El alfabeto de Babel (60 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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En el número áureo.

En el número de Dios.

Ante los ojos de los numerosos curiales que, envueltos en la penumbra, asistían al
congressus,
apareció una basílica con forma de cruz latina formada por cinco naves, un crucero y un ábside.

Sobre la planta de formas absolutamente regulares y clásicas se elevaba un conjunto de tres fachadas denominadas: del
Naixement,
orientada hacia el este; de la
Passió,
al oeste; y la de la
Gloria,
hacia el sur.

Cada fachada mostraba cuatro torres coronadas por pináculos y erigidas dos a dos, lo que permitía la formación de un ahuecamiento central destinado a conjuntos escultóricos temáticos. Estaban conformadas para contener campanas tubulares alargadas e innovadoras.

Sobre la superficie de la gran pantalla, podían observarse las doce torres que se alzarían en el fabuloso templo una vez que estuviese concluido; cada una de ellas estaba dedicada a los Apóstoles. Muy por encima de éstas, se elevaban cuatro torres, aún mayores que las anteriores, en honor de los cuatro evangelistas. Desde el ábside se erigía la torre de mayor diámetro de todas, que se elevaba 130 metros del suelo y que estaba dedicada a la Virgen; por otro lado, majestuosa, se alzaba la de mayor altura, que partía desde el mismo centro del crucero.

Una inmensa torre central dedicada a Jesucristo.

Un gigantesco cimborrio coronado por una cruz de seis brazos lucía en lo más alto de la gigantesca torre de 173 metros de altura que se sustentaría una vez que se concluyeran las obras sobre pórfido: el tipo de piedra más dura y más noble utilizada en toda la obra.

—La recreación informática que tienen ante sus ojos —dijo Natsumi Oshiro, mirando hacia la pantalla— nos muestra el aspecto que tendrá el templo cuando la obra esté totalmente terminada. Si en la actualidad, y con tan sólo ocho torres acabadas y poco más de dos fachadas, la construcción es capaz de provocar la admiración, cuando presente el aspecto que ustedes están viendo —el evolucionado programa informático mostraba una recreación interna en 3-D de la totalidad del templo, mientras Oshiro continuaba con su exposición, aplicando un sosegado tono a sus palabras que salían de sus labios muy pausadamente— y la obra ya esté completamente acabada, será, no alberguen la menor duda al respecto, uno de los monumentos más fascinantes erigidos por el ser humano.

Los asistentes veían el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, que se erguía en medio de las dos torres olímpicas: el hotel Arts y la torre Mapire, y el rascacielos con forma de gran geiser de Nouvel; pudieron comprobar que entre la proyección virtual del templo que observaban en la pantalla de plasma y las de la obra real mediaba, aún, una gran diferencia, un gran periodo de tiempo.

—… el templo que nos ocupa —continuó Oshiro, algunos de los asistentes seguían la exposición con pequeños auriculares de traducción simultánea— tendrá en el futuro una especial trascendencia para la Iglesia católica…, algo que pienso exponer a continuación. Por esta razón, debemos lograr que las obras finalicen lo antes posible. Repito: lo antes posible. Esta noche abordaremos el modo de lograrlo. Para ello contamos entre nosotros con un importante miembro de la Asociación Josefina, que, como ya saben, es la propietaria del templo.

Los curiales miraron hacia un septuagenario que se encontraba sentado junto al ayudante de Oshiro encargado de manejar los tres ordenadores que tenía colocados sobre una mesa.

—Ustedes quizá no alcancen a comprender por qué la Iglesia católica, con miles de iglesias y cientos de catedrales repartidas por la superficie de todo el planeta, debe centrar su atención en una en concreto. —Oshiro dio unos pasos y se acercó hacia las primeras filas—. El templo que están viendo acabado de forma virtual será en un futuro próximo la simbolización del dogma católico por medio de la liturgia, y modificará incluso la forma de expresión en la celebración de los oficios.

Hubo murmullos en la sala.

—Desde el punto de vista de la comunicación con los fieles, las próximas dos décadas serán más importantes que los dos últimos milenios. La exposición que pretendo abordar tiene una importancia trascendental, porque la Sagrada Familia es la obra de un arquitecto que va camino de la beatificación y quién sabe si de la santidad. Su forma de concebir a Dios se adelantó a los tiempos y ese capital espiritual debe saberse materializar adecuadamente, ya que supone el mayor caudal de renovación «comunicacional» que tendrá la Iglesia en un futuro inmediato. De hecho, debe trasladarse a los memorandos de inmediato.

En aquel momento, el programa informático mostró una serie de paralelismos entre la arquitectura orgánica de Gaudí y la forma de las ramas de los árboles y las relaciones entre las superficies conoidales, formas geométricas paraboloides e hiperboloides con el tronco y las ramas de un abedul y la hoja de una acacia. Sobreimpresionadas sobre las imágenes, aparecieron las figuras que Oshiro pensaba desarrollar en su planteamiento.

