Pronto el dinero comenzó a entrar a raudales, de manera física, visible. Y Yabrán, que detestaba los cheques y retaceaba su firma o la dibujaba trabajosamente, con perceptible cautela, prefería entenderse con el efectivo. En aquellos años (y dicen que mucho después) no era raro que un ejecutivo de confianza ingresara en su despacho en el búnker de Viamonte y lo descubriera, parapetado detrás de altas columnas de billetes, atando los fajos con gomitas.
En 1978, comenzó a comprar campos en su Entre Ríos natal. Es un reflejo habitual en los nuevos ricos de la Argentina que siempre han querido emular a los viejos terratenientes, pero en su caso, también supuso un regreso a su lugar de nacimiento. Lo cierto es que en su pueblo de Larroque, cerca de la estancia donde dicen que se mató, se produjo un accidente que pudo ser terrible; un episodio que en la cultura oriental a la que pertenecía podía haberse leído como una señal del destino y que gente más prosaica interpretaría simplemente como otro hecho desgraciado en una familia signada por la violencia.
Alfredo había ido con su mujer y sus hijos a visitar a uno de sus hermanos mayores, José Felipe, el
Toto.
La visita familiar discurría como siempre, sin mayores novedades, cuando se escuchó una detonación en el dormitorio del
Toto,
que hizo retemblar las paredes. Entraron en el cuarto, adivinando la catástrofe y vieron al
Toto
lívido con un arma en la mano: la escopeta que estaba limpiando cuando se escapó el tiro. En un rincón lloraba, ensangrentado, Mariano, el segundo hijo de Alfredo y Cristina. El chico, que tendría unos seis años, había sido alcanzado por algunos perdigones que le rozaron el cuero cabelludo y otras partes del cuerpo, sin producirle ninguna herida de consideración.
Garganta Dos trata de ser objetivo y superar algunas viejas heridas que mantiene ocultas en su memoria.
—La primera razón del éxito de Alfredo, es Alfredo mismo. Más acá y más allá de sus prácticas corruptoras y de algunos métodos crueles que algunos simplifican con la palabra "mafia", el tipo era (o
es,
mejor dicho, porque yo estoy convencido de que está vivo) un genio. Un genio del mal, dirá usted, pero un genio al fin. Uno de esos talentos que produce este país en todos los campos y que desconciertan cuando uno ve los pobres resultados que logramos como sociedad. Uno de esos talentos que no tardan en convertirse en mitos. En mitos donde condensamos nuestros odios y nuestros amores. Además, como suele suceder, tuvo suerte. Lo acompañaron las circunstancias y él las aprovechó al máximo, sin piedad ni escrúpulos. Pero conservando siempre (eso hay que reconocérselo) ciertos códigos permanentes, inamovibles. Para él las cosas estaban claras: usted era amigo o enemigo, eficiente o inútil, provechoso o descartable, leal o traidor.
El fabricante de orquídeas se queda unos instantes en silencio, jugando con un cortapapeles, del que parece extraer la última sentencia:
—¿Usted entiende de computación?
—Poco y nada, uso la computadora como una máquina de escribir.
—Pero conoce el principio, ¿no? La lógica matemática, el pensamiento binario. ¿Se acuerda de Lewis Carroll, el de
Alicia en el país de las maravillas?
Uno de los tipos que desarrolló la lógica matemática y la aplicó en sus escritos. Bueno, Alfredo, como especialista en
software,
era un lógico. Y a la vez un extraordinario vendedor. Es muy raro que se dé esa conjunción: los vendedores no suelen ser buenos lógicos y los lógicos suelen ser pésimos vendedores. Cuando al valor científico del lógico se une el talento artístico del vendedor se genera una fuerza muy poderosa, casi imbatible. Si lograron embromarlo fue porque era ante todo un empresario, un tipo que analizaba la realidad desde el pensamiento binario. En el mundo de los negocios, todo es blanco o negro, tajante. En el mundo de la política, en cambio, predominan los grises. Esa gran computadora que era Alfredo, perdió la partida porque no estaba programada para
leer
los grises.
El Buche
es una cucaracha pecosa, con cejas rubias como antenas. El Doctor piensa que puede volar en cualquier momento, espantando a los parroquianos del café reciclado en pizzería. No le gusta nada el tipo. Cada encuentro con él es como pisar mierda en patas. Pero a veces tiene buena merca y datos venenosos para cagar al que haga falta. Siempre lo conoció así, como
el Buche.
Ningún otro apodo. Ningún otro nombre. Un clásico producto del hampa nueva que nació en la dictadura y se recicló en la democracia, como el boliche ese que tienen fijado como "oficina".
El Buche
es un todólogo, que tiene datos sobre la AMIA, sobre la Bonaerense, sobre la Federal, sobre los altos personajes del gobierno. Se mueve entre putas, cafishios, policías, camellos, traficantes y servicentros. Camina sobre el alambre en busca del peso. Un día, piensa el Doctor,
el Buche
aparecerá flotando en un drenaje, suicidado, y entonces lo único que el Doctor querrá, como homenaje fúnebre, será que su nombre y su teléfono no sean encontrados en su mugrienta agenda.
