—Naturalmente —contestó Catherine, sin querer que la conversación derivase hacia una clase de geometría—. Pero continúa. ¿Por qué tocaste un objeto que era… «pringoso y pestilente»?
—Sólo era un cenicero. Lo recuerdo perfectamente. Era un cenicero.
Catherine se quedó durante unos segundos completamente inmóvil. No podía dar crédito a lo que acababa de oír.
—¿Que el pie de Tiziano del reloj del cardenal Granvela, uno de los objetos más secretamente buscados por una élite muy reducida de iniciados, hacía… —Catherine tomó aire mientras pensaba lo erróneas que habían resultado las pesquisas que situaban la Chartham en poder de una importante orden religiosa, durante la mayor parte del siglo XX—… las funciones de cenicero? ¿Me estás diciendo esto? ¡No puedo concebir un despropósito mayor! ¿Por qué?
—La figura pentagonal tenía una pequeña concavidad en su centro que le confería forma de cenicero —adujo Grieg.
—Que tuviese un hueco en su centro no lo transformaba en un cenicero.
—Si hubieses conocido a mi
pudrí…
. Era un fumador empedernido. Fumaba varios paquetes de tabaco rubio al día. Tenía ceniceros esparcidos por todas partes. Cualquier objeto que fuese susceptible de esa función se convertía automáticamente en un cenicero, ya fuese un plato chino de porcelana o una concha marina. La casa entera olía a tabaco. Para un niño como yo, no tenía nada de extraño que aquel objeto ahuecado en su centro también fuese un cenicero.
—No comprendo.
—Recuerdo que aquel cenicero me servía para dibujar pentágonos perfectos. Perfectos —remarcó Grieg—. Cuando aquella mañana mi
padrí
empezó a requisar mis amuletos, mis cuadernos de dibujo y cualquier libro que contuviera dibujos, me dio tiempo de enterrar bajo ese sicómoro mi querido libro de
La isla del Tesoro,
que estaba repleto de dibujos de pentágonos. Pero, como puedes ver, alguien —Grieg dejó caer lentamente su mirada sobre Catherine— lo encontró. No estoy seguro de si me dio tiempo a ocultar más cosas en un estrecho pasadizo que hay detrás del cobertizo.
—Tenemos que estudiar el contenido de la Chartham. No comprendo tu negativa —inquirió Catherine.
—Dame una razón convincente para abrirla; entonces, lo haremos —dijo Grieg muy seriamente.
—¿No sientes curiosidad por ver el contenido de esta maravillosa cubierta?
—No —contestó inmediatamente Grieg—. En absoluto. Hasta ahora compartíamos un mismo objetivo: el de conseguir la Chartham. Yo la buscaba como elemento de trueque; tú, por unos intereses que aún no me han sido revelados. Pero una vez que obra en nuestro poder… A partir de ahora, me temo que nuestra relación va a experimentar cambios drásticos.
—Explícame eso.
—No te hagas la ingenua conmigo, Catherine, si es que en realidad ése es tu nombre. ¿Quién se quedará la Chartham?
—Eso ya lo discutiremos. Primero analicemos su estructura.
—¿Lo ves?
—¿Qué es lo que tengo que ver?
—No has dicho «dibujo» ni «obra de arte» ni otro término equivalente. El tema, sin duda, está relacionado con Pieter Brueghel,
el Viejo,
uno de los más grandes genios de la historia de la pintura universal. Hablas de estructura, o sea, que dominas perfectamente el tema. Y yo no. ¿Comprendes?
—Tú mismo te creas demasiadas complicaciones, Gabriel.
—Y tú pretendes gobernar en exceso mi vida, Catherine. No se trata de ser desconfiado, sino precavido. La fuerza de cohesión que nos une desaparecerá en el momento que veas su interior. Estoy convencido de que aunque yo no me percatase, tus hermosos y expertos ojos irían a incidir en un punto concreto que probablemente te diese las claves del enigma.
—¿Qué quieres hacer ahora, Gabriel?
—Eso dependerá de tus exigencias, Catherine.
—Está bien, te lo diré: quiero la Chartham y el reloj completo de Perrenot.
—O sea: todo.
—Todo no. Falta la peana del reloj —matizó Catherine.
—O sea, que sólo nos une el… pie de Tiziano.
—En el momento en que aparezca el pentágono de mármol, te garantizo que si me lo das, tu vida volverá a la normalidad. Recuperarás tu libertad y desaparecerán definitivamente todas las amenazas.
—La libertad…, la vida… —Grieg separó visiblemente las manos—. Hablas como una sacerdotisa. ¿Acaso eres tú quien decide eso, o son los que van a exhumar el cadáver de mi
padrí?
¿O acaso estás moviéndote de espaldas a ellos? Todo no puede ser, Catherine. Comprende que guarde recelos hacia ti.
—Me obligaste a que admitiera que conozco al hombre de la melena canosa. —Ella se mostraba progresivamente más nerviosa—. Es mejor que no sepas quién es. Y cuanto menos conozcas de mí, mejor para ti.
