El alfabeto de Babel (37 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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Tras asegurarse concienzudamente de que no había quedado ningún papel en el suelo, guardó de una manera cuidadosa el contenido de la Chartham en una carpeta de plástico transparente con cremallera, que portaba en su bolsa y que contenía documentación para la reunión del hotel a la que no acudió tras la inesperada visita de Catherine. «¿Cómo es posible que haya hecho una cosa así? La creía mucho más inteligente como para ser capaz de cometer un error de este calibre.» Introdujo el «contenido» de la Chartham en su bolsa junto a tres ramas de adelfa que se habían quedado entre los sobres y los cuadernos que albergaba el cartapacio de la Chartham.

«Debo encontrar ese maldito pie de Tiziano.»

Grieg volvió a salir de nuevo al jardín y penetró en la oscura y ruinosa casa. Una por una, recorrió las habitaciones en busca de un vestigio. De uno en concreto, del niño que un día fue.

Recorrió el comedor y la sala de estar.

Se detuvo a observar el lugar en el que antiguamente estaba situado un gran armario en el que aún podía apreciarse sus contornos de pintura más clara. Grieg se dirigió hacia el rincón que antiguamente formaba el lateral del armario con la pared; allí se refugiaba de niño: era su escondite preferido de la casa.

Se agachó para observar, con detenimiento, y como si fuese un espectador ajeno, su propia letra y sus dibujos infantiles: soles y elipses, triángulos, flores con forma de margarita, cuadrados…

Un dibujo le dejó sin respiración.

Se trataba de un pentágono realizado con el pie de Tiziano como molde; tenía inscritas unas palabras en su interior.

El texto hacía alusión a una vieja canción que los niños cantaban… Los recuerdos acudieron de forma irrefrenable a su mente al evocar la letra de aquella vieja cantinela infantil, aquella que el grandullón del barrio le estuvo entonando socarronamente durante mucho tiempo sin que Grieg supiera, exactamente, el motivo.

Aquel matón de escuela, al que un profesor de matemáticas le puso el mote de «el Coroza», «porque era más tonto que el sombrero de paja que le ponen a los burros en verano», salió al encuentro de Grieg una tarde a la salida del colegio, precisamente al día siguiente de haberse llevado sin permiso el «cenicero» de casa de su
padrí.

El Coroza, que era cuatro años mayor que Grieg, le salió al paso y le obligó a que le entregase las canicas, los cromos de futbolistas y todo lo que llevase de valor encima y dentro de la cartera del colegio.

—¿Qué llevas ahí dentro, Grieg? —preguntó.

—¡Lárgate de aquí! ¡No voy a dejar que me robes nada!

—¿Qué manera de hablarme es ésa? ¡Ahora verás!

Los dos se enzarzaron en una pelea desigual. El Coroza acabó partiéndole una ceja a Grieg, que mientras sangraba, y desde el suelo, vio cómo el grandullón abría su cartera y tiraba los libros de texto al suelo. Del fondo de la maleta extrajo un libro de tapas duras:
La isla del Tesoro.
Sujeta a él con dos anchas gomas elásticas, el Coroza fijó su atención en la piedra con forma de pentágono.

—Te puedes quedar con el librito de los piratas, a mí no me va la lectura, eso es cosa de nenazas —voceó el Coroza mientras lo arrojaba con desdén a los pies de Grieg—, pero la piedra me mola y me la llevo.

Impotentemente, Grieg vio cómo se alejaba. Sin dudarlo, lo siguió hasta ver que se introducía en el bar-bodega que regentaban sus padres.

Grieg se detuvo frente al establecimiento.

Entrar a quejarse al padre del chico, desde la perspectiva de un niño, suponía una posterior represalia por parte del grandullón, de consecuencias muy dolorosas. Debido a ello, el Coroza no pudo dar crédito a sus ojos cuando vio cruzar la calle a Grieg con la ceja sangrando en dirección a la bodega.

Rápidamente el Coroza se introdujo hacia el interior.

Grieg se quejó al dueño del establecimiento alegando que su hijo le acababa de robar a puñetazos un cenicero de piedra que era de su
padrí.
El padre del Coroza, que ya había sido apercibido en numerosas ocasiones del comportamiento violento de su hijo, aprovechó la ocasión de que un niño denunciase personalmente un robo.

—No te da vergüenza robarle a un niño tan pequeño —le recriminó el padre—. ¿Lo que está diciendo es verdad?

—¡Es mentira! —se defendió el Coroza mientras miraba con ojos de odio a Grieg—. Se estaba pegando en la calle con otro niño y ahora me quiere cargar a mí las culpas.

