos Cádiz y la Isla, todas.

Cárdenas enseña las encías descarnadas y grises, una mueca resentida.

—Habría que fusilar a veinte generales, por traidores.

—No es sólo un problema de generales, cuñado. Es que nadie se pone de acuerdo y cada uno va por su lado. La gente hace lo que puede, pero la escabechan; se junta otra vez, y la vuelven a escabechar... No es raro que prefieran desertar, yéndose al monte. Cada vez hay más guerrilleros y menos soldados.

—¿Y los salmonetes?

—Ahí siguen. A lo suyo.

—Ésos sí que saben lo que quieren.

—Vaya si lo saben. Hacen su oficio, y les importamos una mierda.

Un silencio. Los dos hombres fuman y callan, esquivándose las miradas. Mojarra no puede evitar que la suya se dirija a la herida del otro. La brecha en forma de cruz en el cráneo rapado recuerda una boca abierta, cuyos labios alguien hubiese tajado de arriba abajo. Dentro hay una costra húmeda y sucia.

—Oí que han fusilado al cura Ronquillo —comenta Cárdenas.

Lo confirma Mojarra. El tal Ronquillo, sacerdote de El Puerto, había colgado los hábitos después de que los franceses quemaran su iglesia, y mandaba una partida que empezó como patriota y se transformó en bandolera, saqueando y asesinando sin reparos a viajeros y campesinos. Al fin, el ex cura acabó pasándose a los franceses, con su gente.

—Hará un mes —concluye— nuestras guerrillas le tendieron una emboscada en Conil. Luego lo pasaron por la crujía y le formaron el piquete.

—Pues bien muerto está, ese mala herramienta.

Un alarido hace volver la cabeza a Mojarra. Un hombre joven se revuelve desnudo en su jergón, amarrado boca arriba por correas que le traban brazos y piernas. Arquea el cuerpo con extrema violencia, rechinando los dientes, apretados los puños y con todos los músculos en tensión, desorbitados los ojos y emitiendo gritos secos y cortos, de extrema furia. Nadie a su lado parece prestarle atención. Cárdenas explica que es un soldado del batallón de Cantabria, herido hace siete meses en la batalla de Chiclana. Tiene en la cabeza una bala francesa que no hay manera de sacarle, y de vez en cuando le produce convulsiones y espasmos tremendos. Ni sana ni se muere, y ahí sigue, con un pie en cada barrio. Lo van cambiando de sitio para que la murga que da se reparta con equidad por toda la sala. Hay quien habla de asfixiarlo de noche con una almohada, y que descanse; pero nadie se atreve, porque a los cirujanos parece interesarles mucho y vienen a verlo, y hasta toman notas y lo enseñan a las visitas. Cuando lo pusieron cerca tuvo a Cárdenas despierto dos o tres noches, de sobresalto en sobresalto. Pero acabó acostumbrándose.

—A todo se hace uno, cuñado.

La mención de la batalla de Chiclana tuerce el gesto de Felipe Mojarra. Hace poco, a causa de la denuncia de un médico, se supo que varios heridos de esos combates morían en San Carlos por falta de atención y comida, y que los caudales destinados a poner tocino y garbanzos en el puchero eran malversados por los funcionarios. La reacción del ministro de la Real Hacienda, responsable del hospital, fue instantánea: denunciar al periódico de Cádiz que había dado la noticia. Luego todo se fue tapando con comisiones, visitas de diputados y alguna pequeña mejora. Recordando el escándalo, el salinero mira alrededor, a los hombres postrados y a los que, sosteniéndose con bastones y muletas, están junto a las ventanas o se mueven por la sala a la manera de espectros, desmintiendo palabras como heroísmo, gloria y alguna otra de las que usan y abusan los jóvenes y los ingenuos, y también quienes viven a salvo de acabar en lugares así. Estos que contempla son hombres que en otro tiempo pelearon, como él, por su rey prisionero y por su patria ocupada, cobardes o valientes enrasados en la desgracia por el hierro y el fuego. Tristes, al fin, defensores de la Isla, de Cádiz, de España. Y ésta es su paga: cuerpos macilentos de ojos hundidos, expresiones febriles, pieles apergaminadas y pálidas que anticipan la muerte, la invalidez, la miseria. Raras sombras de lo que fueron. El mismo podría ser ahora uno de ellos, piensa. Encontrarse en lugar del cuñado, con esa cabeza abierta que no cicatriza nunca, o del infeliz que se retuerce amarrado al catre con una onza de plomo encajada en los sesos.

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