Brennus se inclinó hacia él y le susurró al oído:
—No les hagas caso. En estos momentos, los pobres diablos se reirían de cualquier cosa. Y guardar silencio tampoco evitará una emboscada. Cantar les hace estar más animados.
La ira de Romulus se disipó. El galo tenía razón. Los soldados contentos luchaban mejor que los desdichados. Y mejor que se imaginaran pasando un buen rato en un prostíbulo que sacrificados a manos de los escitas. Abrió la boca y se sumó a los cánticos.
Después de bramar una docena de estrofas, Romulus se sentía más relajado.
Entonces fue cuando el color del cielo pasó de azul a negro.
Afortunadamente, en aquel momento estaba mirando hacia arriba. Sosegado por el cántico subido de tono de Gordianus, Romulus tardó en darse cuenta de que se trataba de una avalancha de flechas. Cuando se percató, su grito de advertencia fue demasiado suave, demasiado tarde.
Para evitar ser vistos, la ráfaga se había lanzado formando un enorme arco curvo y pronunciado. Pero las puntas de metal ya apuntaban hacia abajo. En cuestión de tres o cuatro segundos, aterrizarían entre los legionarios despistados.
—¡Flechas a la vista! —bramó Romulus.
Un segundo.
Al oír aquel grito, Darius miró hacia arriba y se quedó anonadado. Había otros soldados detrás de él con la vista alzada y una mezcla de fascinación y miedo.
Dos segundos.
El centurión jefe seguía sin hablar. La muerte lo estaba mirando a la cara y Darius carecía de respuesta.
Tres segundos.
Alguien tenía que reaccionar, o buena parte de la patrulla acabaría herida o muerta, pensó Romulus.
—¡Formad testudo! —bramó, quebrantando todas las leyes imaginarias al gritar una orden.
Enseguida recurrieron a su formación. Los hombres del medio se agacharon y levantaron los pesados
scuta
por encima de la cabeza mientras los del exterior formaban un muro de escudos.
Zumbando en el aire, los cientos de astas de madera tocaron tierra. Era un sonido suave, hermoso y mortífero. Si bien muchas impactaron sin causar daños en el revestimiento de seda o en el terreno que rodeaba a los soldados, muchas otras se colaron por entre los huecos de los escudos que no habían acabado de juntarse. Se produjo un breve silencio antes de que los gritos de los heridos resonaran en los oídos de Romulus. Al poco rato, dejó de oírlos. Los legionarios maldecían y gritaban, agarrándose frenéticamente a las puntas de flecha que se les habían clavado en la carne. Los muertos se desplomaron encima de sus compañeros, y los escudos se íes cayeron de los dedos inánimes. Aunque muchos hombres seguían obedeciendo órdenes, el testudo se había deshecho prácticamente del todo.
Romulus contuvo un insulto y miró hacia Darius.
El jovial parto nunca volvería a gritar una orden. Atravesado por media docena de flechas, yacía inmóvil a diez pasos de distancia. Un fino reguero de sangre le salía de la comisura de los labios, mientras extendía la mano derecha hacia ellos en un gesto fútil y suplicante. El guardaespaldas de Darius yacía cerca, tumbado de cualquier manera. Los dos tenían una expresión de conmoción en el rostro.
Pero el ataque no había hecho más que empezar. Más flechas salieron disparadas hacia ambos lados.
Por fin hubo una respuesta rápida.
—¡Formad testudo! —La voz pertenecía a uno de los
optiones.
Por segunda vez, el cuadrado blindado tornó forma; en esta ocasión, sin embargo, mucho menor. Por suerte, los dos oficiales subalternos eran hombres experimentados. Gritando órdenes y sin escatimar golpes con los bastones largos, obligaron a los hombres que estaban en condiciones a alejarse del terreno irregular que conformaban los heridos y caídos. No tenía ningún sentido tropezar con un compañero y acabar muerto por ello. Romulus era incapaz de pararse a contemplar la patética imagen de quienes habían dejado atrás. Sin embargo, los
optiones
sabían lo que hacían. Había que hacer caso omiso de los gritos de los cegados y mutilados pidiendo ayuda. En el fragor de la batalla, la mejor estrategia era la que protegía la vida de la mayoría.
Como sabían lo que estaba a punto de pasar, algunos heridos cogieron los escudos e intentaron cubrirse el cuerpo lo máximo posible. No bastó con eso: murieron en la segunda ráfaga de flechas. Para cuando hubieron caído las últimas, no quedaba nada más que una pila sangrienta de cadáveres con plumas junto al testudo.
Brennus hizo un rápido recuento.
—Esto no va bien —dijo, frunciendo el ceño—. Ya hemos perdido casi cincuenta hombres.
Romulus asintió mientras observaba las laderas a cada lado. «De un momento a otro», pensó.
Como si respondieran a su llamada, aparecieron cientos de guerreros. También eran escitas e iban vestidos del mismo modo que los jinetes que los romanos habían masacrado aquella misma mañana. Eran soldados de infantería, arqueros a pie y a caballo.
