—Sí. Germán Morales. —Grieg leyó el nombre que estaba anotado en la puerta del camión sobre el logotipo de la empresa «Sacos Cunqueiro»—. ¿Qué pasa?
—Verá, soy un empleado del Ayuntamiento y quisiera poner en su conocimiento un asunto muy importante.
—A ver, espere que no puedo hablar con el móvil mientras conduzco. —Grieg esperó unos segundos para volver a hablar—. A ver, ¿qué pasa con el Ayuntamiento?
—Sí, se lo explicaré. Usted acaba de recoger un saco con ladrillos y restos de troncos del Palau Robert, situado en el Passeig de Gracia número 117.
—Sí. ¿Qué pasa?
Catherine estaba al borde del colapso, pero seguía impertérrita a su lado sin moverse y con el ramo de adelfas en una mano, inmóvil, como si toda ella fuese una estatua más de los jardines.
—Preste mucha atención —dijo la voz—. Detenga inmediatamente el camión y espere a que lleguemos hasta donde usted está ahora. Tómese la orden como si se la estuviese dando su jefe, el señor Cunqueiro.
—Si el señor Cunqueiro quiere algo de mí, que me llame él. Sé por experiencia que si no es así, después todo son problemas.
—Ya me he puesto en contacto con su oficina —dijo el que se había presentado como funcionario del Ayuntamiento con el tono de voz cada vez más nervioso—, pero el señor Cunqueiro está de viaje.
—Pues que me llame la secretaria y me lo haga saber.
—¡Escúcheme! ¡Estamos hablando de un asunto muy grave!
—Oiga. No puedo estar parado con el camión en medio de la calle. ¿Qué quiere?
—Por favor, dígame, ¿dónde se encuentra usted ahora?
Catherine, que únicamente tenía conocimiento de la mitad de la conversación telefónica, era incapaz de comprender qué tramaba Grieg.
—Si yo los espero aquí, ¿quién me va a pagar las horas?
—… dígale que le indemnizaremos con una generosa compensación cuando lleguemos allí… —Oyó decir Grieg a alguien situado junto a la persona que estaba hablando con él por teléfono.
—Descuide que cobrará por su trabajo. No se inquiete por el dinero, eso ya lo arreglaremos. Por favor, espérese ahí mismo. ¿Dónde está ahora?
—Estoy parado al final de la Diagonal, frente al parque de Cervantes. No tarden, porque estoy montando un jaleo del demonio —mintió Grieg con su extraña voz, mezcla de ronquido y estertor.
—No lo olvide. No se mueva de ahí bajo ningún concepto. ¡Vamos hacia allí ahora mismo!
Grieg pulsó una tecla y se guardó el móvil en un bolsillo de su chaqueta.
—Me quieres explicar de una maldita vez qué es lo que estás tramando —gruñó una Catherine, sorprendida y desbordada, mientras le devolvía el ramo de adelfas a Grieg.
—Sé muy bien lo que hago. Confía en mí. Sigamos paseando, ya sabes, como dos enamorados.
Catherine y Grieg pasaron junto al camión y se detuvieron simulando que contemplaban la fachada modernista de la casa Buenaventura Ferrer. Grieg, sin dejar de mirar de reojo, aprovechó un momento de descuido, cuando vio que el camionero conversaba con un camarero que atendía las mesas de una terraza-bar.
—¿Puedo saber qué te propones, Gabriel? —preguntó Catherine, malhumorada.
—Ahora te lo cuento.
Medio encorvado, Grieg subió a la cabina del camión por la puerta del acompañante y dejó el ramo de adelfas sobre el volante. Después, sin abandonar la posición, lanzó el móvil desde la ventanilla trasera del camión hasta el interior de uno de los sacos. El pequeño teléfono se deslizó hasta el fondo con la celeridad de una piedra. A continuación, volvió con Catherine y la tomó de la mano.
—Bueno, ahora disponemos de algunos minutos de calma hasta que aparezca la Chartham —vaticinó Grieg mientras Catherine contemplaba con desesperación cómo la caravana de los Mercedes-Benz se alejaba a toda velocidad por la Diagonal en dirección hacia la Zona Universitaria.
—¡Se van! ¡Se van con la Chartham! —imprecó Catherine, desesperada.
—Nada de eso. No se van con la Chartham —exclamó Grieg—. ¡Ellos harán que nosotros encontremos la Chartham!
—¡Bueno, ya está bien, Gabriel Grieg! ¡Exijo que me aclares qué te llevas entre manos!
—Está bien, te lo contaré. Te lo explicaré mientras nos tomamos un café. ¿No te apetece ahora un buen café…? ¿Un café jamaicano bien cargado, caliente y cremoso? Ven, vamos a sentarnos a una de las mesas que están en esa terraza-bar junto al camión.
—¿Tomar café? ¿Ahora te quieres tomar un café? —preguntó con el rostro desencajado Catherine.
—Sí, aún quedan unos minutos para que la Chartham… Bueno, no sé cómo decírtelo… Hasta que la Chartham nos caiga literalmente del cielo.
