—¡Vamos! ¡Empieza a derramar el agua en la entrada del panteón! ¡Escondámonos en el fondo! —susurró Grieg, pues estaba convencido de que sus perseguidores ya se encontraban muy cerca.
Sin perder ni un instante, empezaron a derramar el agua pútrida de los jarrones en la entrada del panteón, y rápidamente se deslizaron hacia el interior, donde acabaron de verter el agua de los que restaban. Lo hicieron a su alrededor, como si se introdujesen en un círculo protector que sirviera, mediante aquel pestilente olor, para despistar a los perros. Se quedaron sudorosos e inmóviles, notando cómo sus sienes martilleaban tanto en el exterior como en el interior de sus cráneos.
Gabriel Grieg abrió su bolsa, cogió el cortafrío y le dio el martillo a Catherine.
La horda ya estaba allí.
Desde el lugar donde se encontraban no podían ver más allá de una pequeña rendija, que mostraba una parte de la estrecha calle a ras de suelo. Algunos llevaban linternas en sus manos que provocaban, a su vez, terroríficos destellos en las de otros.
Eran navajas.
Se comunicaban, profiriendo gritos, mediante un argot urbano difícilmente comprensible. El que parecía ser el jefe, se dirigió al grupo mediante unos alaridos que retumbaban entre las paredes del panteón donde estaban ocultos Grieg y Catherine.
Ambos intentaron traducir aquellos gruñidos.
—¡Por akí olisca a grullo! ¡Se abren y os kapo! Si dan el cante se finió el partí. Kien pille un grullo que lo cunda a la puerta chinorri.
Kuki
estallí.
Grieg y Catherine permanecieron inmóviles mientras escucharon la perorata que les había proferido el que parecía ser el jefe. «Hay que hacer algo rápidamente…, pero ¿qué?», se dijo Grieg. Allí dentro, en el interior de los altos muros del cementerio, la ley no regresaría hasta que los funcionarios abriesen la puerta principal con la llave.
Habían captado un detalle que complicaba aún más las cosas. El inquietante
Kuki
podría ser el guarda nocturno y quizás estuviese protegiendo la puerta por la que ellos habían entrado. La puerta por la que deseaban salir con vida de aquella pesadilla. Estaban completamente rodeados, y la horda disponía aún de muchas horas, antes de que amaneciese, para encontrarlos, y por la manera cómo gritaban y se movían estaban dispuestos a ello; costara lo que costase, aunque tuviesen que registrar panteón por panteón.
Y tumba por tumba.
Un horripilante perro rottweiler se detuvo delante del panteón. El pulso se les aceleró aún más a los dos. Tenía la cabeza y el morro completamente rapados y en su poderoso cuello brillaba una corona de clavos afilados. Estaba pintado de color rojo y en un barrido de las linternas vieron que tenía escrita sobre su lomo la palabra: «kaniche». Carecía por completo de rabo y orejas. Se detuvo frente al panteón y poco a poco penetró en él; cuando percibió el hedor del charco de agua pútrida dejó ir un ladrido indefinible pero no se movió. Catherine no se atrevió a mirar a Grieg para no hacer el más leve movimiento, conteniendo la respiración. Poco a poco, el perro se fue acercando hacia el interior del panteón y se paró justo en el segundo círculo de agua pútrida que habían trazado a su alrededor, en el mismo límite de la derruida entrada.
Podían oír su jadeante y profunda respiración, mientras ellos trataban de contener las suyas. La situación era crítica, desesperada. El perro pareció observar detenidamente el rostro de Grieg, que no le rehuyó la mirada, a pesar del terror que le provocaba.
Gabriel Grieg supo que si en aquel momento el perro le «olía el miedo», se abalanzaría sobre ellos sin piedad.
O empezaría a ladrar.
Poco a poco, y sin apartar la vista del rottweiler, Grieg sacó muy lentamente, con movimientos muy controlados, la bolsa de plástico que contenía el resto de la pólvora primitiva mezclada con los grumos que encontraron bajo la losa de la cornucopia y el azufre, y se la colocó en la palma de su mano. Estaba lista para ser lanzada mediante el soplo más potente de que fuesen capaces sus pulmones.
Gabriel Grieg contuvo la respiración.
Era imposible saber cuál sería la reacción del perro. «No estoy seguro de lo que me dispongo a hacer», pensó Grieg. Una sombra negra destacó aún más entre el aquelarre de sombras que era la entrada externa del panteón. Grieg decidió arriesgarse a desviar levemente su mirada hacia la izquierda. ¡Jaque mate!
Otro perro había entrado.
Era
Satanik,
el dobermann que habían visto durmiendo en el suelo cuando entraron en el cementerio. Cuando olió el agua pútrida empezó a ladrar y
Kaniche
giró la cabeza en dirección hacia él. Los dos perros se quedaron frente a frente lanzando terribles gruñidos. Catherine y Grieg aún se encogieron más cuando una chica desde el exterior de la calle les gritó a pleno pulmón:
—
¡Kaniche! ¡Satanik! ¡Kaniche! ¡Esfrai! ¡Esfrai!
