—¡No puede ser! —dijo, y abrazó y besó a Grieg—. ¡No puede ser! ¡Es…!
Gabriel Grieg sostenía entre sus manos un cuadro, sin marco, de pequeñas dimensiones, de 25 x 25 centímetros, donde estaba representada, a todo color y mediante la más exquisita y detallada técnica de la miniatura, una pequeña torre de Babel, aunque por la escala a la que estaba pintado el cuadro y en relación con las montañas que le rodeaban tenía unas dimensiones fabulosas.
La torre del cuadro poseía una estructura espiral y mostraba docenas de lucernarios que conformaban una imagen muy similar al Coliseo romano.
—Pero… este cuadro… —Catherine sintió que una oleada de alegría y voluptuosa satisfacción le recorría todo el cuerpo—. ¡Es la torre de Babel pintada sobre marfil por Pieter Brueghel! Es el cuadro que se había dado por perdido y que jamás pudo encontrarse. ¡Es un tesoro que no tiene precio! Fíjate en la firma… ¡Pietro Brugole! Es la torre de Babel en miniatura que pintó en Italia, en el estudio de Giulio Clovio. El museo Boymans-Van Beunigen de Rotterdam pagará lo que pidamos por ella. ¡Tiene un valor incalculable!
Grieg introdujo el cuadro en el interior de la caja, que cerró con la tapa, que tenía una de sus capas de piel rota, y la metió en el fondo de su bolsa negra. Cogió suavemente por la cintura a Catherine, y ambos se dirigieron hacia la salida del pasaje de Permanyer que se aboca a la calle Pau Claris, aprovechando que la lluvia ya no era tan intensa.
—Vamos a buscar la Harley-Davidson —propuso Grieg, que se colocó la bolsa en bandolera—. Espero que aún siga en su lugar.
Catherine estaba emocionada y continuaba hablando acerca del sorprendente descubrimiento.
—Ese cuadro es un importantísimo hallazgo; tenemos que estudiarlo con detenimiento. ¿Te imaginas? ¡Somos los primeros en contemplarlo en casi cinco siglos! —insistía Catherine, moviendo las manos—. Además…, ¿quién sabe?…, podría ocultar algunas claves que sería muy conveniente estudiar y que servirían para complementar…
Grieg interrumpió inmediatamente a Catherine.
—¿Cómo dices que se llama ese museo? Ese… que tiene un nombre tan elegante…
—El museo Boymans-Van Beunigen. Es donde está expuesto el cuadro de la torre de Babel que nos ha llevado de cabeza estos días.
—¿Y cuánto dices que podrían darnos por esa miniatura pintada sobre marfil?
Catherine lo miró con picardía y en sus ojos brillaron chispeantes destellos azulados. Sus labios perfilaron nítidamente una picara sonrisa.
Bajo una fina lluvia, ambos continuaron caminando, cálidamente cogidos de la mano.
Futurus
Sobre el arbusto de mimosas del Passatge de Permanyer, donde hacía escasamente una hora Gabriel y Catherine se habían cobijado, las gotas de lluvia, paulatinamente, fueron espaciándose cada vez más unas de otras, hasta que dejó de llover.
De aquella misma finca, que desprendía de su sótano un pronunciado olor a trementina y a grisalla, Catherine había salido despavorida la noche anterior.
En la soledad de la noche, el silencio y la oscuridad que invadían aquel sótano era absoluto, y ocupaban por completo la diminuta habitación donde estaba situado el reclinatorio, el pequeño taller de vidriera y el subterráneo que albergaba los restos de los vitrales rotos.
Nada rompía aquel silencio.
El pequeño patio, donde crecían las hiedras de gruesos tallos que ascendían por las paredes del estrecho pasillo y que daba paso a la cámara interior, continuaba albergando el perchero de madera, del que pendían dos batas de colegial y que estaba situado junto al pequeño y viejo pupitre.
Un objeto descansaba sobre una repisa que albergaba unos botes de pintura vacíos, así como unos pinceles que no se habían limpiado después de usarlos.
El objeto era una linterna.
Una vieja linterna de petaca en la que se había quedado atrapado un pequeño fragmento de hoja de adelfa.
De pronto, y sin que nadie mediara ni la manipulara, la linterna se activó y emitió una luz que alumbró por completo un gran vitral multicolor.
La vidriera representaba la plaza de San Pedro, con su gran obelisco en el centro y rodeada por la
columnata
de Bernini, junto a la que se elevaba la basílica vaticana sobre la que destacaba majestuosamente la maravillosa cúpula de Miguel Ángel.
