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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (52 page)

BOOK: El águila de plata
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Tarquinius le dio un codazo a Romulus pasadas las torres y un murmullo de preocupación se extendió entre la tripulación, 'lodos tenían buenas razones para sentirse preocupados: por encima de las almenas más cercanas habían colocado una hilera de estacas con cabezas humanas ensangrentadas y en descomposición, para que estuvieran a la vista de todo el mundo. Se trataba de un claro aviso por parte de las autoridades de Cana para todos aquellos que entraban en el puerto.

—Seguro que eran piratas —dijo el arúspice en voz baja.

—En otras palabras, nosotros —repuso Romulus mientras miraba a su amigo de arriba abajo y se imaginaba el aspecto que debía de tener él.

El ardiente sol había bronceado de un intenso caoba la piel expuesta. Como el resto de la tripulación, Romulus iba por la cubierta con sólo un taparrabos, los pies endurecidos y callosos. El ondulado cabello negro, largo y despeinado enmarcaba su bello rostro, parcialmente cubierto por una barba. Ahora era todo un hombre de veinte años. Los poderosos músculos se le marcaban bajo la piel bronceada y dejaban ver las cicatrices de las batallas. En el antebrazo derecho, donde antes estaba la marca de esclavo, llevaba un tatuaje de Mitra sacrificando el toro.

Durante el tiempo que llevaban embarcados, Tarquinius le había revelado muchos detalles sobre la religión de los guerreros. A Romulus lo atraían sobremanera los principios de coraje, honor, y verdad, así como la igualdad entre sus adeptos. Se había entusiasmado con el mitraísmo, pues le ayudaba a superar la profunda tristeza por lo que le había sucedido a Brennus. Ahora rezaba cada día; el tatuaje era otra forma de mostrar su devoción. Y, si alguna vez regresaban a Roma, ocultaría la irregular cicatriz que tantos problemas le había causado en Margiana.

«Roma», pensó con nostalgia.

—Aquí tenemos que intentar pasar inadvertidos —sugirió Tarquinius en tono grave. Su voz devolvió a Romulus a la realidad de Cana.

Ahmed también parecía preocupado; pero, tras semanas de navegación a lo largo de la árida costa arábiga, se estaban quedando sin suministros de agua y provisiones. El riesgo que corrían era necesario.

Al lado de barcos mercantes más grandes había docenas de
dhows
parecidos al suyo. Sus popas se balanceaban suavemente mientras echaban las anclas que se clavarían en el fondo arenoso del puerto. En un largo muelle, los hombres corrían de un lado a otro cargados con sacos para embarcarlos en los navíos. A través del agua llegaban diferentes sonidos: las órdenes que gritaban los mercaderes, la risa de una mujer, el rebuzno indignado de las mulas.

En un extremo del puerto se erguía una amenazadora fortaleza, mayor que ninguna de las que habían visto desde que partieron de Barbaricum. Sus murallas estaban vigiladas por soldados tocados con cascos cónicos y armados con lanzas y arcos recurvados.

—Aquí tiene que haber mucho que proteger —dijo Ahmed sacudiendo la cabeza ante la imponente estructura. Los zarcillos de oro se balancearon con el movimiento. El nubio de nariz ancha y labios gruesos era corpulento, y su piel de ébano estaba cubierta por múltiples cicatrices blanquecinas que asemejaban una celosía. En el cinto llevaba un alfanje de hoja ancha salpicada de óxido y otras manchas más oscuras.

—Cana es una de las ciudades más importantes del sur de Arabia —repuso Tarquinius—. El
olibanum
crece alrededor de la ciudad en campos que se extienden a lo largo de muchos kilómetros y después se transporta en camello. Una vez vendido, se lleva hasta Egipto.

«¡Egipto!» Romulus se esforzó por contener la emoción que lo embargaba. Llegar a ese puerto era un verdadero hito. Ahora estaban más cerca de Roma de lo que habían estado desde Carrhae.

El rostro del nubio también se iluminó.

—Entonces habrá muchos navíos que abordar hacia el oeste.

Los ojos oscuros de Tarquinius brillaron con satisfacción al ver el entusiasmo de Ahmed por continuar el viaje. «¡Gracias, Mitra. Tú nos has traído hasta aquí —pensó—. Permite que nuestro periplo continúe sin percances!»

Cuando Romulus rescató a Mustafá, les ofrecieron la posibilidad de unirse a los piratas y los dos amigos aceptaron con presteza. Les pareció una buena manera de regresar a casa y, comparada con la otra opción, la ejecución, no les resultó difícil aceptar. No obstante, la realidad de la vida a bordo del
dhow
había sido muy diferente, y su ámbito, limitado en extremo. Mientras que los mercaderes, sus presas, surcaban cientos de kilómetros de ida y vuelta a la India, los corsarios preferían no alejarse mucho de su base, una pantanosa isla del delta del Indo. Generalmente no había necesidad de alejarse, pues solían navegar alrededor de Barbaricum navíos bien cargados. Tras dos largos años, Ahmed había decidido trasladarse al oeste con el monzón, porque cerca de Barbaricum ya no se obtenían tantas ganancias.

