Grieg, desconcertado, miró el reverso de la postal de la torre Eiffel y leyó con preocupación lo que había anotado en su reverso.
No podía creerlo.
«Catherine ha encontrado el libro de un modo indebido y me está pidiendo que nos vayamos antes de que se den cuenta. Disimula "haciéndose la turista" para que no sospechen de ella.»
Grieg tomó su bolsa, se levantó y se despidió apresuradamente de las bibliotecarias. Catherine hizo lo propio esgrimiendo la mejor de sus sonrisas.
Las dos bibliotecarias percibieron en él una extraña actitud. No era el Gabriel Grieg de siempre, tan meticuloso en su trabajo.
Iba un tanto despeinado y su ropa se encontraba en un estado «como si hubiese dormido con ella puesta». Lo atribuyeron, sin ningún género de dudas, a la desaconsejable compañía de aquella atractiva turista, que a todas luces se veía que «no había visto un libro en toda su vida».
Aunque hacía escasamente trece horas que Gabriel Grieg conocía a Catherine, era tal la influencia que ya ejercía en su vida que cuando le reveló el modo en que había conseguido el libro en la Biblioteca Episcopal, lo único que hizo fue mover la cabeza y sonreír asombrado.
—¿De verdad? —exclamó cuando ella se lo explicó.
Tan sólo un día antes/ un hecho como aquél hubiera motivado una agria discusión y una dura reprimenda por su parte. Pero era tal la singularidad y excepcionalidad en la que había entrado su vida que contemplaba a Catherine, mientras caminaba a su lado por uno de los claustros del seminario, como si la conociese desde siempre, como si su pasado se fuese diluyendo rápidamente en manos de aquella mujer y su extraño mundo.
—¿Cómo supiste qué caja contenía el libro de la capilla de San Cristóbal? —preguntó Grieg, intrigado.
—La bibliotecaria lo dejó bien claro. Además, no te olvides de que aún tienes que contarme de dónde salió el espectro que encontró la figura del dragón entre los sillares de la catedral —le previno cordialmente Catherine, junto a la gran palmera que introducía sus ramas por la ventana de la Biblioteca Episcopal.
—De acuerdo, te lo explicaré, pero te advierto que es una historia bastante triste. No sé si te gustará oír lo que te cuente…
—Sí. Quiero averiguar quién es el espectro —afirmó Catherine con determinación—.Con toda seguridad, el modo en que yo he encontrado el libro entre las cajas es un juego de niños comparado con descubrir una cabeza de dragón oculta en un lugar como la catedral. Me da escalofríos sólo de pensarlo. Debe de ser un tema apasionante…
—Más que apasionante lo llamaría enigmático —aseveró Grieg—. Ya te lo contaré cuando tengamos ocasión. Pero ahora dime: ¿cómo supiste dónde estaba el libro?
—Vamos a ver, ¿no te dijo la bibliotecaria que había empaquetado ella misma los libros en unas cajas, antes de que llegasen las «nuevas» de la universidad?
—Sí —respondió Grieg.
—Ese dato ya anulaba el noventa y nueve por ciento de las cajas.
Grieg meditó durante algunos segundos antes de opinar al respecto.
—Tienes razón. Una observación muy notable. Las cajas de la universidad serían identificables.
—Y tan «identificables». Tanto que todas eran perfectamente nuevas y de color azul marino —concretó Catherine.
—¿Y el uno por ciento restante…? Si no me equivoco, ese porcentaje representa unas veinte cajas del total y todas ellas diferentes. ¿Tuviste que buscarlas una por una?
—Bueno, en principio tuve que examinarlas externamente. Fue una tarea fácil —explicó Catherine—. Eran de diferente color y forma que las homologadas. Tuve suerte, porque las encontré agrupadas.
—De cualquier manera, repasar la lista de los libros de las veinte cajas… Deben de ser más de mil libros —calculó mentalmente Grieg—. No te resultaría fácil. ¿Cómo lo encontraste tan rápidamente?
—Por esto. —Catherine le mostró discretamente la cinta adhesiva que se había guardado en el bolsillo—. Tuve suerte y la cinta que adhirió la bibliotecaria era diferente a la anterior.
—¿Y cómo lo supiste?
—Por el color de la cinta que había sobre el mostrador. La caja que contenía el libro que buscaba tenía dos cintas de distinto color.
Grieg recordó las palabras de la bibliotecaria y se echó a reír.
—Ya te lo dije —concluyó Catherine sin darle importancia—. Es un simple juego de «detectives intrépidos». Pero dejemos esto y centremos la atención en el tema de la capilla de San Cristóbal del Regomir ¿Dónde está la calle Regomir?
—¿La calle Regomir? —A Grieg le sorprendió notablemente la pregunta de Catherine—. Está muy cerca de la iglesia Just i Pastor. ¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¡Vayamos hacia allí antes de que se nos adelanten!
—¿Y para qué quieres ir?
—¡Valiente pregunta…! —se sorprendió Catherine—. Entonces, ¿para qué queríamos saber dónde estaba la Cofradía de los Porteros Reales?