En el primer plano de la vidriera, podía verse a una mujer con un vestido que parecía un hábito; delgada y de rostro enjuto. Lucía una amplia sonrisa, que mostraba una dentadura perfecta para su edad, y se dirigía con paso decidido hacia el Vaticano.
La mujer tenía la cabeza girada hacia atrás y miraba enigmáticamente al observador que estuviera contemplando el vitral.
Caminaba llevando de la mano a dos niñas rubias de unos diez años, a las que no podía vérseles el rostro.
Y marchaban, decididamente, en dirección a los portones de la basílica vaticana.
En el pequeño jardín exterior de aquella finca, debajo del gran arbusto de mimosas donde Gabriel y Catherine habían estado hacía escasamente una hora, un pequeño esqueje de adelfa había germinado y tenía, ya, una nueva hoja, diminuta y de un tono verde, menos intenso que las otras.
La hoja esperaba, ansiosa, que los primeros rayos de sol, que no tardarían en hacerse visibles, la envolviesen por completo con su luz.
Prudens
En la pequeña capilla de San Cristóbal del Regomir reinaba un silencio absoluto pocos minutos antes del amanecer.
Aparentemente, en su interior todo permanecía igual.
Nadie, absolutamente nadie, se percató, aquella noche, de que un hombre se había introducido, como si fuese una sombra, en ella, tras asegurarse previa y concienzudamente de que no le seguían.
Nadie, absolutamente nadie, supo que había aguardado hasta que la calle Regomir estuviese completamente desierta para hacerlo.
Llevaba consigo una bolsa negra en bandolera. Tras abrir con la llave que perteneció a un cardenal la puerta de rejas, la volvió a cerrar de nuevo y corrió las cortinas de terciopelo para que nadie viera la operación que se disponía a llevar a cabo.
Aunque aparentemente la capilla continuaba exactamente igual que siempre, en su interior algo había cambiado, cuando la sombra, tras cerrar la puerta con llave, volvió a salir de nuevo a la calle Regomir.
En uno de los bloques de piedra que pertenecían a la muralla romana, que más que estar adosado a la pequeña capilla conformaba una de sus paredes, la sombra había depositado varios objetos en el interior de una piedra muy especial, que tenía señalada en la documentación que encontró en el interior de un singular cartapacio.
La sombra, haciendo uso de una extraña llave con forma de garrapata, que posteriormente se llevó consigo, había logrado acceder a un hueco donde depositó el cartapacio que contenía en su interior el dibujo de un genio de la pintura universal, junto a toda la documentación que estaba en su interior.
La sombra también había introducido en aquella oquedad un reloj fabricado en el siglo XVI, que reposaba sobre una base pentagonal de mármol de color rojizo, además de todos y cada uno de los objetos que había encontrado en su agotadora aventura, que había durado poco más de dos días.
Una llave de bayoneta de tres piezas, desmontada, permanecía junto aquellos objetos. La habían limpiado meticulosamente, al igual que todos los demás elementos, de restos de manchas de sangre, polvo, barro y huellas dactilares, antes de introducirlos en el interior de aquella piedra, que, sin duda, guardaba un secreto.
Un secreto muy especial.
Antoni Gaudí i Cornet, insigne arquitecto catalán, durante su juventud se interesó vivamente por un monumento prehistórico: un dolmen formado por tres enormes bloques de piedra que construyeron los primitivos pobladores de Barcelona y que estaba situado en el lugar donde hoy se alza el hospital de Sant Pau.
El gigantesco dolmen se alzaba en el que fue el más antiguo cementerio de Barcelona.
Se tiene constancia de que a dicha construcción megalítica con forma de gigantesco dolmen, los primitivos habitantes del lugar, que posteriormente se conocería como Barcelona, la denominaron: el Arca.
Hoy en día, los aledaños de aquella zona se denominan Camp de l'Arpa, debido a una deformación fonética.
Antoni Gaudí, de un modo secreto, durante su juventud, siguió obsesivamente la pista de aquel monumento funerario.
Sus minuciosas investigaciones le condujeron hasta la capilla de San Cristóbal del Regomir, que estaba construida sobre los restos de la torre Norte y frente a la puerta Pretoria de la antigua muralla romana que rodeaba Julia Augusta Paterna Faventia Barcino.
