Los policías saltaron hacia atrás. Seves y Alloatti pensaron que alguien les estaba disparando y desenfundaron sus pistolas.
—¡No! ¡No tiren que es el señor Yabrán! —les gritó Aristimuño y, mientras entraba con los policías en la
suite,
le advirtió a un patrón que ya no podía oírlo:
—¡No tire, Alfredo!
Al atravesar el breve pasillo que comunicaba con la
suite
vieron en el suelo "una persona canosa, aparentemente de sexo masculino", vestida con un jogging azul a rayas blancas. Debajo del cuerpo, junto a la cara, invisible para los que entraban, asomaba el caño de una escopeta. Un espeso charco color ciruela se iba agrandando a ojos vista debajo de la cabeza canosa. Apestaba a pólvora. Y por debajo se insinuaba un tufo agrio, apenas definible: un vaho de carne quemada.
—¡¿Qué hiciste,
Turco?!
¡¿Qué hiciste, la concha de tu madre?! —vociferó Leo y se largó a llorar. El comisario Cosso, el primero que ingresó en la
suite
supo, sin tocarlo, que el canoso del jogging ya era cadáver. ("La persona estaba inmóvil, sin signos vitales aparentes.") Detrás del policía de Gualeguaychú entraron los oficiales Vergara y Ferreras, el cabo Biré, Aristimuño, los testigos civiles, el comisario Seves y, algo más alejada, Andrea Biordo, gritando: "¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué pasa?!". Leo le confirmó lo que ya intuía: "Se mató Alfredo, Andrea". El cuerpo estaba caído de cara al suelo, sobre las baldosas, al lado del inodoro, con los pies hacia el lavabo y la cabeza saliendo apenas del baño hacia el corto pasillo que daba al dormitorio.
—¿Por qué, por qué? —repetía Aristimuño, mientras abrazaba a su mujer y la sacaba de la habitación. Los dos chicos lloraban, abrazados y Seves increpó a Leo:
—Mirá lo que hiciste, pibe. Si nos hubieras dicho la verdad tu patrón todavía estaría vivo.
Leo lo miró con odio. Alguien gritaba "¡No toquen nada!".
El comisario Cosso le pidió al joven casero un celular y llamó a la jueza de Gualeguaychú, al fiscal, a la defensora y a su propia Departamental para "requerir la presencia de funcionarios del Gabinete de Criminalística y el señor médico forense". Hicieron salir a todos de la
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y quedaron "solamente dos custodios" en espera de Su Señoría. Según el acta de allanamiento, labrada por la Departamental Gualeguaychú, el deceso de la persona, todavía no identificada oficialmente como Alfredo Enrique Nallib Yabrán, se habría producido a las 13.35. En su testimonio, el jefe Alloatti lo calcula —con gran elasticidad— entre las 13.10 y las 13.30. Una desprolijidad menor, tal vez, para un sumario plagado de inexactitudes. Para aventar suspicacias, el testimonio del comisario Cosso hizo notar que el hecho se había producido en una habitación cerrada, con una sola entrada, en la que el occiso se encontraba a solas. También destacó, como sus colegas, que no se había visto ningún vehículo abandonando el lugar en los momentos previos al descubrimiento del cadáver. La única nota llamativa eran "unas huellas frescas, atrás de la casa, presumo yo por el rocío", que encontró personal de Investigaciones comisionado por Seves.
El ministro de Gobierno, Faustino Schiavoni bajaba las escaleras de la Casa de Gobierno en Paraná, junto con su jefe de Prensa, Daniel González, que le llevaba el celular. Eran, aproximadamente, las dos menos cuarto de la tarde cuando sonó el teléfono. El que llamaba era el jefe de Policía de Entre Ríos, Santos Errasti, que dijo abruptamente y sin presentarse:
—Apareció muerto Yabrán.
González apretó la tecla "end", sin contestar siquiera.
—¿Quién era? —preguntó el Ministro.
—Creo que era una joda: un tarado me dijo que apareció muerto Yabrán.
—Cómo habla al pedo la gente —acotó Schiavoni.
No pasaron treinta segundos y volvió a sonar el celular. Esta vez el jefe Errasti se presentó y logró hablar con el ministro Schiavoni. González lo vio cabecear, espantado, y supo que no era ninguna joda.
A las 13.30, Lazo, que estaba a mil metros del casco comentó a su audiencia de LT41: "Aquí está pasando algo. No creo que sea Yabrán, pero seguro que es algo vinculado a la causa. A los policías se los nota nerviosos". Pero enseguida advirtió "corridas, móviles que se mandaban" y "escaneó". Los policías buscaban al jefe Errasti, porque Yabrán estaba muerto. "¿Muerto, cómo?", se preguntó. Y siguió "escaneando". Hasta que alguien le dijo: "Cuando entramos, se pegó un tiro con una escopeta".
