Una tos discreta interrumpió su ensoñación. Era Secundus otra vez:
—Os hemos preparado una habitación, señora.
—Estoy cansada —reconoció Fabiola. Descansar le iría bien.
El hombre esbozó una sonrisa forzada.
—¡Seguidme! —instó.
Dejaron la cocina atrás y caminaron en silencio hacia el pasillo que había enfrente y conducía al
valetudinarium
. Cerca de la estatua del dios, pasaron por una puerta entreabierta. El interior lo iluminaba el resplandor parpadeante de una única antorcha. La habitación estaba vacía, pero había una trampilla en el suelo.
Como vio que ella miraba hacia el interior, Secundus cerró la puerta rápidamente. Continuó pasillo abajo sin dar explicaciones. Fabiola lo siguió sin rechistar, pero se le aceleró el pulso. Seguro que aquélla era la entrada al Mitreo. Hasta entonces, no había caído en la cuenta de que sería subterráneo. Pocos santuarios, si es que los había, se construían así.
Secundus condujo a Fabiola hasta una cámara sencilla que contenía poco más que su habitación del Lupanar, donde había vivido casi cuatro años. De todos modos, le bastaba con una cama baja, un arcón de madera, una lámpara de aceite de bronce y un taburete de tres patas con una túnica de hombre doblada cuidadosamente. Fabiola sonrió: no era una mujer de gustos caros. Las mantas parecían limpias y apetecibles. De repente, se sintió más cansada que nunca.
—Podéis dormir tranquila esta noche —dijo Secundus en un tono más amable. Señaló la pequeña campana del suelo—: Hacedla sonar si necesitáis algo. —Sin decir nada más, el veterano se marchó.
Fabiola no necesitaba que le insistieran. Cerró la puerta, apagó la lámpara de un soplo y se quitó el vestido hecho trizas y las sandalias. Se dejó caer en la cama. Bien envuelta en las mantas, entró en calor enseguida. Entonces, empezó a temblar de horror contenido al pensar en lo que Scaevola le había hecho a su vida. Y no se daría por vencido. Aparte de Docilosa y de Sextus, herido, Fabiola estaba sola en el mundo. El miedo era sobrecogedor; sin embargo, el agotamiento era mayor. Quedó sumida en un profundo sueño. Por suerte, sin pesadillas.
Pero se despertó con una verdadera sensación de pánico. Fabiola se incorporó preguntándose dónele estaba. Los recuerdos se agolparon en su mente en una sucesión de imágenes turbadoras: el cadáver de Clodio expuesto en el Foro, los disturbios subsiguientes, la emboscada que le habían tendido los
fugitivarii
, la muerte de sus hombres, Scaevola, lo que había ocurrido en el latifundio. Fabiola se estremeció e intentó olvidar, en vano.
Por algún motivo sabía que era de noche. En la casa reinaba un silencio sepulcral y el aire que la rodeaba era negro como la boca del lobo. Fabiola aguzó el oído un buen rato, pero no percibió actividad alguna. La gente solía acostarse poco después del atardecer. Probablemente los veteranos hicieran lo mismo. Inmediatamente le vino a la mente la habitación sencilla con la trampilla. Al igual que la fruta prohibida, suponía una gran tentación. Se levantó de la cama, se enfundó la túnica de hombre y se acercó a la puerta de puntillas.
No se oía nada al otro lado.
Giró la manecilla con suavidad y la abrió ligeramente. Ninguna voz de alarma. El brillo tenue de una lámpara de aceite que había pasillo abajo le permitió cerciorarse de que no había nadie por ahí. Fabiola salió descalza de la habitación y cerró la puerta. De la estancia contigua a la suya salían unos fuertes ronquidos. Se oía lo mismo en las demás por las que pasó. No obstante, cada vez estaba más tensa. Si la descubrían, la reacción de los veteranos no sería nada agradable. La idea hizo que Fabiola se parara en seco. Ya se había salvado por los pelos dos veces ese mismo día. Continuar sería tentar a la suerte.