En la construcción de la muralla romana, para la que toda la piedra de las escasas canteras era poca, se habían utilizado, previamente reducidos a bloques de tamaño regular, los tres grandes elementos que conformaban el grandioso dolmen, de varias toneladas de peso cada uno de ellos.
El significado simbólico y telúrico que Gaudí veía en aquellos restos pétreos del monumento megalítico y funerario le impulsó a tratar de encontrar algún vestigio de él entre las piedras que aún se conservaban de la vieja muralla.
Su investigación le llevó a la torre Norte de la muralla, donde se erigía la capilla de San Cristóbal del Regomir.
Sus pesquisas le conducirían, tan sólo unos años después, al mismo enclave en el que su maestro Joan Martorell i Montells había encontrado unos extraños objetos, muy dignos de un pormenorizado estudio, que por azares de la historia habían quedado ocultos junto a libros y viejos enseres cubiertos de polvo y que pertenecían a la antigua Cofradía de Porteros Reales de Cataluña, que el rey Felipe II, que tuvo como jefe de Gobierno a Antonio Perrenot de Granvela, firmó en Tortosa un día antes de la Navidad de 1585.
Todo, como en una cabriola mágica del destino, estaba encaminado a que Gaudí estuviese en contacto con aquella trascendental piedra, que él reconoció al descubrir en ella tres símbolos que fueron añadidos posteriormente al monumento megalítico.
Gaudí decidió, de un modo secreto, que aquella piedra sería insertada en la parte superior de la cruz de seis puntas con que coronaría el mayor y más maravilloso templo que se erigiría jamás.
Aquella piedra estaría colocada en la torre más alta de aquel colosal templo, en la parte superior de la cruz, en su mismo centro, a más de 170 metros de altura.
Una de las seis caras de aquella piedra miraría siempre hacia el cielo, igual que si fuese una superficie telúrica y mágica que quisiera simbolizar lo mejor de la humanidad y se ofreciese a Dios en el más humilde de los tributos.
Ciertas personas cuentan que el viejo arquitecto, en ciertas ocasiones, tras orar en la iglesia Just i Pastor, de la que era fiel devoto, se acercaba hasta aquel lugar para acariciar aquella piedra, que imaginaba en lo más alto del más deslumbrante templo, aquel que jamás podría llegar a ver construido en vida, a pesar de ser su arquitecto.
Ciertas personas cuentan que sólo el roce de aquella piedra, que debía ser la última en colocarse, una vez que se concluyese aquella obra colosal, le producía un sentimiento tan cercano al éxtasis que resultaba imposible que cualquier otra persona lo pudiera comprender.
Antoni Gaudí lo dejó todo perfectamente anotado en unos cuadernos que el fuego destruyó durante la guerra.
De un modo trascendente, aquel fuego destructor nunca llegó a alcanzar los apuntes privados que estaban dibujados y anotados junto a un cartapacio que contenía un enigmático dibujo y un extraño reloj, que ahora reposan en el interior de una piedra situada junto a una humilde capilla.
La capilla de San Cristóbal del Regomir.
En primer lugar, quiero agradecer a mi hermano Carlos Diego su valiosa ayuda, sin la cual, este libro, sin duda alguna, hubiese sido distinto. Gracias por todo, Carlos. Por tu completa confianza y por tu apoyo en mi arduo proyecto. Por tu contribución en la aportación de libros y documentos de imposible localización en la actualidad… Y sobre todo, por ser el primer lector del manuscrito y practicar, en el más estricto de los sentidos, una lectura implacable y aplicada.
Quiero agradecer la amabilidad, la sagacidad y la profesionalidad de mi agente literario: Montse Yáñez… Ella fue la segunda persona que leyó el manuscrito, y lo puso inmediatamente, y a una velocidad de vértigo, en el mejor camino, para hacer posible la infrecuente alquimia de transformar manuscritos y sueños en libros y realidades. Gracias por todo, Montse.
Mi sincero reconocimiento y gratitud para Blanca Rosa Roca y para Carlos Ramos, de Roca Editorial, por su valiente apuesta y por su gran confianza, desde el primer momento, en el libro. Una confianza y una apuesta que están refrendadas por lo más valioso… (más allá de las muy a menudo gastadas palabras) y que me han permitido constatar, de una manera directa y personal, la importancia de que alguien, tan generosamente, se haya expuesto por mí. Agradecimientos que hago extensivos a Cristina Hernández Johansson y a todo el equipo, al completo, de Roca Editorial.