Enfurecido, Optatus abrió la boca para hablar, pero Novius le puso una mano en el brazo.
—Por supuesto, señor —dijo suavemente el pequeño legionario—. Pero no se puede confiar en su palabra. Él y su amigo son unos putos esclavos. No son ciudadanos como nosotros.
Optatus y Ammias asintieron para justificar sus palabras. En Roma, el testimonio de los esclavos sólo valía si se obtenía mediante la tortura.
Pacorus parecía confundido, por lo que Ishkan se inclinó hacia él y le susurró al oído. Había oído hablar del aislamiento de los dos amigos en los días anteriores a la patrulla.
—¡Idiota! —espetó el comandante—. Todos vosotros sois mis prisioneros. Quién o qué erais antes de Carrhae resulta irrelevante.
—¡No para nosotros, señor! —replicó Novius con vehemencia—. ¡Es muy importante!
—Cierto, señor —añadió Ammias.
Como era lo bastante astuto para ver lo mucho que aquello significaba para los legionarios, Pacorus se dirigió a Romulus.
—¿Es eso cierto? —preguntó—. ¿Sois esclavos?
No tenía sentido mentir. Lo que se dirimía en aquella situación era quién decía la verdad.
—Sí —reconoció con pesadez.
Brennus le lanzó una mirada de alerta, pero Romulus mantuvo la calma.
—¡Lo sabía! —alardeó Novius encantado. Sus amigos parecían igualmente exultantes.
Pacorus esperó.
—Eso no significa que huyera —masculló Romulus—. El valor es patrimonio de todos los hombres.
—Cierto —respondió Pacorus—. Pero no sé quién de vosotros miente. —Se dirigió al
primus pilus
—: Todo esto me da más quebraderos de cabeza de los que necesito. ¡Crucificadlos a todos!
Vahram saludó con entusiasmo. Cumpliría encantado aquella orden. A él poco le importaba cuántos legionarios acababan en la cruz. Y, como eran amigos de Tarquinius, desconfiaba profundamente del enorme galo y su protegido. El
primus pilus
movió la mano y los guerreros partos se arremolinaron alrededor de Novius y sus compinches.
Estaban aterrorizados.
Pacorus frunció el ceño al ver la reacción de los tres veteranos. Era muy distinta de la de Romulus y Brennus, que parecían aceptar su suerte.
—Espera —dijo—. He cambiado de idea. —El comandante señaló a Novius, Optatus y Ammias—: Vosotros tres lucharéis contra los esclavos. A muerte.
El pequeño legionario miró a sus compinches poco convencido.
«Tres contra dos», pensó Romulus. El panorama no pintaba tan mal. Hasta el galo alzó la cabeza. Pero Romulus miró a Pacorus con suspicacia. ¿Por qué había cambiado de idea súbitamente?
De repente, Vahram, que se había llevado una clara decepción, sonrió de oreja a oreja. Adivinó lo que estaba por venir.
Pacorus no había terminado.
—Los esclavos no son soldados —continuó—. No deberían portar armas. Serán tres espadas contra dos pares de manos vacías.
Romulus abrió la boca mientras Novius apenas era capaz de disimular su regocijo.
—Los dioses decidirán quién dice la verdad —sentenció Pacorus.
—¿Cuándo? —preguntó Ishkan.
El comandante se frotó las manos.
—Ahora mismo —respondió—. ¿Por qué no?
Brennus por fin alzó los hombros. «Así por lo menos moriré luchando», pensó.
Romulus apretó la mandíbula, decidido a morir como un hombre.
Los dioses les habían concedido otra oportunidad, por débil que fuera.
Sin más dilación, fueron conducidos al
intervallum
. Pacorus quería que el máximo de hombres presenciara el combate, por lo que las centurias de los barracones más cercanos fueron convocadas rápidamente. No hizo falta insistir a los soldados. Salieron en tropel al aire del amanecer, ansiosos por presenciar aquel espectáculo improvisado. En vez del recuadro delimitado por cuerdas del
ludus
, o del recinto cerrado con postes de madera de la arena, la zona de la pelea quedó delimitada por docenas de legionarios, que sostenían los
scuta
delante de ellos. Los guerreros partos estaban situados a intervalos regulares alrededor del perímetro con los arcos tensados. Otro grupo se colocó alrededor de Pacorus y los centuriones jefe en actitud protectora.
Desataron a Romulus y a Brennus y los dejaron en una esquina. Frotándose las muñecas para recuperar la circulación de las manos, los dos amigos no prestaron atención a las miradas curiosas de los hombres que los rodeaban. Los insultos que llenaban el ambiente eran más difíciles de pasar por alto. Se trataba de sus antiguos compañeros. Romulus ardía en deseos de negar las acusaciones vertidas contra él, pero se guardó la energía porque necesitaría luego todas sus fuerzas. Novius, Ammias y Optatus estaban en diagonal con respecto a ellos. Habían ido a buscar la armadura y las armas de los veteranos, y los tres estaban muy ocupados poniéndose la cota de malla y los cascos de bronce. Caius, que seguía llevando el muslo izquierdo vendado, estaba cerca de sus amigos, aliviado por no formar parte del grupo.