«Mi sueño era acertado», pensó Romulus con amarga estupefacción. Aquella fuerza resultaba más que suficiente para aniquilar lo que quedaba de las dos centurias. La poca confianza que había depositado en Mitra se esfumó.
—¡Estamos jodidos! —exclamó Novius, que seguía ileso.
Los hombres dejaron escapar un gemido de temor inarticulado.
Era difícil de explicar, pero Romulus no pensaba dejarse matar así como así.
—¿Qué hacemos ahora, señor? —gritó al mayor de los dos
optiones
. En virtud de sus años de servicio, él era el nuevo comandante.
Los oficiales subalternos se miraron los unos a los otros con expresión incierta.
Los legionarios esperaban.
La sonrisa de Brennus había desaparecido bajo una mirada fija y dura. «¿Me ha llegado la hora? Si es así, gran Belenus, otorga protección a Romulus. Y concédeme una buena muerte.»
El joven soldado conocía la mirada de Brennus por experiencia. Significaba que unos cuantos escitas morirían. Muchos. Pero ni siquiera el enorme galo podía matar a todos los guerreros que iban apelotonándose alrededor del testudo y bloqueaban cualquier posible vía de escape.
—¡Formad cuña! —gritó por fin el
optio
mayor. Lo que había funcionado antes quizá volviera a servir ahora—. Atravesadlos, y tendremos una posibilidad.
No tuvo que insistir a sus hombres. Si no actuaban rápido, quedarían rodeados por completo.
—Filas medias, mantened los escudos en alto. ¡Adelante!
Desesperados, los soldados obedecieron y, por instinto, avanzaron a paso ligero.
Unos cien pasos al frente, los soldados escitas de infantería se colocaban en filas densas. Romulus observó a los guerreros enemigos de tez morena, que iban poco armados en comparación con los legionarios. La mayoría llevaba sombreros de fieltro, pocos se veían con cota de malla o cascos de metal. Su única protección era el pequeño escudo redondo o en forma de medialuna que portaban. Armados con lanzas, espadas y hachas, opondrían poca resistencia a la cuña que se movía rápidamente.
—¡Ésos no nos detendrán! —proclamó Brennus jadeando—. ¡Son sólo infantería ligera!
Su amigo tenía razón. Romulus se sentía confundido. Tal vez su sueño no anunciara su aniquilación. Si conseguían atravesarlos, nada se interpondría entre ellos y el fuerte. ¿Qué tipo de estratagema empleaba Mitra?
Fueron cercando a los escitas, que inmediatamente arrojaron las lanzas. El hombre que Romulus tenía a la derecha tardó demasiado en alzar el
scutum
y por ello una ancha hoja de hierro le atravesó el cuello. Se desplomó sin emitir ningún sonido y obligó a los hombres que iban detrás a saltar por encima de su cuerpo. Nadie intentó ayudarle. La herida era mortal. Otras bajas se pasaron por alto del mismo modo. En esos momentos, como nunca antes, la velocidad era primordial. Los legionarios lanzaron una ráfaga de
pila
a veinte pasos y provocaron docenas de bajas. Siguieron corriendo.
Romulus clavó la mirada en un escita barbudo y tatuado que llevaba un casco de hierro abombado.
Les separaban veinte pasos. Luego diez.
—¡Por la Legión Olvidada! —rugió Brennus—. ¡LE-GIÓN OLVI-DADA!
Todos los hombres respondieron a voz en cuello.
Era el grito que los unía a todos, pensó Romulus. Realmente eran los soldados perdidos de Roma, que luchaban por su supervivencia en los confines de la Tierra. ¿Alguien de su país se preocupaba por ellos en esos momentos? Probablemente no. Sólo se tenían los unos a los otros. Y bastaba con eso. Apretando los dientes, Romulus se aferró más al asa horizontal del
scutum
. Con el pesado tachón de hierro, el escudo romano era un buen ariete.
Su blanco se movió inquieto porque, de repente, se dio cuenta de que el extremo de la cuña se dirigía de lleno hacia él.
Demasiado tarde.
Romulus blandió el
scutum
hacia arriba y le machacó la nariz al escita. Cuando éste retrocedía agónico, Romulus le clavó el
gladius
en el pecho y el guerrero desapareció de su vista. Sin embargo, las filas de atrás estaban preparadas y el campo de visión de Romulus se llenó inmediatamente de rostros gruñones y barbudos. Volvió a bajar el escudo y Romulus se dejó caer hacia delante por el impulso de la cuña. Aunque sólo distinguía a Brennus y a otro legionario al otro lado, tenía a unos cien hombres detrás de él.