Lo que
el Buche
le trae ahora no lo sorprende, por la sencilla razón de que ya nada sorprende en la Argentina del fin de milenio. Poco antes del escopetazo de Yabrán, los medios habían tenido su cuota regular de novela negra con el caso del juez federal Norberto Oyarbide, televisado en calzoncillos en un burdel para gays y chantajeado por el taxi boy Luciano Garbellano, que lo acusaba de participar en el negocio y de haber intentado asesinarlo a balazos. En la saga finisecular no faltaba nada: un
maître
argelino que también acusaba al juez de haberlo amenazado en el mismo restaurante de Puerto Madero donde el pálido magistrado se reunía con personajes de primer rango como el Ministro del Interior; un policía de apellido Rosa, que en tiempos de los militares torturaba a los secuestrados bajo el apodo de
Clavel
y ahora cobraba para dar protección a los prostíbulos (homo y heterosexuales), y hasta técnicos en comunicaciones que filmaban el tiempo de ocio de los poderosos, para vender el video al interesado. Los diarios habían mencionado a un señor Stiuso, de la SIDE, señalándolo como posible cineasta de la noche porteña, pero luego, como siempre, todo se había borrado y olvidado rápidamente, al estallar un caso más gordo. Siempre era así. La gente devoraba su escándalo hebdomadario y no le quedaba nada dentro del cráneo, excepto una capa cada vez más grande de cinismo. Nadie investigaba nada. Nadie castigaba nada. Nadie tenía las manos limpias para limpiar el establo. Algunos jueces federales, como Francisco Trovato, estaban presos pero no lo pasaban tan mal; hasta tenían citas con la amante mientras esperaban los interrogatorios judiciales. Buenos Aires era la nueva Venecia, sólo que las góndolas se desplazaban sobre un mar de mierda.
—Hay un video —dijo
el Buche,
mirando al Doctor con una sonrisa taimada. Y esperó en vano una reacción, porque el rostro de su interlocutor parecía de teflón.
—Hay un lindo video hecho por un viejo zumbo de la Marina para el capitán ese que le manejaba la inteligencia —insistió—. Con lindas escenas filmadas en la mansión que tenían para las fiestas. Está su amigo el juez, con un gatito de quince que le tira la goma. El senador que usted ama retozando con otras dos pendejas. Y un personaje demasiado grueso para nombrarlo al que le meten un consolador en el ojete. Todo regado con buen champú y blanca de primera.
El Doctor se mantiene impasible y silencioso. La cucaracha mira torvamente hacia los ventanales del café; luego baja aún más la voz y le acerca su cara repugnante para tratar de perforar la muralla de teflón.
—El tema es pesado... —sugiere—. Pero si le interesa puedo sondear si está en venta. Es más: yo pienso que si los muchachos me lo mostraron es porque lo quieren poner en venta...
El Doctor arruga el teflón con una mueca despectiva y, por fin, contesta:
—Suponiendo que exista... ¿qué podríamos hacer nosotros con esa culebra entre las manos?
—Y... no sé, Doctor... —se ríe groseramente la cucaracha—. Pasarlo en el programa de Grondona.
—No diga pelotudeces que no me sobra el tiempo. No podemos hacer nada con esa basura.
—Apretar, Doctor, apretar —insiste la cucaracha, sin saber todavía si el Doctor está enojado en serio o finge para bajar el precio de sus alcahueterías.
—¿Qué le pasa, se volvió loco o quiere que me la pongan? No hacemos esa clase de operaciones. Y, además, no nos interesa. Se acabó. El tema no nos interesa más. ¿Tenía otra cosa que decirme?
Entonces
el Buche,
buhonero de las alcantarillas, abre el maletín y saca la mercadería buena, la que en realidad venía a vender.
—Quiero ese video —dice el periodista de
Página
/12.
—¿Cuál de los dos? —pregunta desprevenido el vocero del Gobernador.
—¿Cómo, son dos?
—Sí. Pero no te los podemos dar —reflexiona Carlos Ben—. Bah, vos pedíselos al Gober. Pero hay uno, seguro, que no te lo va a poder dar, porque le puede costar la vida al tipo que le contó, por primera vez, lo de los
Horneros
y que había sido Yabrán, nomás, el que mandó matar a Cabezas.
—Hagan la desgrabación ustedes y pásenme una versión recortada, que no permita deducir la identidad del testigo.
—Pedíselo al Gober, yo no te puedo dar nada.