Los dos perros salieron hacia la calle exterior siguiendo al resto del grupo, que se alejaba envuelto en la niebla hacia la zona de la tapia que lindaba con el Departamento Cuarto.
Grieg y Catherine se quedaron jadeando. No habían tenido tiempo aún para pensar dónde estaban: estirados sobre la punta viva de una gruesa losa sepulcral rota e inclinada. La oscuridad impedía ver su contenido, pero para mantener su precario equilibrio ambos estaban obligados a sentir su tacto.
Cilíndrico y óseo.
—Ha llegado el momento de salir de aquí —aseveró Grieg, mientras volvía a recuperar la verticalidad y oía cómo las voces, los ladridos y la música infernal se alejaban momentáneamente del panteón que estaban ocupando.
—¿Salir de aquí? ¡Tú estás loco! —contestó Catherine sin ser consciente de lo que estaba diciendo y desde el lugar en que lo hacía: el interior de un panteón tenebroso, sobre una losa destrozada, abrazando un esqueleto y con un martillo en la mano.
—¡Salgamos ahora! —exclamó Grieg, que sacudió la pólvora que había quedado adherida en sus manos.
Catherine le siguió, procurando no cortarse con las afiladas y herrumbrosas rejas.
Haciendo el menor ruido posible, se dirigieron hacia la zona de la gran tapia. Temían que su «interpretación de la perorata» hubiese sido correcta, y en la puerta lateral de la calle Taulat estuviese el vigilante.
Grieg guardó de nuevo el martillo y el cortafrío en su bolsa.
Fueron avanzando hacia la puerta, hasta que calcularon el límite protector de la niebla y la distancia aproximada que impidiera que alguien los viese, si es que realmente era fundado su temor.
El jefe de la horda había dado a entender que el guarda del cementerio estaba protegiendo la puerta para que nadie saliera. Si aquello era verdad y él los veía, estarían perdidos. Grieg se estiró en el suelo frente a la puerta que daba entrada al interior de isla número tres y empezó a avanzar por el suelo apoyándose con los codos.
Catherine, más que aterrorizada, parecía enfurecida.
Grieg confirmó el catastrófico dato. Un guarda vigilaba la puerta lateral del cementerio. Se trataba de un hombre con perilla, de unos cuarenta años, uniformado, no muy alto pero sí corpulento. Llevaba gorra e iba armado con una porra.
Atento al menor movimiento para dar la alarma.
—¡Estamos en peligro! Tenemos que pensar en algo. ¡Rápido! —gritó levemente Catherine, que miró hacia los altos muros del cementerio.
Demasiado altos.
Catherine comprendió, al ver la altura de los muros del cementerio, que la horda disponía de horas para atraparlos.
Estaban en serio peligro.
—¡Yo estoy dispuesta a hacer lo que sea! ¡No pienso dejarme atrapar por esos «zombis»! ¡No son personas! ¡Son «zombis»! —Catherine hablaba con las palmas de las manos vueltas hacia arriba y con un tono de voz susurrante, pero dándole el máximo énfasis a sus palabras.
—Es fácil deducir que se estaban montando una
party
en alguna zona del cementerio —dijo Grieg—. Quizás en una garita o en el edificio que hay en la entrada. Será mejor que nos dirijamos hacia allá. De momento es el lugar más seguro. No creo que se les ocurra ir allí hasta que hayan registrado todo el cementerio.
Sin perder ni un segundo, se dirigieron corriendo hacia el lugar que Grieg había propuesto. Lo hicieron dando un pequeño rodeo para añadir distancia con el guarda y que la niebla los ocultase. Los ladridos y la espeluznante música seguían sonando en la parte más alejada del cementerio, cerca del muro orientado hacia el mar.
—¡La entrada principal! —exclamó Catherine, que se dirigió hacia allí con la expresión crispada.
Grieg la siguió inmediatamente. Subieron varios escalones y penetraron en el interior de la recepción del edificio del archivo funerario.
Ante sus ojos apareció el escenario de la
party.
Durante unos segundos lo observaron, evaluando, a tenor de lo que estaban viendo, lo que podría sucederles si los atrapaban. Su temor a caer en manos de aquella horda aumentó aún más. Todo el suelo estaba lleno de botellas rotas de ginebra con las etiquetas arrancadas y pintarrajeadas con rotulador negro.
El suelo estaba cubierto con una gran sábana blanca, sobre la que había esparcidas pastillas de todos los colores. Una docena de sillas situadas en círculo les evocó un escenario donde se hubiese llevado a cabo algún ritual satánico. O quizás algún rito sexual. Catherine contemplaba todo aquello con la mirada fija y sin parpadear, observando con detenimiento unas fotografías Polaroid que estaban tiradas por el suelo junto a los restos de la que había sido una enorme tarta.
