—No lo sé —reconoció—. Espero que no.
Sin mantas, comida ni pertrechos, los amigos no tenían más remedio que abandonar la cueva. Lo único que les ofrecía era cobijo y una ligera protección de las inclemencias del tiempo. Y había que comunicar con rapidez la noticia de la incursión escita. Los saqueadores volverían a atacar pronto, quizás incluso el fuerte. Guiándose por el brillo de las estrellas, se dirigieron al oeste con paso firme. No había ni rastro del enemigo, lo cual implicaba que probablemente no se hubieran dado cuenta de su huida. Mejor así. Brennus había conservado la espada larga, pero Romulus sólo tenía su
pugio
para defenderse. Ninguno de ellos conservaba su escudo. Ya sabían qué pasaría si se encontraban con los fieros guerreros.
El descanso en la cueva no proporcionó a Romulus energía suficiente para la difícil marcha bajo gélidas temperaturas. Con el martilleo que sentía en la cabeza, el joven soldado agradecía poder apoyarse en el ancho hombro de Brennus. Poco a poco, fue recuperando fuerzas y determinación. Además, marchar era la mejor manera de mantenerse mínimamente caliente. Bajo las capas, la cota de malla era un gélido peso muerto, y las pantorrillas que llevaban al descubierto estaban congeladas. El sudor se les condensaba al instante en la frente y el aire era tan frío que les dolía respirar.
Cuando finalmente apareció la silueta del crucifijo, Romulus sintió un gran alivio. Llegar hasta allí significaba que su sufrimiento casi había terminado. Sin embargo, bajo la luz de las estrellas, el cadáver congelado resultaba incluso más aterrador. Era imposible no quedárselo mirando de hito en hito al pasar de largo. Con apenas algunos fragmentos de carne adheridos a los huesos, el legionario era poco más que un esqueleto. Los buitres hambrientos le habían devorado hasta las vísceras. Los dientes sonreían desde una boca sin labios; las cuencas de los ojos vacías parecían observar todos sus pasos. Pero, esta vez, Romulus no vio nada más allá de los huesos desnudos. El recuerdo de lo que había visto con anterioridad le quemaba con ardor en la mente. Y Tarquinius había visto un camino de regreso a casa. «¡Mitra! —rezó—. ¡Ayúdame a regresar a Roma!»
Brennus hizo la señal contra el mal.
—Menuda forma de morir, ¿eh? —exclamó.
Romulus negó con la cabeza, lo cual no hizo sino intensificar el dolor que sentía.
—Ningún cabrón me hará eso en la vida.
—A mí tampoco —juró Brennus.
No obstante, la crucifixión era uno de los castigos que podían recibir a su vuelta. Era difícil predecir cómo iba a reaccionar el temperamental
primus pilus
ante la noticia del cataclismo.
—¿Qué deberíamos hacer?
—Confiar en los dioses —aconsejó Brennus—. Decir la verdad. No hemos hecho nada malo.
Romulus suspiró, incapaz de pensar en otra cosa. La fe de Brennus le hacía soportar situaciones como aquélla en la que entonces se encontraban. Normalmente, Romulus se resistía a adoptar un enfoque tan simple. Allí en Margiana, dejada de la mano de los dioses, la única certidumbre de la vida parecía la muerte. Pero habían sobrevivido a la emboscada y consideraba que todo el mérito era de Mitra. De lo contrario, Brennus habría luchado hasta la muerte y, luego, los dos habrían sido decapitados por los escitas.
Siguieron marchando en un silencio desalentador.
Para cuando vieron la tranquilizadora silueta del fuerte, el cielo empezaba a clarear. En esta ocasión, el atento centinela les dio el alto mucho antes de llegar a la entrada principal. La respuesta a voz en grito de Brennus, el casco sencillo con el penacho de crin y los uniformes romanos bastaron para que les abrieran la puerta. Estaban a salvo.
O eso pensaban.
La pareja no tuvo el recibimiento esperado cuando el portón se abrió con un crujido. Se encontraron con unos rostros llenos de ira y desdén. En cuanto estuvieron dentro, los legionarios formaron un círculo a su alrededor con los
gladii
y los escudos alzados en actitud amenazadora.
—¡Un momento! —se enfureció Brennus—. ¿Qué pasa aquí?
—Los escitas de ahí fuera son los putos enemigos, no nosotros —añadió Romulus.
—¿Ah sí? —espetó un soldado entrecano con un solo ojo—. ¡Cobardes!
—¿Qué? —respondió Romulus incrédulo—. Brennus luchó para liberarse. ¡Me salvó la vida!
—¡Mentiroso! —gritó otro centinela.
—¡Huisteis y dejasteis morir a vuestros compañeros! —exclamó un tercero.
—Novius regresó antes que nosotros —susurró Romulus a Brennus, horrorizado—. ¡Pedazo de mierda sarnoso! —Y Brennus escapó porque los dioses le dijeron que lo hiciera, pensó.
El galo asintió con resignación. La situación iba de mal en peor.
—¡Claro que huyeron! —dijo el tuerto con saña—. ¡Son unos putos esclavos!