En el
atrium
del pasillo poco iluminado vio la gran estatua de Mitra, con la capa misteriosa. El toro sobre el que estaba agachado tenía la cabeza alzada y la miraba directamente a los ojos, con complicidad. Fabiola se estremeció, desconcertada. Hasta que la curiosidad, y su reticencia a admitir una derrota, se apoderaron de ella. De forma involuntaria, sus pies empezaron a recorrer el frío suelo de mosaico. Enseguida llegó a la puerta que Secundus había cerrado. Un vistazo rápido a ambos lados bastó para que Fabiola supiese que nadie la había oído. Su único testigo era el toro, que no hablaba.
Por suerte, el pórtico no estaba cerrado. Y tampoco chirriaron las bisagras cuando lo empujó para abrirlo. En el interior de la habitación, reinaba una oscuridad absoluta. Sin embargo, Fabiola no osaba buscar un pedernal para encender una lámpara. Cuando estuviera en el Mitreo, quizá, pero no antes. Si algún veterano viera allí una luz encendida, ya podía dar el juego por terminado. Empujó la puerta y la dejó casi cerrada. Desde el pasillo, sólo entraba un ligerísimo brillo por el diminuto resquicio que había dejado entre el borde y el marco. Fabiola esperó que fuera suficiente. Deslizando los pies descalzos con cuidado por los azulejos, se situó en lo que debía de ser el centro de la cámara. Palpó el suelo a cuatro patas, totalmente a oscuras. Se llevó una decepción al no hallar más que las pequeñas irregularidades entre las piezas de azulejo que formaban el mosaico. Cuando Fabiola se quedó quieta, sólo oyó su propia respiración y los latidos rápidos de su corazón. Aquello le resultaba desconcertante y tuvo que parar varias veces para tranquilizarse. No encontró nada durante lo que le pareció una eternidad.
Al final los dedos se acercaron a una anilla de hierro. Tanteando con cuidado, descubrió que estaba sujeta al centro de una losa de piedra rectangular. Le embargó una gran sensación de alivio, aunque se le puso la piel de gallina cuando alzó la trampilla y una corriente de aire fresco ascendió de las profundidades y le trajo el aroma a incienso rancio y el olor corporal masculino. Aquello era terreno sagrado, y ella tenía la entrada prohibida.
Sin embargo, aunque hubiera querido, ya no había vuelta atrás. La atracción de lo que podía encontrar allí abajo era demasiado poderosa. Mitra la esperaba. Fabiola respiró hondo y deslizó las piernas por el borde rezando para que el descenso no fuera exagerado.
No lo era.
La escalera era estrecha y empinada, cada peldaño estaba tallado a partir de una única piedra lisa. Siempre y cuando fuera con cuidado, no se caería. No era más que un descenso a la oscuridad más absoluta. Recorrió el muro con los dedos y notó que no estaba enlucido. Resultaba sumamente difícil determinar dónde estaban las juntas de las losas, si es que las había. El constructor de aquella estructura secreta había sido todo un maestro de la ingeniería.
Lo único que rompía el silencio era el suave golpeteo de los pies de Fabiola en el suelo. Resultaba bastante aterrador, tal como se imaginaba que podía ser un descenso a los infiernos. Se puso a contar los escalones para mantener la mente ocupada y, al llegar al fondo, éstos sumaron un total de ochenta y cuatro. El Mitreo estaba muy profundo. Las paredes todavía no se habían ensanchado, por lo que se encontraba en un estrecho pasillo. Conducía hacia delante, más allá de lo esperado. En ese momento, Fabiola sintió un miedo demasiado intenso para seguir sin iluminación. A saber qué había allí abajo. Palpó el muro para ver si encontraba un soporte de metal o una lámpara de aceite. Cuando los dedos tocaron la forma conocida de un cuenco de bronce, Fabiola estuvo a punto de gritar aliviada. Al lado, en un pequeño hueco, encontró dos trozos de piedra afilados. Los frotó entre sí y utilizó las chispas producidas para encender el pabilo de la lámpara.