Para Romulus, la noticia fue un secreto motivo de euforia, e incluso el reticente Tarquinius se sintió satisfecho.

Al acercarse al embarcadero, un hombre robusto vestido con una toga blanca se percató de su presencia y empezó a gritar en su dirección. Con una tabla y una pluma en las manos, indicaba con impaciencia el lugar donde el
dhow
debía amarrar.

—El capitán del puerto —indicó Tarquinius—. Una buena fuente de información.

—Y de mentiras —avisó Ahmed, mientras amarraban junto a un navío mercante de casco sólido—. Tened cuidado con lo que decís en esta ciudad. Y va por todos. —Los fulminó con la mirada.

La tripulación asintió con la cabeza. Ya habían visto la justicia sumaria que ofrecían aquí.

—Una vez pagados los aranceles portuarios, habrá que aprovisionar el barco —añadió Ahmed—. Necesito a seis hombres.

Reacios a retrasar la excursión a tierra, todos miraban a cubierta.

Impertérrito, el capitán se limitó a escoger a los que tenía más cerca; Romulus, Tarquinius y Mustafá tuvieron la suerte de evitar el trabajo.

—El resto puede hacer lo que le venga en gana, pero no quiero problemas. No llevéis espadas a tierra, sólo cuchillos. —Ahmed levantó un dedo admonitorio—: El que no haya regresado una hora antes del anochecer se queda en tierra.

Sonrisas de oreja a oreja surcaron los rostros de los que estaban a punto de pasar un día en tierra firme. Hacía muchas semanas que no habían bebido alcohol ni visitado un burdel. El que todavía fuese por la mañana temprano no iba a disuadir a ninguno. Los piratas que se tenían que quedar a bordo estaban abatidos, como era de esperar.

Romulus pensó en ponerse la cota de malla que había comprado en Barbaricum, pero se decidió por su andrajosa túnica militar, pues la oxidada armadura llamaría demasiado la atención. Se sentía desnudo sin un arma y se colocó el puñal en el cinto. Tarquinius hizo lo mismo. Tras sufrir una insolación el año anterior, por fin había dejado de utilizar el peto de cuero; pero, tozudo hasta el final, el avejentado arúspice seguía negándose a cambiar la falda ribeteada de cuero por un taparrabos. Los dos amigos siguieron a los demás y se subieron al siguiente bote que los llevaba hasta el embarcadero. Mustafá los siguió como si de un cachorro juguetón se tratara. Romulus ya ni intentaba detenerlo.

En los muelles de madera se apilaban variedades infinitas de productos. Fardos de tejido púrpura amontonados junto a pilas de carey, grandes láminas de cobre y tablas de madera maciza. El aire húmedo esparcía los olores que emanaban de los sacos de tela abiertos, donde posibles compradores introducían las manos para probar y olisquear las especias y el incienso a la venta.

—Olibanum
, mirra y cinabrio —apreció Tarquinius con ojos brillantes—. Lo que hay aquí nos haría más ricos de lo que jamás hayamos soñado.

—No hay guardias —comentó Romulus sorprendido.

—No hace falta. —Tarquinius miró a la fortaleza—. Y en la entrada del puerto hay una cadena que se puede levantar para evitar que los barcos zarpen.

Romulus se sentía cada vez más inquieto.

Sin embargo, el arúspice parecía estar a gusto y Romulus enseguida olvidó su inquietud. Después de tanto tiempo en el mar, estar en una ciudad resultaba emocionante.

Se abrieron camino para salir del muelle y adentrarse en las estrechas calles de tierra de Cana, flanqueadas por toscas casas de ladrillos de adobe de tres o cuatro plantas. En las plantas bajas había tiendas, como en Roma. Los carniceros ejercían su oficio junto a carpinteros, barberos, orfebres y vendedores de carne, fruta y otros alimentos.

Excepto por las prostitutas medio desnudas que hacían señas sugerentes desde la entrada de las casas, no se veían muchas mujeres. Lo que más se veía eran árabes de tez oscura, vestidos con sus características túnicas blancas; aunque también había indios con taparrabos y turbantes, unos cuantos judeos y fenicios y también algunos negros que llamaban la atención por sus rasgos aristocráticos y pómulos marcados.

Romulus le dio un codazo a Tarquinius:

—Tienen un aspecto muy distinto al de Ahmed.

—Son de Azania, en el sur de Egipto. Dicen que sus mujeres son increíblemente bellas —repuso Tarquinius.

—Pues vamos a ver si encontramos un burdel con algunas de ellas —gruñó Mustafá—. ¡Hace siglos que no folio!

—Primero una taberna —propuso Romulus, más preocupado por la sed que tenía—. Apartémonos del centro.

Tarquinius asintió con la cabeza y Mustafá no protestó.

A medida que el trío se iba alejando de las calles principales, las tiendas eran cada vez más pequeñas y más sucias. Había muchos burdeles y Mustafá los miraba con lujuria. Golfillos harapientos les pidieron monedas a gritos. Romulus sujetaba su bolsa con la mano y los ignoraba; asqueado, caminaba con cuidado por entre los excrementos que arrojaban desde las ventanas superiores.