—No me lo pongas aún más difícil.
A Grieg le daba la impresión de que su vida se repetía, más de treinta años después, como si estuviese ante la pantalla de una sala de montaje cinematográfico.
—Pues estamos en un
cul de sac,
en un callejón sin salida. ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Catherine con exigencia.
—Y si te dijese que puedo encontrar ese pentágono de mármol que falta y reunirlo en cuestión de tres minutos con la Chartham y el reloj de Perrenot —aventuró Grieg mientras cogía el cortafrío y el martillo.
—En ese caso la «negociación» sería muchísimo más sencilla —le contestó Catherine con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres decir que el pie de Tiziano está en esta casa?
—Creo que sí.
—Pues vayamos a buscarlo sin demora.
—Hay un pequeño problema.
—Te escucho.
—Voy a buscarlo en un escondrijo donde ocultaba mis cachivaches de niño. El lugar donde está es un hueco donde ya me costaba pasar cuando era pequeño. Imagínate ahora… No podemos entrar los dos.
—Y…, ¿dónde está el problema? Sube tú solo… —propuso Catherine mientras leía en el rostro de Grieg un rictus de desconfianza—. No estarás insinuando…, poniendo esa cara, porque no te fías de mí. ¡Por favor, Gabriel…!
—Hasta que no me digas quién eres, y a quién sirves, me resulta muy sencillo responder a tu pregunta. No quiero que analices, como tú dices, la estructura de la Chartham.
—¡Me insultas, Gabriel! ¡Qué desconfiado eres! ¡Es terrible que pienses que me voy a escapar con la Chartham!
—No he pensado que te esfumaras con la Chartham. He dicho que no quiero que la analices, al menos hasta que me expliques algunas cosas.
—Se diría que tenemos un verdadero nudo gordiano de muy difícil resolución —declaró Catherine.
—Exacto.
Grieg buscó alrededor del cobertizo y cogió un trozo de cuerda que estaba en el suelo.
—¿Para qué diablos quieres esa cuerda?
—Ya lo verás. Vuelve a guardar los elementos en el interior de la maleta, por favor.
—¡Esto es el colmo! —protestó Catherine, pero empezó a introducir el reloj y la Chartham en la maleta, y posteriormente la cerró con el cierre metálico.
Grieg separó la cuerda con sus manos, y cuando se disponía a hacer un nudo especial de montañero, un nudo irrepetible que era como su propia firma, se fijó en un detalle que le hizo cambiar de opinión.
—Sígueme, no te separes de mí.
—Pero… ¿no ibas a atar con una cuerda la cartera para que yo no pudiera abrirla?
—Sí, pero ya no es necesario.
—¿Por qué?
—Ya se han encargado de ello las adelfas.
—¿Otra vez las adelfas? —preguntó Catherine mientras subía con dificultad unos estrechos y empinados escalones—. ¿Dónde están las adelfas?
—En el broche del cierre metálico, si te fijas bien, ha quedado atrapada un trozo de rama seca. Si abres el pasador, se romperá y te será imposible encontrar otra igual en cien años. Fíjate qué forma tan extraordinaria tiene.
—¡Oh! —exclamó Catherine.
En el cierre de la maleta había quedado trabada una rama seca, con una forma muy similar a la de una cruz de seis direcciones con las que Antoni Gaudí acostumbraba a rematar, en lo más alto, sus construcciones. Si alguien abría la maleta, esa suerte de precinto se rompería al instante, y Grieg se daría cuenta.
Cuando llegaron a la parte superior del tramo, Grieg se introdujo por un estrecho hueco que iba a dar al espacio que quedaba entre la pared del cobertizo y el edificio adyacente.
Catherine se quedó junto a una pequeña portezuela que tenía las bisagras rotas.
Grieg atravesó con alguna dificultad un estrechísimo tramo de un metro y medio. A continuación, empezó a golpear con el cortafrío y el martillo en un punto de la pared.
En aquel momento, le hubiese resultado muy sencillo pedirle a Catherine que le hablase para asegurarse de que ella permanecía aún allí.
Pero no lo hizo.
Sin poder evitarlo, acudieron a su memoria sus recuerdos infantiles, cuando jugaba allí mismo a enterrar el botín de
La Hispaniola,
de
La isla del Tesoro.
Aquel mismo lugar era donde se encontraba aquella mañana cuando su padrino le llamó para someterle al interrogatorio más duro de su infancia, y probablemente de su vida. Aún le parecía oír la dureza de aquellas preguntas: «¿Estás completamente seguro de que no has cogido un cenicero de forma pentagonal que estaba en mi despacho? ¡Dime la verdad!». Grieg lo recordó mientras contemplaba la misma veleta, sobre el cielo gris y lluvioso de Barcelona, con forma de velero, que formaba parte de sus juegos infantiles, y que solía imaginar navegando por un proceloso mar de los Sargazos atestado de temibles bucaneros.