—Eso era antes de venir aquí. Ahora ya tenemos otros datos de mayor rango. Tú misma lo has dejado escrito bien claro aquí. —Grieg le mostró la postal de la torre Eiffel, donde ella había anotado claramente el nombre del arquitecto que reformó la capilla de San Cristóbal del Regomir.
Catherine hizo descender la frecuencia de sus pasos hasta detenerse por completo. Se volvió hacia Grieg y empezó a pensar en las palabras que él le acababa de decir. «Aquí hay algo que no encaja», pensó finalmente, en el mismo centro del claustro situado junto a la puerta principal del Seminario Episcopal.
—Aquí pone claramente que el arquitecto que dirigió la reforma de la capilla fue Joan Martorell —indicó Grieg.
A Catherine no le hizo falta mirar aquella postal para comprobar lo que ella misma había escrito.
—Sí. ¿Y qué sugieres con eso?
—Pues que… —Grieg miró a su alrededor y no vio a nadie— la Chartham permaneció allí durante muchos años, casi con toda seguridad entre 1585 y finales del siglo XIX, hasta que Joan Martorell la descubrió.
—¿Por qué supones que la encontró?
—Porque si es verdad que estuve en contacto con la Chartham de niño, con toda seguridad ya no se encontraba en los años setenta escondida en la capilla. Es muy probable que la hallara Joan Martorell y que fuese analizada por varias personas hasta que llegó a «pertenecer» al que, según tu hipótesis de trabajo, dibujó el esquema-plano del triángulo escaleno.
—Tienes razón —comentó Catherine mientras se pasaba una mano por las cejas—. Sí…, sí… He cometido un error de bulto.
—No lo creas. No sería una teoría descabellada ir a buscarla entre sus paredes.
La expresión de Catherine mostró una fuerte incredulidad.
—¿Porqué?
—Porque alguien permutó el orden lógico en que deberían encontrarse los objetos —aseguró Grieg—. Recuerda que en la catedral la persona que firmaba en el reverso del pergamino de los etemenankis y firmaba como «C.O.» pedía perdón por llevarse una mitad de la llave de bayoneta que estaba en el
calaix
del sillar…
—Y sin embargo, la volvimos a encontrar de nuevo allí… Es verdad. Tienes razón —agregó Catherine.
—Y además están mis pequeños amuletos de piedra —añadió Grieg—, es incuestionable que alguien debió de ponerlos allí, quizá junto a otros objetos.
—¿Cuál es tu hipótesis?
—La capilla de San Cristóbal del Regomir es de dimensiones reducidas y goza de un cuidado meticuloso. Exceptuando dos horas, donde los fieles acuden a ella hasta llenarla a rebosar, permanece cerrada al público durante toda la semana. Cerrada a cal y canto con gruesas rejas. Descarto que alguien volviese a esconder allí de nuevo en los años setenta la Chartham. Hubiese hecho falta un equipo entero de reparadores especializados.
—Entonces…, nos hemos quedado sin pistas fiables. —Catherine dibujó una expresión de abatimiento en su rostro.
—Probablemente un obrero mientras reparaba la capilla a finales del siglo XIX, al derribar un muro, se encontró con un «compartimento secreto lleno de documentos», y con toda lógica se lo comunicó al jefe de las obras. Joan Martorell detectó algo extraño en aquellos objetos y empezó a investigarlos.
—Suena verosímil.
—Así es. Estudiaron la Chartham con profundidad. No sería extraño que junto a ella… ¿Qué forma tiene?
Catherine apretó los labios momentáneamente.
—Nadie lo sabe con total seguridad, pero se supone que tiene una forma…, una forma… parecida a un cartapacio de piel.
—Bueno, pues no sería de extrañar que si ha estado en poder de arquitectos, en el interior de ese cartapacio llamado la Chartham haya otro libro de apuntes, parecido al que nos robó Dos Cruces, donde figuren los nombres de las personas que la estudiaron y los descubrimientos que efectuaron de sus «códigos secretos».
—Ese arquitecto que reformó la capilla y que según tu hipótesis de trabajo descubrió la Chartham por azar ¿tiene un perfil profesional que pueda ser consultado en las enciclopedias o en Internet? —preguntó Catherine.
—¿Quién? ¿Joan Martorell i Montells? —Grieg puso cara de sorpresa y por un momento dudó si verdaderamente Catherine volvía a hacerse la «turista despistada» de nuevo, pero en esta ocasión con él mismo—. Es uno de los arquitectos más importantes de la época. Fue profesor de insignes arquitectos. ¿Te parece un buen dato profesional?
—Sin duda.
—Además —continuó Grieg—, si la construcción más famosa de Barcelona tiene la forma actual, es porque cuando el primer arquitecto que la inició, Francesc de Paula Villar, abandonó…, o le hicieron abandonar, Joan Martorell i Montells recomendó efusivamente para la vacante a un joven arquitecto de profundos ojos azules a los josefinos, que eran los que habían emprendido la construcción de aquel gran edificio. El joven arquitecto que imprimió a las obras un cambio copernicano de estilo se llamaba Antoni Gaudí i Cornet, y el «edificio» no es otro que el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia.