Tarquinius se rio.

—Es como Roma, ¿no crees? —señaló.

Romulus hizo una mueca con la boca:

—Desde luego, huele igual.

Poco después, se toparon con una taberna lúgubre y de fachada abierta que servía para su propósito. Habían esparcido arena por el suelo para absorber las bebidas o la sangre derramada. El único mobiliario consistía en unas mesas pequeñas y unas sillas desvencijadas. La tenue luz del interior provenía de unas pocas lámparas estriadas que colgaban del techo bajo. La mayoría de los clientes eran árabes, aunque también había unos pocos de otras nacionalidades. Romulus se abrió camino hasta la barra de madera y Tarquinius y Mustafá se dirigieron a una mesa que había en la esquina. Muchos miraban a Romulus con curiosidad, pero nadie se dirigió a él, lo cual ya le estaba bien. Sin embargo, cuando poco después se sentó con una jarra y tres vasos de arcilla sobre la mesa, notó que intensas miradas le perforaban la túnica por la espalda. Discretamente, aflojó la daga en la vaina.

Ajeno a todo, Tarquinius probó el vino. Enseguida hizo una mueca.

—Sabe a orina de caballo mezclada con
acetum
de mala calidad —protestó.

—Es todo lo que tienen —replicó Romulus—. Y encima es caro, así que bébetelo.

Mustafá se rio y se bebió su vaso de un sorbo.

—Buscar una prostituta será más productivo. Voy a ver esos burdeles —anunció—. ¿Os importa que os deje solos?

—No te preocupes. —Romulus miró la sala y no vio ningún peligro inmediato—. Nos vemos aquí.

Mustafá meneó la cabeza y desapareció.

Al cabo de un rato, el vino empezó a saber mejor. Romulus levantó el vaso en un silencioso brindis por Brennus. Durante su estancia a bordo del
dhow
, había tenido mucho tiempo para revivir el último regalo que el galo le hizo. Con el tiempo, el dolor se había mitigado; y aunque Romulus todavía se sentía arrepentido, también reconocía la gran deuda contraída con Brennus. No podría estar sentado en aquella taberna si su amigo no se hubiese sacrificado por él. Romulus tenía la convicción de que Mitra habría estado de acuerdo con la acción de Brennus.

Los pensamientos sobre Roma también ocupaban su mente. Con una agradable sensación en la barriga, Romulus se imaginó cómo se sentiría al ver Roma y a Fabiola. E incluso a Julia, la camarera que había conocido la fatídica última noche en la capital.

—¡Bienvenidos a Cana! —saludó alguien en latín.

Romulus a punto estuvo de atragantarse con un trago de vino. Con la cara roja, alzó la vista para mirar a quien le hablaba.

Un hombre alto, de larga mandíbula y cabello corto se había aproximado desde una mesa cercana. Sus acompañantes, tres hombres corpulentos armados con espadas, permanecieron sentados.

—¿Os conozco? —preguntó Tarquinius con frialdad.

—No, amigo —contestó el desconocido mientras levantaba las manos en señal de paz—. No nos conocemos.

—¿Qué queréis?

—Charlar amistosamente —repuso—. No hay muchos romanos en Cana.

Romulus había conseguido recobrar la compostura.

—¿Quién ha dicho que somos romanos? —gruñó.

El recién llegado señaló la falda ribeteada en cuero de Tarquinius y la túnica roja desteñida de Romulus.

Ninguno de los dos amigos se dio por aludido con la aguda observación.

Pero aquel hombre no estaba dispuesto a darse por vencido.

—Me llamo Lucius Varus,
optio
y veterano de la Séptima Legión —explicó—. Aunque ahora soy copropietario de un barco mercante. Todos los años navego entre Egipto y Arabia para comprar y vender mercancías.

Por el elegante corte de su túnica y el anillo con una gran esmeralda que llevaba en una mano, era obvio que a Varus le iba muy bien.

Entonces, a Romulus le picó la curiosidad:

—¿Con qué comercias?

—Aquí les gustan el vino italiano, el aceite de oliva, las estatuas griegas y el cobre —repuso Varus—. Y en Egipto e Italia siempre hay demanda de
olibanum
y mirra. También de carey y maderas nobles.

«Roma —pensó Romulus con emoción—. Este hombre hace poco que ha llegado de Roma.»

—¿Vosotros no sois comerciantes?

«Anda a la caza de algo —pensó Romulus—. Pero hablar un rato no tiene nada de malo.»

—No —repuso Tarquinius tranquilizándolo—. Vamos de regreso a Italia.

—¿Cuánto tiempo habéis estado fuera?

Romulus hizo una mueca.

—Cinco años —respondió.

—¿En serio? —exclamó Varus—. Ni siquiera un viaje a la India dura más de doce meses por trayecto.

Romulus y Tarquinius se miraron.

—Luchamos con Craso —contestó Tarquinius con lentitud.

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