Catherine continuaba en silencio.
Gabriel Grieg, con un nudo en la garganta, canturreó muy débilmente la canción del libro de
La isla del Tesoro,
de R. L. Stevenson, mientras golpeaba con fuerza el martillo y el cortafrío sobre un punto concreto de la pared.
Son quince los que quieren el cofre del muerto…, oh…, oh…, oh…
Aquél era un momento donde su vida volvía, de una manera recurrente, al pasado, a reparar, quizás, algún error cometido con anterioridad. Grieg se dio perfecta cuenta de ello. Mientras, seguía contando los golpes en la pared…: trece…, catorce…, quince… Canturreó amargamente:
Oh…, oh…, oh…
El diablo y las copas ya dieron cuenta de todos,
el diablo oh…, oh…, oh… ¡Viva el ron!
Grieg seguía golpeando en un punto concreto de la pared. Procuraba que sus martillazos fuesen regulares y constantes para que Catherine supiera en todo momento dónde se encontraba.
Ella continuaba guardando silencio.
«Cuarenta y siete…, cuarenta y ocho…», contó Grieg mientras seguía canturreando:
El aguardiente y el diablo se llevaron a los demás,
oh…, oh…, oh…
Grieg golpeaba con fuerza la pared y miraba la veleta con forma de velero.
… setenta y cinco hombres se embarcaron y uno sólo volvió…
Y siguió contando los martillazos…: setenta y dos, setenta y tres, setenta y cuatro… Y ahí se detuvo. «El golpe setenta y cinco me lo reservo para ver si el "tesoro" sigue en la "cueva de la gruta" y la traición no se ha consumado», pensó Grieg mientras volvía a recorrer el corto y muy estrecho pasadizo, tras recoger todos los pequeños objetos que ocultó allí muchos años atrás. En lo que un día fue territorio de juegos y que quizá, ahora, le fuesen de gran utilidad, metamorfoseados, como por arte de magia, por lo extraordinario de las circunstancias.
Dentro de unos segundos podría comprobar si Catherine continuaba junto a la pequeña puerta que tenía las bisagras rotas.
O si se había fugado con la Chartham.
Catherine había desaparecido.
Gabriel Grieg descendió los empinados escalones y se dirigió hacia el lugar donde anteriormente estuvieron la Chartham y el reloj.
Y Catherine.
Se quedó durante unos segundos pensativo y ni siquiera se planteó salir corriendo tras ella. «Catherine ha cometido un error de consecuencias incalculables. Siempre se arrepentirá de lo que acaba de hacer. Cree que se ha apoderado de la Chartham y del reloj de Perrenot, pero lo único que ha conseguido, en realidad, es perder mi confianza.»
De pronto, se percató de que estaba oyendo, procedente del otro extremo de la casa, junto a la puerta de la entrada, una melodía que conocía muy bien, y que era reproducida por un instrumento musical muy rudimentario.
El sonido de una caja de música.
«No puede ser», pensó mientras oía el coro de
Nabucco,
de la ópera de Verdi. Grieg, inmediatamente, salió del cobertizo y cruzó el embarrado jardín interior. Penetró en la semiderruida casa y atravesó el horadado pasillo hasta llegar a la habitación donde sonaba la sincopada melodía.
Grieg se detuvo bajo el desvencijado marco de la puerta.
Ante sus ojos y sobre una repisa polvorienta, apareció la figura del tripudo y jorobado bufón de los ropajes granates y el capirote sobre la cabeza rematado por seis cascabeles.
No cesaba de girar mientras la música continuaba sonando.
El bufón sostenía en sus manos la pluma estilográfica de plata con forma de catana de Catherine y bajo su peana sobresalía un papel.
Grieg se acercó a la caja de música y tomó entre sus manos la cuartilla.
Se trataba de un mensaje.
En el centro de la hoja, aparecía dibujado un círculo negro bajo el que Catherine había escrito unas palabras:
Tienes tiempo hasta las diez de esta noche.
Hacía tan sólo unos minutos que Grieg había hablado del libro de
La isla del Tesoro
con ella, y Catherine lo aprovechó para dejarle una «carta negra»: la forma mediante la cual los piratas se daban aviso de muerte. «Tengo tiempo hasta las diez de la noche, ¿para qué? ¿Antes de morir, acaso? —se preguntó—. Catherine no se ha dado cuenta del error que ha cometido traicionándome.»
Tomó el bufón, la pluma estilográfica, la carta negra y se dirigió de nuevo hacia el cobertizo sin perder un segundo.
Entró en él y se acercó hacia unas cajas de cartón.
Las retiró y cogió del suelo lo que parecía ser una gran hoja de papel apergaminado, perfectamente doblada, varias libretas y tres sobres cerrados.
Se trataba de la totalidad del contenido que había en el interior de la Chartham, y que Grieg había extraído subrepticiamente, cuando Catherine bajó la guardia buscando el pie de Tiziano en el interior de la alacena.