—¿Estás seguro de eso?
—Naturalmente —contestó Grieg—. Yo desconocía la reforma de la pequeña capilla de la calle Regomir, pero Joan Martorell además de haber sido maestro de Gaudí tiene obras tan admirables como la iglesia de Sant Francesc de Sales, en el Passeig de Sant Joan, el convento de las Adoratrius, la Sociedad de Crédito Mercantil y…
Grieg repentinamente se calló, pensativo.
—¿Qué te ocurre, Gabriel? ¿En qué estás pensando?
—Hemos de recapacitar muy seriamente acerca del hecho de que Dos Cruces nos arrancó de las manos el códex… —dijo Grieg, mordiéndose levemente los labios—. La pista que estamos siguiendo ahora tan sólo es un «finísimo hilo de seda», mientras que los portadores del libro tienen el «ovillo». Estamos en desventaja… Aunque si nos paramos a pensar detenidamente…, el libro de apuntes servía para indicar el lugar donde estuvo hasta finales del siglo XIX la Chartham, después, ya no resulta clarificador.
—¿Por qué? ¿Estás seguro de lo que estás diciendo? —preguntó Catherine, mirándole a los ojos.
—Si damos por hecho que la encontró Joan Martorell —continuó Grieg—, o por lo menos es lo que presumo, no «necesitamos para nada» la información que figura en el libro. Son datos ya «obsoletos», del tipo: «dónde buscaron la Chartham por Europa» mientras que permanecía oculta durante siglos en la pequeña capilla del Regomir. ¿Comprendes?
—Creo que no —mintió Catherine, que estaba totalmente asombrada de las dotes deductivas de Grieg.
—Si las dos primeras cruces del plano del triángulo nos llevaron hasta el códex que perteneció a la persona que supo donde se escondía la Chartham en el siglo XIX…
—Un momento, un momento… —le interrumpió Catherine, tratando de clarificar el tema—. Convengamos que esa persona era la que estaba enterrada en el sepulcro central de la cripta.
—Por mí, de acuerdo —asintió Grieg.
—Esa persona: ¡no tenía la Chartham!
—No la tenía, pero estaba a punto de conseguirla, seguramente se lo impidió algún accidente o un atraco. No sé. Le ocurrió un infortunio a unos centenares de metros de su objetivo final, que no era otro que la capilla del Regomir… Quizá después de haber estado buscando la Chartham toda su vida por Europa.
—Es probable —añadió Catherine—, y al ver que estaba malherido y que no podía llegar hasta allí dejó el códex en testamento sacramental. Tiene lógica.
—Sí. Creo que pudo haber ocurrido así. Dejemos eso por el momento y centrémonos en esta cruz que está en la «hipotenusa» del triángulo. —Grieg extrajo de su cartera la copia que hizo de él en el hotel—. No sé por qué, pero creo que esta cruz marca el lugar donde se encuentra actualmente la Chartham.
Catherine rápidamente exigió que Grieg fuese lo más concreto posible. Le parecía imposible haber oído tan claramente pronunciadas aquellas palabras.
—¿Puedes ser más explícito?
—Sospecho que el tercer punto marcado en el triángulo es un edificio relacionado con Joan Martorell.
—¡Vayamos inmediatamente a comprobarlo!
—Un momento…, un momento…, Catherine. La zona del Ensanche en la que está enclavada esa cruz en el plano tiene, en un radio de cuatrocientos metros a la redonda, una de las concentraciones de «edificios catalogados» más importantes del mundo. Algunos de ellos son patrimonio de la humanidad, y no olvides que Joan Martorell era un arquitecto de construcciones religiosas. En esa área hay decenas de iglesias que reformó o en las que, simplemente, colaboró en su construcción.
—¿Y tu instinto de arquitecto qué te dice? —preguntó ella muy pendiente de la respuesta.
—No estoy seguro. Si fuese capaz de interpretar las letras que están escritas junto a la cruz del triángulo… Ven. Tengo una idea.
Grieg sacó de su cartera el documento que se guardó en el cementerio con el esquema del funcionamiento del mecanismo de ignición de la losa de la cornucopia.
Dio la vuelta a la hoja.
Su cara opuesta era un albarán de transporte de piedras desde el macizo de Montgrí a Barcelona; se la mostró a Catherine.
—Podría estar relacionado —dedujo ella.
—De ser cierto, sería la pista que nos conduciría de inmediato hacia el edificio que estamos buscando. De hecho, no tenemos nada que perder si lo averiguamos ahora mismo, porque más pronto que tarde deberemos conocer a qué construcción pertenecen estas piedras extraídas del macizo de Montgrí.
—¿Por qué lo crees?
—Por esto. —Gabriel Grieg sacó del bolsillo los dos pequeños amuletos, la calavera y el pequeño diablo de piedra, y se los mostró a Catherine—. El que los puso en el sillar de la catedral, y bajo la losa del cementerio, lo hizo el mismo día que decidió reintegrar a sus lugares de origen los objetos que estaban relacionados con la propia Chartham. Quien los depositó, al margen de las poderosas razones que le movían a ello, estaba dejando señales paradójicas, por así decirlo.