Entre ellas se pudo ver la imagen del jesuita Teilhard de. Chardin bajo los apartados de «Noosfera» y «Cosmogénesis»: la mejora espiritual y comunicativa. También apareció Ernst Haeckel, biólogo y filósofo alemán, discípulo de Darwin. Está documentado que Antoni Gaudí tomó algunos apuntes que formaban parte de sus estudios, como modelo para muchas de sus construcciones, en especial para el Pare Güell. Dibujos tales como: radiolarios, esponjas, sifonóforos, medusas y algunos hongos.

—Hace un año —prosiguió Oshiro con su pausado discurso— detectamos en el subsuelo de una obra de Antoni Gaudí, que por razones de seguridad ahora no revelaremos, una cavidad desconocida hasta entonces. En un principio, empleamos un equipo de ondas sonoras para estudiar su contenido, pero posteriormente, y debido a las dificultades que encontramos para acceder a la cavidad, lo logramos utilizando un pequeño robot denominado «Pyramid Rover», el mismo que se empleó para explorar los conductos de ventilación de la pirámide de Keops. Tal tecnología nos permitió hacer un trascendental descubrimiento del que me enorgullezco de hacerles partícipes esta noche.

70

En el silencio de la noche, se oyó el zumbido de un motor eléctrico, y la torre de Sant Maties situada en la fachada del Naixement de la Sagrada Familia empezó a vibrar de un modo casi imperceptible.

El ruido lo provocaba un ascensor que transportaba a Catherine y a tres hombres vestidos elegantemente con trajes oscuros y que portaban unas pequeñas insignias de plata con forma de alabarda en la solapa de sus americanas.

Tras salir del ascensor, uno de los vigilantes comprobó que la gruesa puerta de hierro que conduce hacia el campanario de la torre de Sant Maties estuviera cerrada. A continuación, se dirigió hacia las escaleras helicoidales de la misma torre que descienden hasta el portal del Roser y, tras cerrar con un candado el portón, bajó por los escalones para comprobar que nadie estuviese oculto en ellos.

Otro guardián, después de cerciorarse de que nadie se hubiese escondido en el balcón con forma de trifolio que se aboca directamente al lateral del ábside, se dirigió hacia la puerta que conduce hacia la torre de Judes Tadeu y se aseguró de que estuviese perfectamente cerrada y regresó de nuevo.

—Todo está en orden —le dijo al vigilante que estaba encargado exclusivamente de la custodia de Catherine, tras lo cual se introdujo en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja.

Catherine, vigilada muy de cerca por el único de los tres guardaespaldas que se habían quedado en el hermético interior de la alargada torre, desconocía el motivo por el que la habían conducido hasta allí y por qué estaba retenida, pero era muy consciente de que el corpulento individuo de cabeza rapada al uno que tenía delante, sin duda alguna, obedecía órdenes muy precisas; bajo ningún concepto la dejaría marchar de allí hasta que sucediera lo que estaba previsto.

«Estoy metida en un buen lío. Ellos creen que les miento y que tengo en mi poder la Chartham y el pie de Tiziano… Y para acabar de complicar las cosas, no he podido acudir a la cita con Grieg, que es quien, en realidad, retiene los objetos. Me han traído a este lugar porque…»

Catherine se vio obligada a abandonar sus pensamientos.

De una ménsula situada en el exterior de la torre de Sant Maties, había visto descender la silueta de una persona que se recortaba a contraluz, y que de un ágil movimiento se introdujo en una de las balconadas de piedra.

Mientras trataba de disimular su estupor, Catherine sospechó lo que estaba sucediendo. Centró absolutamente la atención en el inexpresivo rostro del corpulento guardaespaldas que tenía delante y que no paraba de mirarla directamente a los ojos.

Desconcertada, vio confirmadas sus primeras sospechas: la sombra que había descendido de la ménsula era la de Gabriel Grieg, que mediante movimientos silenciosos y casi felinos se estaba acercando lentamente al vigilante.

«¿Qué lleva en la mano?», se preguntó, intrigada, Catherine. En un segundo, vio cómo las facciones del hombre que la custodiaba se distorsionaban terriblemente al contraerse en una mueca de dolor cuando la mano izquierda de Grieg presionó fuertemente su cuello.

El vigilante de pelo rapado al uno emitió un gruñido.

Al instante, Grieg aprovechó aquella circunstancia para introducirle una bola de espuma amarilla en la boca, después, mediante un rapidísimo movimiento, lo derribó.

Ya con el vigilante en el suelo y boca abajo, le colocó las manos en la espalda, y con una tira de plástico le ató fuertemente; le ligó primero las muñecas y, a continuación, con otra tira, los tobillos.