Romulus se devanó los sesos para dar con su mejor opción. De alguna manera, por lo menos uno de los dos tenía que armarse. Rápido. Sus experimentados enemigos no tardarían en herir y matar a dos hombres desarmados.
—¡Separémonos! —susurró Brennus.
Romulus no daba crédito a sus oídos.
—Nuestra única esperanza es permanecer juntos —protestó.
—Yo soy más fornido. Dos de esos cabrones irán a por mí —dijo el galo con seguridad—. Eso te brinda la oportunidad de quitarle un arma al tercero.
No parecía una opción demasiado buena.
—¿Tú qué harás?
—Me las apañaré —respondió Brennus con determinación—. ¡Tú consigue una espada!
Romulus no tenía una alternativa mejor ni tiempo para pensar en ninguna.
Los veteranos se habían armado. Ahora que llevaban cota de malla, escudos y
gladii
presentaban un panorama desalentador.
—¡Empezad! —gritó Pacorus.
Se hizo una pausa.
El comandante bramó una orden y sus hombres alzaron los arcos.
—Dispararán a la de tres —dijo—. Uno…
A Romulus lo embargó la furia. En el
ludus
, los arqueros de Memor lo habían obligado a luchar contra un godo despiadado llamado Lentulus. Aquella pelea también había sido a muerte. «Pero entonces por lo menos iba armado», pensó. El corazón le palpitaba en el pecho. ¿Qué posibilidades tenían?
Los tres legionarios corrieron a ponerse juntos. Desenvainaron las espadas y juntaron los
scuta
para formar un pequeño muro de escudos.
—Dos.
Empezaron a avanzar con expresión adusta y resuelta.
Satisfecho, Pacorus se calló.
«Esto es mejor que la crucifixión», pensó Brennus mientras le subía la adrenalina.
—¡Ahora! —murmuró. Y salió disparado hacia un lateral.
Romulus le hizo caso y corrió hacia el otro lado.
Les agradó ver que la cara de Novius y sus compinches era la viva imagen de la sorpresa. Pero enseguida recobraron la compostura. Tras una pequeña pausa, Novius y Ammias siguieron a Romulus. Optatus fue a por Brennus describiendo círculos con los hombros.
Romulus soltó una maldición. El plan del galo no había funcionado. Los veteranos también habían planeado abatir primero al más débil. A él.
—Ni siquiera podéis luchar juntos, ¿eh? —se burló Novius mientras se acercaban.
—Nosotros no fuimos quienes huimos —replicó Romulus—. ¡Fuisteis vosotros! ¡Putos mentirosos!
De hecho, Ammias pareció sentirse culpable.
—¡Cállate la boca! —susurró Novius, abalanzándose con el
gladius
—. ¡Esclavo asqueroso!
Si enojaba al pequeño legionario quizá tuviera alguna oportunidad, pensó Romulus, apartándose bruscamente hacia la izquierda. Enseguida recibió una estocada rápida de Ammias y se echó hacia atrás a la desesperada arrastrando los pies. Regodeándose, Novius y su compinche se separaron.
Romulus tuvo una pequeña tregua antes de ser atacado por delante y por detrás. Novius era el más peligroso de sus contrincantes, y quizás intuyera el único ardid que se le ocurría. El joven soldado actuó de inmediato. Corrió hacia delante y, en el último momento, se tiró al suelo justo delante de Ammias, rodando para chocar contra sus piernas. El arriesgado plan funcionó y el veterano cayó hacia delante, perjurando. Cargado con las armas y la cota de malla, fue incapaz de moverse durante unos instantes.
Romulus se zafó, se puso en pie y propinó una fuerte patada a la entrepierna desprotegida de su enemigo. Ammias gritó y soltó la espada.
Era la oportunidad que había estado esperando.
Romulus se inclinó hacia delante y le quitó el
gladius
al veterano. Pero no tuvo ocasión de arrebatarle también el escudo. Retrocedió para evitar una estocada letal de Novius, que se abrió paso para socorrer a su amigo. Romulus se apartó, deslizando las sandalias con cuidado para asegurarse de no perder el equilibrio en el terreno helado. El pequeño legionario no lo persiguió sino que ayudó a Ammias a levantarse, que parecía más avergonzado que otra cosa. En una trampa como la de Romulus sólo caían los novatos. Placiendo una mueca de dolor, Ammias extrajo el
pugio
y lo blandió contra él.
—¿Preparado para notarlo en tus carnes? —exclamó.
—¡Vamos, atrévete! —dijo Romulus con desprecio, el
gladius
alzado.
Los dos veteranos fueron a por él al trote.
Romulus respiró profundamente y se llenó los pulmones de aire frío. Su situación era sólo un poquito menos crítica que antes. Miró por encima del hombro para ver cómo estaba Brennus. Para su consuelo, seguía ileso. Bailaba alrededor de Optatus, esquivando y zigzagueando entre las estocadas de la espada del fornido soldado.