Una tarta roja con extraños componentes en su superficie.
Trató de analizarla centrando su atención en cualquier detalle que los ayudase a salir de aquel cementerio con vida. Sin entrar en ningún análisis moral de lo que estaban viendo sus ojos. Sin distraerse en nada.
«Esos zombis no me atraparán.»
Por fin pareció comprender algo que podría resultar decisivo.
Catherine se dispuso a defender sus vidas al precio que fuese. Cogió del suelo el enorme cuchillo de sierra con que habían cortado el pastel y empezó a buscar algo, o a alguien, entre la parte de la recepción y los lavabos.
Su expresión concentrada daba a entender que no entregaría su vida a cambio de nada. Resultaba muy sencillo hacer desaparecer dos cadáveres en el interior de un cementerio.
Demasiado fácil.
Y no estaba dispuesta a que la pillasen viva. Sabía perfectamente lo que hacía y lo que estaba buscando. Blandiendo el cuchillo entró en los lavabos situados junto a la entrada. La puerta de los «caballeros» estaba abierta. No había nadie en su interior. Lentamente se dirigió hacia el lavabo de «señoras» y giró el pomo.
Únicamente le dio tiempo a ver los ojos abiertos de una mujer que se abalanzaba sobre ella.
Gabriel Grieg se había dirigido hacia la puerta principal del cementerio, la que daba acceso a los jardines exteriores. Estaba cerrada con llave y protegida con gruesos barrotes. Las ventanas estaban cerradas con postigos asegurados con gruesos candados y cubiertas con telas negras para que nadie, desde el exterior, pudiese saber que allí se estaba celebrando una «fiesta».
Penetró en los archivos funerarios tratando de buscar una llave que les permitiera salir por la puerta principal. Buscó entre los armarios metálicos un tablón de madera que les sirviera para atrancar la puerta que daba acceso directo al cementerio, y parapetarse en el interior de aquella especie de fortín, impidiendo la entrada de la horda hasta que llegase la Policía.
Un extraño grito se oyó junto a la puerta que Grieg tenía intención de fortificar desde el interior. Inmediatamente pensó en Catherine y se dirigió corriendo hacia ella. «He cometido un error imperdonable. Nunca tenía que haberme separado de ella», pensó, angustiado. Cuando llegó a la recepción se tranquilizó, pues vio a Catherine junto a la máquina expendedora de ramilletes de flores artificiales.
Estaba viva.
No podía creer lo que estaba viendo. Aquello sencillamente no era posible. Grieg tragó varias veces antes de ser capaz de articular una sencilla frase.
—¿Cómo has podido…?
Catherine sostenía un enorme cuchillo en su mano derecha y lo dirigía hacia el cuello de una mujer de unos veinte años de edad, vestida de una manera muy similar a la chica que habían visto antes entre las tumbas. «Alguien nos ha descubierto.» Catherine la tenía inmovilizada en el suelo. La reacción instintiva de Grieg fue ir a cerrar la puerta con su propio cuerpo si era necesario. Pero vio algo que no le permitió avanzar ni un centímetro.
—¡Ya sé la manera cómo nos vamos a librar del guarda ese de la entrada! —La voz de Catherine sonó más segura que nunca.
Grieg no pudo creer lo que vio a continuación.
Catherine sin dejar de mirar hacia él con sus ojos claros, le hundió completamente el cuchillo en el cuello a la chica, por la parte de la yugular. El cuerpo de la mujer cayó sobre la sábana y sobre la superficie viscosa y roja de los restos de la tarta.
—Catherine, ¿qué has hecho? ¡Te has vuelto loca! —Grieg contempló, impotente, cómo arrastraba de un brazo por el suelo el cadáver hacia los escalones de la puerta interior del cementerio dejando un reguero rojizo.
—¡Vamos, no te quedes ahí parado! ¡Ayúdame! —susurró de un modo extraño ella, con la expresión desencajada.
Se había equivocado al analizar la personalidad de esa mujer. Ni remotamente hubiese imaginado que fuera capaz de matar a sangre fría a una persona.
Grieg no supo en aquel momento si valía la pena compartir nada con alguien que era capaz de cometer un asesinato. Volvió a analizar la situación con la mirada perdida hacia el suelo. «Yo soy capaz de escalar los nichos del cementerio y largarme de aquí ahora mismo», se dijo.
Hacerlo ya no significaría un acto de egoísmo. Los pensamientos se agolpaban en su mente hasta causarle una profunda confusión. «No puedo dejarla aquí sola y largarme. Ella estaba en tensión. Se ha tratado de un acto de locura transitoria…»
Gabriel Grieg no esperaba lo que Catherine acababa de hacer. De pronto, su vista se detuvo en un grupo de fotografías Polaroid que estaban tiradas en el suelo. Las tomó entre sus manos y las empezó a analizar una por una. Sabía perfectamente que aquél no era un momento para sonreír, pero no pudo evitarlo.
«¡Qué astuta es!», pensó.