El guardián, sin saber quién le había atado y amordazado, gritó desesperadamente, pero únicamente eran perceptibles unos casi inaudibles gruñidos.

Catherine sintió que Gabriel Grieg fijaba en ella, durante dos segundos y de un modo intenso, su mirada; después la tomó del brazo y la condujo en volandas hacia el tramo de escalera que asciende hacia la torre de Judes Tadeu. Se detuvieron frente a una robusta puerta de hierro con gruesos forjados, desde donde era visible el gran árbol de la Vida, situado en el mismo centro de la fachada del Naixement.

Todo había sucedido tan rápido que a Catherine no le dio tiempo de pronunciar ni siquiera una sola palabra.

Grieg se detuvo delante de un panel con dieciséis teclas, que en realidad era una llave electrónica que controlaba una cerradura de seguridad. De memoria y sin vacilar ni por un momento, introdujo una clave de ocho dígitos.

Un ruido seco y metálico se oyó, e inmediatamente la puerta accionada por un mecanismo eléctrico se abrió.

Catherine, en tanto él volvía a cerrar la puerta una vez que hubieron entrado los dos, contempló claramente el rostro de Grieg iluminado por la blanquecina luz que penetraba desde el exterior. En sus perfiladas facciones, percibió la grave determinación de un hombre en el que, por primera vez, creyó intuir el recuerdo de una persona que ya conocía con anterioridad a su encuentro en el hotel.

Tras escrutar su forma de actuar y el modo en que había utilizado las bolas de espuma y las tiras de plástico para inmovilizar en escasos segundos al fornido vigilante que la retenía, a Catherine le resultó imposible no formularse una pregunta.

«¿Quién es, en realidad, Gabriel Grieg?»

71

Natsumi Oshiro señaló con el dedo índice de su mano izquierda la sugestiva imagen que brillaba intensamente en un gran monitor de plasma, situado en la espaciosa y regia sala del Palau de Pedralbes, donde se estaba celebrando el
congressus.

La imagen era, en realidad, una cromolitografía realizada a principios del siglo XX. En ella, podían contemplarse a dos hombres dialogando en la proa de un bergantín de tres palos y veintiocho metros de eslora, armado con diez cañones, que navegaba frente a las costas de la Patagonia. Uno de ellos, era un joven de veinticuatro años. El otro, de mayor edad, llevaba calada una gorra de marinero. Los dos conversaban educadamente, pero en la expresión de sus rostros se podía vislumbrar claramente un rictus de contenida vehemencia, provocado por la taumatúrgica naturaleza del espinoso tema sobre el que transitaba su conversación.

Desde la última fila de la sala, envuelto totalmente por la penumbra, el cardenal Fedor Münch permanecía sentado e inmóvil, cuatro filas más atrás de donde estaban situados los destacados miembros de la curia vaticana, que seguían con atención la disertación del hombre de rasgos orientales, que se dirigía a ellos con un tono de voz nítido y de una manera acompasada.

El cardenal Münch, que había reconocido perfectamente quiénes eran aquellas dos personas que mantenían una controversia en la proa del barco, prefirió centrar la vista en la —para él— muchísimo más placentera imagen que se proyectaba en otra pared de la gran sala.

En la segunda imagen, podían apreciarse, sobre un fondo azul, dos manos de gran tamaño, gigantescas. En la «superficie de la piel», eran visibles unas grietas diminutas que hacían pensar que se trataba de una pintura al fresco que el transcurso del tiempo ya había empezado a deteriorar.

Las dos manos, pertenecían, cada una de ellas, a un «ser diferente».

Ambas manos tenían los dedos índices extendidos, pero mientras la de la izquierda aparecía lánguida y débil, como si le faltase energía, la otra, que acudía en su ayuda, mostraba la más pura determinación con la que jamás ningún ser humano fue al encuentro de otro.

Para insuflarle la vida.

Münch contemplaba con absoluta devoción aquella imagen, reproducida millones de veces en los libros de arte del mundo, donde una mano iba a contactar con la otra.

—En la proa del barco —dijo Natsumi Oshiro mientras caminaba lentamente— pueden observar a dos hombres. Uno de ellos se llamaba Fitzroy, y era el capitán del bergantín
Beagle.
Un defensor acérrimo de los valores cristianos y de la Biblia…

Münch, muy consternado por la naturaleza de aquel
congressus,
continuaba observando aquellas esclarecidas y atemporales manos. Para él, constituían la alegoría más perfecta y pura jamás pintada por un artista para simbolizar la Creación. Una de ellas, pertenecía a Adán un segundo antes de recibir por parte de Dios el don de la vida.

Una mano pertenecía al Creador.

Y la otra, al aún «no creado» Adán.

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