Catherine dejó caer poco a poco la cabeza como si de pronto no tuviese fuerza suficiente en los músculos del cuello para sostenerla. Después lanzó un profundo suspiro.
—Yo no sé qué estoy haciendo aquí contigo —dijo ella fuera de sí—. Tú, Gabriel, no es que te hayas vuelto loco de repente. Tú directamente estás loco. Ya naciste loco.
—¡Mujer de poca fe! —imprecó Grieg, imitando la atiplada voz de un viejo párroco mirando hacia el cielo gris oscuro—. Voy a demostrarte que estás equivocada. Pero para ello debemos sentarnos en esa terraza. Te lo explicaré mientras saboreamos una taza de café.
Se sentaron junto a una mesa situada a diez metros del camión en el que se estaba cargando el último saco de escombros.
—¡Por el amor de Dios! —insistió Catherine—. Estamos perdiendo un tiempo precioso.
—¿Qué desean tomar los señores? —preguntó el mismo camarero que antes conversó con el camionero.
—Tráiganos dos Blue Mountain —encargó Grieg, con el dedo índice extendido—. Ahora nos tomaremos tranquilamente el café jamaicano, mientras ese camionero tan amable, que ha estado a punto de matarnos y ni siquiera nos pidió perdón, nos ofrecerá una increíble actuación mímico-mágica denominada: ¡la Chartham cae del cielo!
—Pero se puede saber qué estás diciendo…, qué pena. Eres un pobre orate. Me encuentro mal… —declaró angustiada Catherine mientras se convenció de que Grieg se estaba vengando del secretismo que ella le había aplicado y de la manera cruel como se había presentado en el hotel Casa Fuster la tarde anterior.
—No te haré sufrir más, Catherine. La llamada que he atendido haciéndome pasar por el camionero es la confirmación de mis suposiciones. Mi
padrí,
según indica el plano del triángulo, hace más de treinta años enterró la Chartham en el sótano del Violí del Cinc d'Oros, junto a la ventana que el melenudo canoso y el sacerdote examinaban. Al estar situado el paquete que enterró junto a una entrada de luz y de agua de lluvia, los esquejes de la adelfa, que son muy activos y poderosos, germinaron y, poco a poco, durante el transcurso del tiempo, fueron introduciendo sus raíces entre los intersticios de los ladrillos y las piedras en busca de alimento. Hasta que el tallo se hizo tan grande que resquebrajó el respiradero.
—¿Estás seguro de eso?
—Muy pronto lo comprobaremos. La planta lo único que ha hecho es envolver la Chartham. Si la adelfa no hubiese germinado, ahora mismo ellos habrían escarbado y tendrían la maleta con la Chartham y el reloj en su poder. O se la hubiese quedado cualquiera de los obreros que han hecho la reforma. Si llegamos a venir cinco minutos más tarde nunca lo hubiésemos descubierto, pero ellos sí.
Catherine le interrogó con la mirada.
—Hubiesen seguido el rastro de ese camión —Grieg lo señaló con el dedo— hasta el vertedero. Pero gracias a las adelfas, ahora mismo les llevamos ventaja.
—Demuéstramelo, por favor —exigió Catherine.
—Hace unos minutos tan sólo, albergaba serias dudas al respecto, pero deduzco por el tono y el interés que han puesto en la llamada telefónica, y el dinero ofertado al camionero, que en el interior de ese saco rebosante de troncos arbustivos —Grieg lo señaló disimuladamente— hay encerrado, como la pulpa en el interior de un coco tropical, algo de gran valor. Sólo tenemos que esperar a que el camionero nos lo ofrezca.
El camarero les sirvió los cafés, y Grieg los pagó al instante.
Catherine, con la respiración contenida, evaluaba rápidamente la situación. «Si Grieg supiera exactamente lo que se está dirimiendo en estos momentos, no estaría tan tranquilo», pensó tratando de analizar, muy desbordada, la extraña ilación que Grieg planteaba.
—¿Crees posible eso? —preguntó ella mientras veía que Grieg acercaba a sus labios la humeante taza de café.
—Sí. Ellos mismos me lo han confirmado al llamar al camionero y prometer recompensarle espléndidamente para que les esperase en la Diagonal. ¿No crees?
—Por primera vez empiezo a creerte —dijo Catherine, estudiando las facciones del transportista—. ¡Debemos hablar con el camionero y decírselo!
—¿A quién? ¿A ése energúmeno? —murmuró Grieg—. Ni se me pasa por la cabeza. Como vea que mostramos interés y sospeche que lleva algo de valor en el camión, es capaz de llevarse el saco a casa y repasarlo raíz a raíz. Nada de eso. Además, es conveniente que no se fije demasiado en nosotros, así no nos relacionará. Por cierto, el café está buenísimo y aún no le has dado ni un sorbo.
—No estoy para cafés ahora —afirmó Catherine, que intentaba analizar una situación que no acababa de comprender—. Explícame en qué consiste tu plan.
—Mira, ahora el camionero acaba de cargar el último saco y está colocando la grúa en posición de conducción, para llevar los escombros al vertedero. ¿No es así?
—Sí. Así es.