Tras haber pasado tanto rato a oscuras, la luz que llameó le pareció cegadora. Fabiola tuvo la sensatez de apartar la mirada e ir dejando que la vista se le acostumbrara. Lo primero que le llamó la atención fue el mosaico decorado que tenía bajo los pies. Pocas veces había visto azulejos diminutos tan delicados o diseños tan bien elaborados. Un artesano muy hábil habría tardado muchas semanas en cubrir la superficie. Con una franja lisa de color oscuro que bordeaba las paredes, el centro del pasillo se hallaba dividido en siete paneles, cada uno de ellos repleto de símbolos. Inmediatamente tuvo claro que lo que estaba viendo revestía una enorme importancia.
El primer panel representaba un pájaro negro con un pico impactante, un
caduceus
, el símbolo del comercio, y una pequeña taza. A Fabiola le encantó la imagen del cuervo. Sin embargo, la majestuosa ave, una de sus preferidas, no representaba más que la primera etapa.
El segundo recuadro contenía una lámpara de aceite y una diadema. Caminó hacia delante y fue empapándose la vista de la abundancia de información que le proporcionaba la superficie del suelo. También había una lanza, un casco y una especie de mochila, además de una pala para el fuego, un cascabel y un rayo de Júpiter.
El nerviosismo inicial de Fabiola había quedado aplacado por una profunda sensación de reverencia y afinidad. Estaba claro que los paneles representaban los símbolos sagrados de los seguidores de Mitra. Ansiaba conocer su significado.
La siguiente etapa estaba representada por una hoz, un puñal y una medialuna con una estrella. El penúltimo era un recuadro con una antorcha, un látigo y una corona ornamentada con siete rayos. Y en el último se veían un gorro frigio, un cayado, un cuenco para libaciones y una gran hoz. El gorro era el mismo que llevaba la estatua de Mitra del
atrium
superior.
Notó aire en la cara, lo cual indicaba que el pasadizo se había ensanchado. Se internó lentamente en la oscuridad y alzó la lámpara para encender otras situadas en los soportes de la pared. Su brillo amarillo reveló una sala larga y rectangular cuyo techo con listones se sostenía con postes de madera clavados en el suelo a intervalos regulares. Unos asientos bajos de piedra recubrían ambas paredes laterales. El fondo de la cámara estaba dominado por tres pequeños altares de piedra llenos de inscripciones. Por encima, en el muro del fondo, había una representación gigantesca de la tauroctonia pintada con colores vivos. La sangre carmesí brotaba de la herida del cuello del toro y la capa verde oscuro de Mitra estaba cubierta de puntos de luz brillantes que debían de ser estrellas. A ambos lados del dios había una figura masculina con sendas antorchas: una hacia arriba y la otra hacia abajo. A su alrededor había animales y objetos; Fabiola identificó un cuervo, una taza y un león. También había un perro, un escorpión y una serpiente. Los paneles enlucidos que quedaban a derecha e izquierda contenían más imágenes. Se quedó boquiabierta ante la calidad y el nivel de detalle.
Había hombres dándose un banquete alrededor de una mesa, servidos por otros que portaban vasos y platos de algo que parecía pan marcado con una X. En otros se veía a Mitra con el gorro frigio, cogido de la mano de una imponente figura dorada tocada con una corona de siete rayos. ¿Se trataba del sol? En muchas imágenes aparecía la misma criatura divina, sentada con Mitra detrás del toro muerto, efe pie en un carro tirado por caballos aceptando regalos de simples mortales. Incluso el suelo estaba decorado. Las baldosas estaban divididas en doce recuadros que representaban varios animales y símbolos: unos niños gemelos, un carnero, una balanza y un escorpión, entre otros.