El auto avanza a ciento sesenta kilómetros por hora en dirección a la quinta de San Vicente, el retiro campestre de Eduardo Duhalde. A los costados, suburbios grises y el caserío de latas y trapos de las villas miseria, cada vez más pobladas y extendidas; luego rachas de campo, potreros y el pueblo de San Vicente, donde Perón y Evita también tuvieron una quinta. El Gobernador ha decidido romper el silencio y ha convocado solamente a los periodistas de los principales diarios y agencias nacionales. No quiere radios ni televisión. Es su primer encuentro con la prensa después del escopetazo de San Ignacio, que parece haberlo dejado sin enemigo visible. Menem sigue avanzando con su proyecto de re-reelección y una ola oportunista premia su tenacidad para aferrarse a la manija: los gobernadores, caudillos provinciales del nuevo peronismo conservador, se alinean detrás del hombre que sólo vive para ser el Jefe.
En la entrada de la Quinta Santo Tomás no hay una gran custodia visible, pero se la adivina en los autos sin identificación, detrás de los arbustos, en los alrededores del pabellón de entrada; una de esas típicas casas cuadradas, de ladrillo expuesto, que empezaron a darle un rostro humano a la campaña bonaerense en el siglo pasado. El gobernador y su secretario de seguridad Arslanian temen una respuesta de los oscuros que rodeaban a Yabrán. Por eso se refuerzan todas las escoltas, incluyendo la del juez Macchi. El servicio de inteligencia de la Bonaerense investiga a los hombres de Bridees; sus operadores exhuman, en secreto, carpetas que comprometen a más de un "pesado" cercano al Ministerio del Interior, a cuyo frente está el odiado Carlos Vladimiro Corach. En Balcarce 50 hacen exactamente lo mismo. Los escritorios se pueblan de inquietantes carpetas. Antiguos fascistas de los setenta compran cargamentos de armas. Se escucha en sordina el ruido de los cerrojos. Hay una guerra subterránea en el poder de la que apenas sale la punta del iceberg en los diarios. Algunos se preguntan si sólo está en disputa la conducción política o hay algo más. Una revista habla de una pelea feroz entre cárteles de la droga, esa mafia internacional a la que sigue aludiendo Domingo Cavallo, con su tono desafiante. El ex Ministro de Economía no baja los decibeles pese a la muerte de Yabrán, porque, para él, esa muerte demuestra precisamente que la mafia sigue en pie y tiene jefes más poderosos que el muerto. Dentro y fuera del país. Como el sirio Al Kassar, el intocable traficante de armas que todavía conserva en su palacio de Marbella el pasaporte argentino que le hicieron en la Rosada, y cuya foto lo muestra con un saco y una corbata que le prestó su primo lejano, el Presidente. Muchos desmemoriados ponderan lo terco y corajudo que es el ex Ministro de Economía que dolarizó la Argentina y expulsó del mercado a un tercio de la población. Sólo los más informados saben que tiene por detrás un acorazado compuesto por la gran banca de los Estados Unidos con David Mulford a la cabeza, los informes reservados del Departamento de Estado que le tira el ex embajador Terence Todman y la gratitud de ese rudo veterano de la CIA en Vietnam, el
Cartero
norteamericano Fred Smith, dueño de Federal Express. Alguien que detesta que otros laven dinero sin su permiso.
El periodista y el vocero atraviesan el parque húmedo, llovido, donde se han cocinado tantas maniobras y contramaniobras y llegan a otro pabellón auxiliar. Una cálida sala blanca con chimenea y una inmensa cantidad de botellas intactas de whisky. El periodista de
Página/
12
se queda solo unos instantes, contemplando las botellas, la chimenea y un tablero de ajedrez que adorna la mesa ratona y luego oye voces en la puerta. Piensa que son sus colegas de los otros diarios, pero es el Gobernador y su comitiva. Es evidente que han decidido regalarle unos minutos a solas, sin competencia. Eduardo Duhalde es sencillo, amable y parece lo que fue en los años de plomo: el dueño de una inmobiliaria suburbana que habla o ríe torciendo hacia abajo el labio inferior. Pero sus ojos fríos e inquisitivos desnudan la dureza de un hombre del poder. Está triste porque esa tarde no ha podido jugar al fútbol en la pequeña cancha que hay al final del parque.
—Es lo único que me desenchufa —comenta, como si dispensara una confidencia crucial—. El fútbol me desenchufa más que el ajedrez.
Entran ministros, secretarios, la corte de provincias que rodea al
Duque
desafiante. Al
Caballero Negro.
Al amigo-enemigo del Rey. El Gobernador invita al periodista a pasar a un ambiente aledaño: el gran jardín de invierno donde después se llevará a cabo la rueda de prensa. A través de los ventanales, la tarde brumosa exalta los verdes del parque y propone una atmósfera de policial británico. En un televisor gigante pasan el partido Argentina-Italia y el Gobernador y su Ministro de Gobierno ponderan virtudes y defectos de los jugadores con evidente erudición. Entonces, con los ojos fijos en el televisor y simulando no dar importancia a sus palabras, Duhalde deja caer un comentario muy sugestivo:
—Fue aquí...