—Yo nunca he huido de nadie —empezó a decir Brennus enfadado. Entonces, le vino a la cabeza una imagen de su pueblo en llamas. «Dejé morir a mi mujer e hijo.» Aquel recuerdo era como una úlcera supurante en su alma. Guardó silencio.
Un coro de burlas respondió a su débil protesta y el galo agachó la cabeza.
Romulus estaba a punto de decir más, pero le bastó con una mirada a los rostros duros y cerrados que lo rodeaban para que las palabras se le ahogaran en la garganta. El martilleo que sentía en la cabeza también le impedía concentrarse, así que cerró la boca. «¡No nos abandones, Mitra! —pensó Romulus con desesperación—. ¡Ahora no!»
—¡Deberíamos matarlos! —gritó una voz desde atrás—. ¡Acabemos con ellos!
Al oír aquello, los amigos agarraron las armas y se prepararon para luchar a muerte.
—¡Quietos! —aulló el
optio
al mando—. Pacorus quiere ver a estos dos inmediatamente. Seguro que tendrá algo jugoso reservado para ellos.
Unas crueles risotadas inundaron el ambiente.
Romulus y Brennus se miraron sin poder reaccionar. Parecía ser que su comandante había sobrevivido, lo cual implicaba que Tarquinius seguía con vida. Teniendo en cuenta la hostilidad con que los habían recibido, quizá nunca volvieran a verle.
—¡Desarmadlos! —dijo el
optio
enérgicamente—. ¡Atadles los brazos!
Ansiosos por obedecer, los hombres acudieron en tropel y arrebataron a los amigos la espada larga y el
pugio
. Ninguno de los dos se resistió. Indefensos, les ataron fuertemente las muñecas detrás de la espalda con unas cuerdas gruesas. Espoleados con pullas y patadas, fueron llevados a la fuerza hasta el cuartel general.
El fuerte empezaba a ponerse en marcha para el nuevo día. Un gallo cacareaba repetidamente desde la percha situada junto a los establos para las mulas. El olor del pan recién hecho les llegó desde los hornos. Los legionarios salían de los barracones, estirándose y bostezando. Se oían carraspeos y el escupitajo de flema en el suelo helado. Había cola para entrar en las letrinas; los hombres bromeaban y se reían entre ellos. Pocos se fijaron en el pequeño grupo que pasó a su lado.
Hasta que el soldado tuerto se propuso hacérselo saber a todo el mundo.
—¡Mirad quiénes son, chicos! —bramó—. ¡Los esclavos huidos!
El
optio
se giró y le lanzó una mirada furibunda, pero era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Los rostros somnolientos se contrajeron de ira y les lanzaron insultos al aire. Más de un escupitajo voló hacia ellos. Repetían las mismas frases una y otra vez, y a Romulus le enfurecía y avergonzaba sumamente oírlas.
—¡Cobardes!
—¡Dejasteis morir a vuestros amigos!
—¡Crucificadlos!
Los hombres acudieron en tropel a la Vía Pretoria y rodearon al
optio
y a sus hombres. Empujándose los unos a los otros, intentaban alcanzar a los prisioneros. Los centinelas no oponían demasiada resistencia.
Romulus se zafó de unas manos que lo atacaban. Tras sobrevivir al horror de la patrulla, resultaba sumamente desmoralizador ser víctima de tal vitriolo. Pero morir a manos de una turba con sed de linchamiento era incluso peor. Brennus, con los hombros caídos, apenas parecía darse cuenta. «Éste es mi castigo por huir de mi familia —pensó—. La venganza final de los dioses. No podré redimirme en la batalla.»
—¡Apartaos! —ordenó el
optio
, repartiendo bastonazos enérgicos en los brazos y los hombros de los legionarios iracundos—. ¡Quien les haga daño recibirá cincuenta latigazos!
Los soldados se apartaron con expresión hosca y dejaron que el grupo continuara hacia el pretorio. Incluso los guardas partos que había allí bajaron la cabeza ante los dos amigos. La reacción de quienes estaban al otro lado de la imponente puerta fue exactamente la misma. Los umbrales de los despachos y almacenes situados en tres lados del antevestíbulo cuadrado enseguida se llenaron de expresiones desaprobatorias. Era el centro neurálgico del fuerte: el lugar donde el oficial de intendencia y una serie de oficiales subalternos y empleados trabajaban para que la Legión Olvidada funcionara sobre ruedas. Pocos de ellos veían jamás un combate, pero su actitud fue tan extrema como la de los demás soldados. Desertar durante un combate era uno de los actos de cobardía más graves que un legionario podía cometer. El único castigo contemplado era la muerte.
Sus vidas dependían de Pacorus como nunca antes.
Los condujeron al interior de la gran cámara que daba directamente a la entrada. El
optio
informó al centurión que había estado de guardia por la noche. Inmediatamente enviaron a un mensajero para que fuera a buscar a Pacorus y a los centuriones jefe.