Para entonces, a Fabiola le daba vueltas la cabeza de tanta información a la que se había expuesto.
Recorrió el mosaico de puntillas y empezó a sentirse muy cohibida. Aunque no había nadie más en la cámara, daba la impresión de que sí. Volvió a ponerse nerviosa y a tener las palmas sudorosas. De pie ante el trío de altares, Fabiola alzó la vista hacia Mitra. ¿Alguna mujer había estado allí antes de manera clandestina? ¿Acaso debía marcharse? La sangre le palpitaba en las sienes, pero nada ni nadie se abatieron sobre ella.
Le llamó la atención una pequeña ampolla situada en el pedestal central. Parecía cara, era de cristal azul y tenía un tapón delicadamente forjado en forma de cabeza de león. Estiró la mano y la cogió.
«Ha llegado el momento de la verdad», decidió Fabiola, destapándola. Se acercó el frasco a la nariz e inhaló. Notó un olor tenue y agradable y, de forma instintiva, se dio cuenta de que el contenido estaba allí para ser ingerido durante los rituales. «Es mi momento sagrado —pensó Fabiola con vehemencia—. Mitra lo comprenderá. O me envenenará.» Había llegado el momento de depositar toda su confianza en la deidad guerrera. El corazón le palpitó con fuerza durante unos momentos; sin embargo, Fabiola se dejó dominar de nuevo por la sensación de calma que reinaba en la cámara. ¿No era el dios quien la había llevado hasta allí? ¿Y quién era ella para resistirse? Tras los dramáticos acontecimientos de la jornada, no tenía nada que perder. Fabiola inclinó la cabeza hacia atrás y Fabiola se vertió el líquido en la boca. Tenía un sabor ligero y dulzón, con un trasfondo potente que no le resultaba familiar.
Volvió a dejar la ampolla en el altar y tragó.
No ocurrió nada durante un buen rato. Empezaba a sentirse decepcionada.
Entonces a Fabiola le pareció que empezaban a sonar unos tambores, un redoble sencillo y repetitivo que la atraía, un ritmo hipnotizante. En vez de asustarse, se sintió eufórica. Mitra estaba allí, en la estancia. Notaba su presencia.
El tamborileo sonó más rápido y alcanzó un crescendo de sonido que hizo temblar las paredes. Sin saber dónde estaba, Fabiola se quedó inmóvil, absorbiendo la energía. Poco a poco, los redobles se fueron amortiguando hasta verse sustituidos por otra secuencia más calmada. Notó que caía y caía, pero que su espalda no chocaba contra el duro suelo. Siguió un tamborileo más hipnótico que transportó sin problemas a Fabiola a otro mundo, a un lugar increíble en el que veía a través de un pájaro volador. Parpadear con fuerza e intentar retornar a la pequeña cámara no servía de nada. Si movía la cabeza, Fabiola veía unas plumas negras y relucientes perfectamente dispuestas en unas alas potentes. ¿De verdad se había convertido en un cuervo? Curiosamente, no tenía miedo. Sólo sentía regocijo.
Le parecía de lo más natural alzar el vuelo en el cielo soleado, dejándose llevar por corrientes de aire que le permitían alcanzar velocidades de vértigo o quedarse inmóvil, escudriñando el terreno que quedaba debajo. Durante un buen rato, Fabiola disfrutó con su mera existencia, deleitándose con la libertad que le otorgaban el vuelo y la imagen de la tierra como nunca la había visto. Los ríos serpenteaban por el paisaje; las colinas y las cumbres nevadas discurrían en líneas cortas y gruesas o en cordilleras inmensas e irregulares. La mancha verde de los bosques cubría parte de la vista. Los asentamientos humanos estaban desperdigados aquí y allá, los caminos de tierra que los unían parecían meros lazos. ¿Dónde se encontraba?