El padre le amenazó muy seriamente: buscaría, palmo a palmo, por toda la casa hasta encontrar lo que aquel niño había venido a buscar, y hasta que no hubiese acabado, miraría si lo llevaba encima cada vez que saliese a la calle. Y empezó a registrarlo allí mismo, pero no encontró el cenicero en sus bolsillos.

—¿Cómo es de grande esa piedra? —preguntó el padre del Coroza.

Grieg le indicó el tamaño, tratando de dibujar la forma del pentágono con las dos manos.

—Escúchame bien —le conminó el padre al hijo—, si encuentro esa piedra… te llevaré al reformatorio, de eso puedes estar seguro.

Tras lo cual el bodeguero le ordenó al Coroza que no se moviese de allí. Grieg entró con el padre hacia la trastienda de la bodega donde estaba situado el domicilio privado y registraron la habitación del grandullón, pero no encontraron el cenicero.

El padre se disculpó con buenas palabras; le dijo a Grieg que fuese al dispensario a que le mirasen la ceja. El Coroza permanecía agazapado entre las sombras del bar en espera de su venganza.

Grieg salió de la bodega sabiendo que se había metido en un serio problema con el grandullón, pero nada comparado con lo que podría pasar si su
padrí
echaba en falta el cenicero.

Semanas y meses más tarde, Grieg estuvo oyendo cada vez que se cruzaba con aquel matasiete el mismo estribillo, en un tono de mofa, de aquella maldita canción, de la que nunca supo su significado exacto hasta aquel preciso momento:

Grieg lo recordó emocionado y con los ojos fijos en la pared donde estaba escrito aquel estribillo en el interior de un pentágono perfecto.

Por fin, tras muchos años, había comprendido el significado de aquella canción que burlonamente le cantaba el Coroza.

«Ya sé dónde está el pie de Tiziano, y voy a ir ahora mismo a por él», se dijo, dirigiéndose hacia la puerta principal de aquella casa semiderruida. Atravesó el perforado pasillo y salió sin demora al pequeño jardín exterior que se abocaba al Passatge de Permanyer.

Al ver el gran montón de ramas de árboles y troncos cortados con la sierra mecánica, Grieg pasó la mano sobre las mojadas y ya un tanto ajadas adelfas, que se amontonaban en la entrada como si quisieran recordarle «la titánica forma en que habían luchado por sobrevivir». Grieg extrajo de su bolsa las tres ramas de adelfa que se habían quedado junto a la Chartham.

«Dentro de pocos días los obreros arrasarán con todo esto.»

Gabriel Grieg atravesó el pequeño jardín y salió de nuevo al pasaje. Miró cuál de aquellas fincas le parecía que tuviese un futuro más prometedor para las adelfas.

Se aseguró de que nadie observara la acción que se disponía a acometer y penetró en un pequeño y muy cuidado jardín que tenía la puerta abierta.

Entonces, con suma delicadeza, plantó en la tierra mojada los tres esquejes de adelfa que llevaba en la mano.

41

«Nadie, absolutamente nadie, que esté implicado con la Chartham debe saber de mi existencia durante las próximas dos horas», pensó Gabriel Grieg al salir del Passatge Permanyer por el portón de la calle Pau Claris. Caminaba sin separarse de los portales y giraba la cabeza, de vez en cuando, para asegurarse de que nadie lo seguía.

Grieg supo, de un modo intuitivo, que la acción que iba a acometer al cabo de pocos minutos era, por varias razones, la más trascendente de su vida… En primer lugar, porque iba a saldar cuentas, por fin, con su pasado, y además, porque sospechaba que en la peana de mármol del reloj, el que Catherine había llamado «pie de Tiziano», se ocultaban claves complementarias del cartapacio de la Chartham.

No se había equivocado, en absoluto, al pensar que Catherine le traicionaría despojándole de la Chartham. «Quisiera ver la cara que pondrá cuando se dé cuenta de su gran error», pensó mientras transitaba por el Passatge Méndez Vigo, dando un rodeo, con el afán de asegurarse, completamente, de que nadie lo seguía.

Cuando pisó la calle Aragó se dirigió hacia el Passeig de Gracia, pero, de improviso, cruzó la calle y cambió de sentido encaminándose hacia el Passeig de Sant Joan.

Caminaba lo suficientemente despacio como para detectar cualquier movimiento, tanto de transeúntes como de automóviles, que le resultase anómalo.

Un suelo encharcado reflejaba sobre las aceras unos edificios sin gente en los balcones, bajo un cielo cada vez más gris. Grieg palpó la bolsa y la carpeta donde se encontraba el contenido de la Chartham y dudó en guardarla en un compartimento secreto situado en la espalda de su chaquetón, y que se había hecho confeccionar hacía algunos meses para esconder, si la ocasión lo precisaba, planos y documentos comprometedores en el desarrollo de su trabajo.