Sin saber muy bien por qué, Romulus se puso a observar el santuario donde se guardaban el águila de plata y otros estandartes de la legión. Situado a un lado de los despachos principales, estaba vigilado día y noche por un par de centinelas. Unas gruesas cortinas ocultaban los estandartes de la vista. Deseó postrarse ante el pájaro de metal y pedirle ayuda. Allí, en el centro del fuerte, era donde más desmedido resultaba su poder. Pero era una vana esperanza. Nadie iba a permitir que un esclavo acusado de huir del enemigo rezara al objeto más sagrado que tenía la legión.
Sin embargo, Romulus se imaginó el águila de plata en su cabeza. Con las alas extendidas en actitud protectora, era el símbolo más poderoso de Roma. No obstante, no dejaba de rezar a Mitra. Seguro que el dios comprendería la importancia que aquel pájaro tenía para él. Era un soldado romano y seguía la insignia de la legión con un orgullo feroz. Aquello no disminuía su creencia en el dios de los guerreros, que contemplaba a todos los hombres bajo el mismo prisma. Del mismo modo, Romulus intuía que el águila valoraría su coraje por encima del hecho de ser un esclavo.
—¡Y bien! —Lo primero que oyeron fue la voz de Pacorus—. Los cobardes han regresado.
El comandante de la legión apareció ante ellos acompañado de Ishkan, Vahram y todos los demás centuriones jefe. Detrás trotaba un numeroso grupo de guerreros. Sólo faltaba Darius. Lo temprano que era no había impedido a ninguno de los partos estar presente. A Romulus le sorprendió el aspecto enfermizo que Pacorus seguía presentando, pero dos puntos rojos de ira le marcaban las mejillas hundidas. La ira le proporcionaba la energía para estar allí.
No había ni rastro de Tarquinius, el hombre cuya dedicación había sacado a Pacorus del borde del abismo. Romulus sintió una profunda decepción. Otro obstáculo en su camino. Si el arúspice había recuperado el favor del que gozaba, quizá tuvieran alguna posibilidad.
Cuando los oficiales se detuvieron, el
optio
y sus hombres empujaron a Romulus y a Brennus hacia delante.
—¿Qué tenéis que decir? —exigió Pacorus con severidad.
—Antes de que os crucifiquemos —añadió Vahram con una sonrisa cruel.
—¡Escoria! —les insultó Ishkan.
Romulus miró a Brennus y le sorprendió ver una actitud resignada a su suerte.
—Es mi destino —susurró el galo—. Abandoné a mi familia y a mi gente cuando más me necesitaban.
—No —susurró Romulus—. ¡No fue culpa tuya! Tu viaje no ha terminado. —Pero no había tiempo para convencer a su amigo. Estaba solo.
El
optio
le propinó a Romulus un fuerte golpe con el bastón en los omóplatos.
—¡Responde al comandante!
Apretó los dientes para evitar darse la vuelta y atacar al oficial subalterno. Por fin los partos sabrían la verdad.
—No fuimos nosotros quienes huimos, señor.
Vahram echó la cabeza hacia atrás y se rio. Pacorus y los demás parecían incrédulos.
—¡Es cierto! —Romulus respiró hondo e intentó mantener la calma.
Sin saber muy bien cómo, ahuyentó el dolor que sentía en la cabeza para poder centrarse en la situación crítica en la que se encontraban. Era primordial convencer a los partos de su historia.
—¿Dónde están los mentirosos que nos acusaron de huir, señor? Por lo menos, dejadnos escuchar la acusación en boca de ellos.
Pacorus se sorprendió.
—Es justo, señor —dijo Ishkan.
—¿Para qué molestarnos? —protestó Vahram—. ¡Miradles! ¡Es obvio que estos perros son culpables!
El comandante miró larga e intencionadamente a su centurión jefe antes de levantar una mano. Un
optio
corrió a cumplir con la orden.
«¡Gracias, Mitra!» Romulus exhaló un leve suspiro de alivio. Era obvio que no todo iba sobre ruedas entre Pacorus y el
primus pilus
. Si aprovechaban la situación, tal vez les quedara alguna esperanza.
—Mientras esperamos, contadnos qué pasó —ordenó Vahram con brusquedad.
Romulus obedeció. Para cuando hubo terminado, por lo menos parecía que Ishkan le creía. Pero Pacorus, y sobre todo Vahram, permanecían impertérritos.
Le desesperaba que Brennus no ayudara en nada. Estaba al lado de Romulus mirando al suelo.
Los partos empezaron a hablar rápidamente en su idioma. A juzgar por los gestos y los movimientos de brazos, era obvio que el
primus pilus
los quería a los dos muertos. Ishkan era más comedido y hablaba con voz pausada y profunda, mientras que Pacorus reflexionaba con ojos entrecerrados.
Al final, el
optio
regresó. Novius, Optatus y Ammias iban dos pasos por detrás de él. Quedaba claro que los acababan de despertar. Pero todo su cansancio desapareció cuando vieron a Romulus y a Brennus.
Novius contrajo el rostro de odio y farfulló algo a sus compañeros.
—Este joven soldado dice que mentís —anunció Pacorus sin preámbulos—. Que, de hecho, tú y tus compañeros fuisteis quienes huyeron.