—Ahora se dirigirá hacia la cabina del camión y le extrañará ver un ramo de adelfas encima del volante. ¿Ves? Ya lo está mirando, pero no le concede mayor importancia. Lo ha dejado en el asiento del acompañante. Ahora va a poner el camión en marcha, pero no encuentra la llave.
—¿Y qué crees que hará ahora? —preguntó Catherine, intrigada.
—Tratará de relacionar el ramo con el hecho de que no esté la llave puesta en el contacto. Bajará del camión y se dirigirá hacia el saco lleno de troncos y ramas de adelfa.
—Es verdad, fíjate está subiendo al camión.
—Ahora tratará de pensar si se le han caído las llaves del camión mientras manipulaba el saco, pero se dará cuenta de que eso no es posible, porque se desplazó desde el Palau Robert hasta aquí: por lo tanto, las llaves deberían estar en el contacto.
—Y cuando se dé cuenta de ello, ¿qué pasará? —Catherine tenía el corazón en un puño.
—Ahí entran nuestros amigos.
—¿Qué amigos?
—Los que se desplazan en Mercedes de color negro por Barcelona. Recuerda lo que les dije cuando suplanté al camionero: que me encontraba en el inicio de la Diagonal.
—Claro —exclamó Catherine tras lo cual dio un largo sorbo al café—. Ya comprendo. Ahora se habrán dado cuenta de que el camionero no está allí y lo llamarán al móvil.
El camionero seguía con el ramo de adelfas en la mano, como un novio desconcertado por la tardanza de su novia, tratando de comprender qué sucedía.
De pronto, oyó en el interior del saco, en el fondo, sonar un teléfono. Su teléfono móvil, que reconoció de inmediato por el himno deportivo de la melodía.
Sin demora, lanzó al suelo el ramo de adelfas.
Arrojó a la acera las pequeñas ramas y los tallos más grandes, ya que el resto de los sacos estaban llenos hasta rebosar y entre ellos no había espacio libre.
—No le dará tiempo a vaciar el saco, la llamada se cortará porque se activará el buzón de voz —dijo Catherine en el mismo momento en que el sonido del móvil dejó de sonar.
El camionero detuvo su frenética búsqueda, ansioso por saber quién le estaba llamando y quién era el que le había gastado aquella maldita broma pesada. «Se va enterar bien enterado quien haya sido», maldijo con dos gruesas ramas de adelfa en las manos.
—Volverán a llamar todas las veces que haga falta hasta que alguien conteste —aventuró Grieg—, de eso puedes estar completamente segura.
Al reanudarse de nuevo la melodía del móvil, el camionero ya había vaciado casi la mitad del saco y hundía su cabeza en él. Grieg analizaba los troncos y ramas arbustivas conforme iban cayendo a la acera.
Vio caer uno.
Vio caer otro.
Y otro.
De pronto, su vista se fijó en uno cortado con una sierra mecánica, de forma alargada y rectangular, excepto por uno de sus extremos, en el que habían numerosas raíces de unos cinco centímetros de longitud, que habían sido cercenadas.
Aprovechando que el camionero seguía con la cabeza metida en el interior del saco, mientras el teléfono no dejaba de sonar, Catherine y Grieg se acercaron hacia aquella sección del tronco y miraron en su interior.
Un desvencijado trozo de arpillera se retorcía entre aquellas raíces.
Un destello brillante y dorado de lo que parecía ser el cierre de una cartera de mano refulgió en su interior.
Cuando Catherine y Gabriel Grieg se detuvieron frente a la elegante entrada de un pasaje, densas y oscuras nubes se desparramaban desde la falda de la montaña del Tibidabo en dirección hacia el mar, derramando una imperceptible lluvia.
Las estatuas de un niño y una niña sostenían un escudo oval atacado por el mal de la piedra, donde con mucha dificultad, aún, podía leerse el nombre del pasaje.
Recuerdos dolorosos y mal olvidados atenazaron a Grieg al contemplar, de nuevo, un escenario de su niñez al que se había negado a volver desde hacía más de treinta años: el Passatge de Permanyer.
—He oído hablar muchas veces de este pasaje, pero nunca había estado anteriormente en él —reconoció Catherine al leer el nombre forjado en las puertas de hierro.
—Yo sí, pero desde entonces han pasado muchos años. —Grieg lanzó un imperceptible suspiro mientras sujetaba con fuerza la bolsa que podría contener en su interior la Chartham.
Un cartel, «Pasaje Particular. Aparcamiento reservado sólo a vecinos», junto a la garita de un vigilante y bajo una señal de prohibido aparcar, retenía en su interior aún el halo frío de la ciudad de otros tiempos mucho más oscuros. El pasaje, estrecho y corto, estaba completamente flanqueado por docena y media de elegantes residencias en distinto grado de conservación, según fueran o hubiesen sido sus moradores.
Grieg no quiso dejarse arrastrar por los recuerdos, y apartó de su atención cualquier detalle que no estuviese estrictamente relacionado con el intrincado asunto que le había llevado hasta allí. Centró su interés exclusivamente en una finca de la que no apartaba la vista ni un sólo instante.