Blandiendo la espada a lo loco, un escita se abalanzó gritando sobre Romulus, que encajó el golpe con el borde metálico del
scutum
. Cuando el enemigo alzó los brazos para repetir el golpe, Romulus se inclinó hacia delante y le clavó el
gladius
en la axila. Sabía el daño que le causaría: lo había deslizado entre las costillas para cortarle los pulmones y las arterias principales, quizás incluso el corazón. El escita boqueó como un pez y, al retirar la hoja, salió un chorro de sangre arterial. Romulus hizo una mueca de satisfacción cuando el cadáver cayó al suelo. «Dos abatidos —pensó con aire cansado—. Todavía quedan unos cientos.» Sin embargo, a juzgar por los rugidos de aliento de los hombres de atrás, la cuña seguía avanzando.
Siguió adelante.
A continuación, un par de hombres corpulentos muy parecidos entre sí, posiblemente hermanos, se abalanzaron sobre Romulus. Uno le agarró el borde del escudo con las manos desnudas y tiró de él hacia abajo mientras el otro intentaba acuchillarlo con un puñal largo. Romulus se hizo a un lado y a duras penas esquivó el filo. Acto seguido, recibió un fuerte corte que hizo salir la pieza del casco que le protegía la mejilla y le dejó una herida poco profunda en el ojo derecho. El primer escita seguía queriendo arrebatarle el
scutum
, por lo que Romulus dejó de forcejear. No podía enfrentarse a dos enemigos a la vez. Tambaleándose bajo el inesperado peso de un escudo macizo, el hombre perdió el equilibrio y cayó de espaldas.
Eso dejó a su hermano con el puñal, y sonrió al ver que Romulus carecía de
scutum
. Echándose hacia delante, orientó la hoja hacia la parte inferior de las piernas de Romulus, desprotegidas. Romulus tenía que reaccionar rápido. El escita estaba demasiado cerca para clavarle el
gladius
, por lo que empleó la mano del escudo, la izquierda, para darle un puñetazo al otro en la sien. Mientras el hombre caía medio aturdido, Romulus giró el
gladius
. Agarrando la empuñadura de hueso con ambas manos, giró la hoja y se la clavó al escita en la espalda. El hierro le rechinó en las costillas mientras le atravesaba la carne hasta llegar al riñón.
Profirió un grito animal de dolor y Romulus se encorvó y retorció la hoja ligeramente para asegurarse.
Incorporándose a duras penas, el segundo guerrero vio a su hermano retorciéndose de dolor en el suelo. La rabia le desencajó la cara cuando se abalanzó sobre Romulus. Fue un error fatídico. Empleando uno de los movimientos de Brennus, Romulus soltó la espada con la mano izquierda y se puso en pie para propinarle un fuerte golpe en la cara con el antebrazo. Así ganó el tiempo necesario para recuperar el
gladius
, dar un paso adelante y despachar a su enemigo tambaleante con una simple estocada frontal.
Romulus giró la cabeza para comprobar cómo estaban las cosas a ambos lados. A su derecha, Brennus caminaba por entre los escitas como un poseso. Su gran envergadura resultaba intimidante incluso antes de que empezara a repartir golpes a diestro y siniestro. Pero el galo también era muy habilidoso con las armas. Romulus observó impresionado cómo Brennus chocaba contra un escita imponente y lo empujaba varios pasos atrás al tiempo que derribaba a otros dos hombres de las filas traseras. Cuando el guerrero intentaba defenderse, Brennus lo apuñaló en el vientre. El escita cayó y el galo saltó por encima de él y golpeó a otro hombre en la cabeza con la parte inferior del escudo. Dejó al guerrero inconsciente y le hizo un corte profundo en el cuero cabelludo. Romulus sabía exactamente por qué. Las artimañas de Brennus no conocían límites. Al igual que en el
ludus
, había afilado el borde del
scutum.
—¡Ya casi lo hemos logrado! —gritó Gordianus desde su izquierda, señalando con un
gladius
ensangrentado.
Romulus desplegó una amplia sonrisa. Sólo tres filas los separaban de la ruta hacia el oeste.
Redoblaron esfuerzos. Al cabo de unos minutos de golpes y estocadas, los últimos escitas que se encontraban en medio fueron despachados. En los laterales de la cuña, sus compañeros seguían luchando y dejando guerreros atrás; en cambio, sus enemigos poco armados se habían desanimado. Cuando los adversarios se dispersaron, los legionarios fueron deteniéndose. Habían muerto siete y el doble de esa cantidad presentaba heridas leves, pero todavía quedaban casi noventa hombres capaces de marchar. Con el pecho palpitante y los rostros enrojecidos por el esfuerzo, se detuvieron para disfrutar del panorama.
—Un camino desierto nunca me ha parecido tan apetecible —dijo Gordianus, secándose la frente—. ¡Bien hecho, muchacho!
Sumamente agradecido por la felicitación del otro, Romulus no respondió.
Gordianus vio que Brennus parecía preocupado.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Por encima de los chillidos de los heridos y los gritos de batalla de la infantería escita que tenían detrás, Romulus oyó el redoble de unos cascos. Se le puso la piel de gallina al recordar Carrhae.
—¡Caballería! —dijo con voz monótona.
Alarmado, Gordianus volvió a mirar el camino que tenían por delante, aún vacío.