Grieg caminaba en contradirección respecto al sentido de la circulación, y la propia amplitud de la calle Aragó le proporcionaba una perspectiva que impedía que alguien le siguiese sin que él se percatase de ello.

Cuando llegó a la calle Bailen se detuvo.

Todo parecía normal.

Dio un giro completo a los cuatro chaflanes. Siguió sin ver nada extraño. «Tengo que estar completamente seguro de que nadie me sigue», se dijo mientras descendía por la calle Bailen hasta el capitolio de los Masriera; se detuvo ante él. Observó sus seis grandes columnas de estilo corintio y su enorme frontispicio. Dos grifos rampantes parecían proteger, bajo la incipiente lluvia, un palacio misteriosamente abandonado, que muchas décadas atrás fue un «templo del arte».

Grieg dejó pasar seis taxis que no tenían pasaje y detuvo el séptimo.

—A la Escuela Náutica —indicó mientras cerraba la puerta del taxi.

—¿A la Escuela Náutica? —preguntó el taxista, sorprendido, mientras le miraba por el retrovisor—. Hacía más de treinta años que nadie me pedía una carrera con ese destino. Usted querrá decir a la plaza Palacio.

—Eso es, a la plaza Palacio —contestó Grieg, percatándose de que el taxista era un auténtico veterano de la profesión.

—Disculpe si el coche, aunque aún de mecánica perfecta, ya está muy viejo y huele a gasóleo, pero me jubilo este año y lo he «obligado» a resistir hasta el final. Los dos ya nos vamos para el «desguace»… —sonrió amargamente el taxista intentando entablar con Grieg una imposible conversación, ya que él, con la mirada perdida entre los portales que pasaban a toda velocidad ante sus ojos, seguía pensando en las consecuencias que lamentablemente les acarrearía, a los dos, la traición de Catherine.

Cuando llegaron a la plaza Palacio, Grieg hizo detener el taxi frente a Las Siete Puertas. Contempló de un modo panorámico el Pía de Palau por espacio de varios minutos. Intentaba asegurarse, de nuevo, de que nadie lo perseguía. El taxista, intrigado, lo observaba por el retrovisor. «Nadie me ha seguido, estoy completamente seguro», pensó Grieg.

—A la iglesia de San Miguel del Puerto.

—De acuerdo, hacia allí vamos de inmediato —le contestó el taxista—. ¿Sabe cuál es el auténtico nombre de esa iglesia?

Grieg, que sabía perfectamente la respuesta, prefirió continuar con su estrategia.

—Siempre la he conocido como San Miguel del Puerto.

—No —le replicó el taxista—. Su nombre original es el de San Miguel Arcángel…, muy pocos lo saben…

El taxista empezó a dar datos históricos y arquitectónicos de la iglesia. Cuando llegaron al destino, Grieg pagó el trayecto desde fuera del coche.

—Mire —le expuso Grieg al taxista—, he comprobado que usted es un gran conocedor de Barcelona… Tengo que tramitar esta misma tarde una gestión muy importante y me serían muy útiles sus conocimientos acerca de la ciudad. ¿Podría esperarme? —Grieg sacó dos billetes de su cartera…

—Tómese su tiempo, yo le espero. Acabo de comer, y poder tomar otro café, esta vez reposadamente en esta tranquila plaza, me vendrá de maravilla.

—Tenga. —Grieg le entregó el dinero al taxista: una cantidad a cuenta que resultaba suficiente como para que el taxista le esperase varias horas.

Prefería no correr riesgos mientras se desplazaba por Barcelona.

Aquel conductor… era realmente un taxista.

No pertenecía a ninguna trampa tramada con el consentimiento de Catherine o de otras personas relacionadas con la Chartham.

«He de andarme con mucho cuidado, el verbo "confiar" es uno de los más traicioneros del diccionario», rememoró Grieg mientras daba un rodeo para asegurarse, de nuevo, de que nadie le seguía.

Los estrechos y cortos tramos de las calles del barrio marinera facilitaron su propósito. Caminó hasta la calle Ginebra y, tras recorrer un tramo, entró por la calle Atlántida hasta el mercado, y desde allí se adentró por Andrés Doria buscando la antigua bodega de los padres del Coroza.

«He llegado demasiado tarde», maldijo Grieg cuando comprobó que las puertas y las ventanas de la antigua bodega estaban enladrilladas. El viejo edificio había sido desalojado en espera de ser demolido.

Grieg se paró ante la puerta tapiada sin saber exactamente qué hacer. «¡No puedo detenerme ahora! ¡Debo comprobar si mis sospechas son ciertas!»

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