Los enemigos de Romulus volvieron a separarse y esta vez se prepararon para atacarlo al unísono.
Ciñó los dedos con fuerza alrededor de la empuñadura de hueso de la espada mientras veía que se le acercaban. Momentos como ése diferenciaban a los cobardes de los valientes. Sólo había una cosa que hacer, pensó Romulus. Seguir atacando. Si esperaba a que lo alcanzaran, la pelea acabaría en cuestión de minutos. ¿A quién? No tardó más de un instante en decidirlo. Novius. Novius era el menos corpulento.
Romulus embistió directamente al pequeño legionario, que abrió los ojos como platos ante su audacia. Para prepararse, Novius se agachó detrás del
scutum
y se protegió desde el cuello hasta la parte inferior de las piernas. El escudo curvo tenía tal tamaño que era casi imposible propinar un golpe fatal al hombre que lo sostenía. Pero aquélla no era la intención de Romulus. Acercándose, amagó a un lado para que Novius pensara que lo atacaba desde la derecha. El legionario alzó el
gladius
, dispuesto a dar una estocada. En el último instante, el joven soldado se desvió hacia el otro lado y bajó el hombro izquierdo. Con un tirón de mil demonios, arrebató el
scutum
a Novius y empleó el peso de la parte superior del cuerpo para empujar al legionario hacia atrás. Novius estaba acostumbrado a tener a un compañero a la izquierda para que lo defendiera, así que Romulus lo pilló desprevenido. Las
caligae
le resbalaron en una zona helada y se cayó de espaldas. El golpe lo dejó sin aire en los pulmones y se quedó sin respiración.
Romulus actuó rápido. Levantó el pesado
scutum
y lo apartó antes de clavar la espada en la garganta de su enemigo. Las pupilas de Novius se dilataron ante la conmoción de sentir cómo la afilada hoja de hierro le atravesaba la carne blanda y le raspaba las vértebras del cuello. Un chorro de sangre brillante brotó de la herida y manchó el suelo. Novius abría y cerraba la boca, como un pez fuera del agua. Al cabo de dos segundos estaba muerto.
«El pequeño legionario malvado ha muerto rápido —pensó Romulus—. Demasiado rápido.»
Miró hacia atrás. Ammias estaba a pocos pasos de distancia y corría como un loco. La voz se le distorsionó con un grito de furia. Romulus tuvo que retirarse otra vez sin escudo. En cambio, su contrincante consiguió recoger un
gladius
cuando pasó por encima del cuerpo de Novius. Se movieron arrastrando los pies, intercambiando golpes, buscando cada uno el punto flaco del otro. Ammias empujó en dos ocasiones el tachón del escudo a la cara de Romulus, pero el joven soldado estaba preparado para ese movimiento típico y se echó hacia atrás en ambas ocasiones. Frustrado y enfadado por la muerte de Novius, los ataques del veterano eran cada vez más desesperados.
«Mantén la calma —pensó Romulus—. Acabará cometiendo un error. Siempre pasa.»
Oyó detrás de él el sonido inconfundible de un grito de dolor.
Romulus no pudo evitarlo: se giró para ver qué había pasado. Optatus le había hecho a Brennus un corte largo que iba del codo a la muñeca del brazo izquierdo. Mientras la sangre le brotaba de la herida, el galo retrocedió a la desesperada, intentando evitar que le hicieran más daño.
El joven soldado se acordó de Ammias demasiado tarde. Se volvió a cámara lenta. El tachón del escudo de su enemigo le impactó de lleno en el pecho y Romulus oyó un débil crujido cuando se le rompieron dos costillas. Empleado de ese modo, el
scutum
romano era un arma ofensiva excelente. Romulus empezó a ver las estrellas y se desplomó, dejando caer la espada.
Ammias enseguida la alejó de una patada. Gruñendo de rabia, se encorvó sobre Romulus.
—¡Has matado a mi amigo! —rugió—. ¡Y ese cabrón galo acabó con Primitivus! ¡Ahora te toca a ti!
Romulus apretó la mandíbula para no gritar. Cada vez que respiraba, tenía la impresión de que le estaban clavando unas agujas afiladas. Como notó su debilidad, el sonriente veterano se ensañó dándole patadas.
Estuvo a punto de perder el conocimiento por el dolor.
—¿Te gusta? —se regodeó Ammias—. ¡Bazofia de esclavo!
Romulus no podía responder. Con los ojos entrecerrados, vio que su contrincante alzaba el
gladius.
Los legionarios que miraban profirieron rugidos de aprobación. El espectáculo improvisado estaba siendo de lo más entretenido. Y si encima uno de sus compañeros resultaba vencedor, mucho mejor.
Ammias se quedó quieto para disfrutar del momento de la victoria.
Romulus sabía que tenía la muerte a un paso. Cuando la espada descendiera, su vida habría terminado. Un torrente de pensamientos se agolpó en su mente. No podría ayudar a Brennus. Ni a Tarquinius. No le sería posible regresar a Roma. No se reencontraría con Fabiola. Y no se vengaría de Gemellus.