A las 14, LT41 de Gualeguaychú dio la noticia; a las 14.15, Radio Rivadavia y a las 15.01 Crónica TV anunció, con letras catástrofe sobre un fondo rojo: SE SUICIDÓ ALFREDO YABRÁN.
Rivadavia lo informó con tanta antelación porque el senador justicialista por Entre Ríos, Héctor Maya, se encontraba con un directivo de la emisora, en la Capital, cuando lo llamó el gobernador Jorge Busti para darle la noticia y preguntarle "cómo hacía" para comunicárselo a Menem.
El país entró en la conmoción y la sospecha. Algunos hombres del gobierno, con pasado militante, como el secretario que aconsejaba "hacerse el boludo para durar", retrocedieron veinte años en el espanto. "Todo es posible a partir de ahora, cualquiera puede morir a partir de ahora", pensó el secretario de Agricultura y Ganadería, Felipe Solá, que dependía de Menem pero estaba cerca de Duhalde.
Tenía razón: en medio del shock causado por la increíble noticia, pasó inadvertida otra muerte menos famosa y aparentemente casual. Por problemas de presión mientras daba a luz, murió la cabo de la Bonaerense María Margarita Formigo. La misma que en la causa Cabezas informó que su jefa, Silvia Belawsky, le había pedido "como un favor", ya en 1996, los antecedentes del fotógrafo de
Noticias.
Carlos Saúl Menem se enteró mientras participaba de un locro por el 407 aniversario de la fundación de La Rioja. El dato se lo dio por teléfono Busti, un hombre que declaró por escrito no haber conocido nunca al
Cartero y
que ahora parecía estar con el Príncipe, después de haber coqueteado con el
Caballero Negro.
Según un funcionario riojano, Menem se quedó "muy serio, pero sereno". Luego bajó la vista hacia su plato de locro y musitó: "Estaba muy presionado". El veloz humor negro de los argentinos acuñó enseguida una versión diferente en la que Busti anunciaba: "Carlos, se mató Yabrán" y el Presidente respondía: "Cómo, ¿ya es la una y media?".
Aunque el ferrocarril iniciaba lentamente su decadencia y Retiro ya no era, en 1961, la Victoria Station que había sido en su apogeo, sobraba para dejar boquiabierto a un muchacho que llegaba de Larroque. Las altas bóvedas, los prestigiosos hierros abulonados, construidos en Inglaterra, los andenes poblados de multitudes acicateadas por los anuncios de los altavoces, el despliegue de mármoles y altas claraboyas en el hall central, infundían algo de temor y a la vez ensanchaban el corazón del provinciano que llegaba en busca de aventuras. El tren estaba en el origen de su pueblo, en el centro de la vida económica, social y aun familiar, porque dos de sus hermanos mayores
(Toto
y Carlos) pronto entrarían a trabajar en el ferrocarril; accederían a la noble y apetecida condición de ferroviario.
Por suerte para el turquito ambicioso, estaban esperándolo en el andén, su hermana Nelly y su cuñado Ornar Alí, el panadero, quienes lo alojaron en su casa en Palermo. Alí tenía una panadería cerca del Hospital Militar, a la que le había puesto "El pibe de oro" en homenaje al crack de Boca Juniors, Ernesto Lazzatti. Como en las novelas decimonónicas, el futuro
Papimafi
se ganaría el cuarto y la pitanza trabajando como ayudante de panadero. Por pocas horas, porque lo central eran los estudios de contador público que, formalmente al menos, constituían la razón de su presencia en la odiada y admirada Capital. Su padre, en cambio, había imaginado alguna vez que el séptimo hijo varón, el pequeño Lobizón, le iba a salir abogado, por lo charlatán y contestador.
El del '61, era un mundo de perfiles nítidos. Había Guerra Fría y a los rusos no les iba nada mal. La Revolución Cubana acababa de cumplir dos años de edad y Fidel Castro estaba a punto de proclamar la índole socialista del movimiento. John Fitzgerald Kennedy gobernaba en Estados Unidos; Arturo Frondizi trataba de gobernar en la Argentina, jaqueado permanentemente por los planteos de los generales que acabarían por derribarlo. Era ministro de Economía Álvaro Alsogaray, que soñaba con privatizar el ferrocarril y demoler el Estado de bienestar instaurado por Perón y se consolaba de no poder hacerlo (todavía) diciéndoles a sus afligidos compatriotas que había que "ajustarse el cinturón y esperar a que pase el invierno". Se escuchaba a los Cinco Latinos y el Club del Clan, con
Palito
Ortega, Johnnie Tedesco y el inefable Billy Cafaro. Las chicas se compadecían de la renguera y de los ojos de carnero degollado de Juan
Corazón
Ramón o se acercaban al infierno con Sandro, que había importado los desbordes pélvicos de Elvis. La televisión en blanco y negro empezaba a destacar a unos ingleses flequilludos que hacían aullar a las rubiecitas con cola de caballo. Era un mundo más ingenuo y quieto, con mutaciones menos vertiginosas, que
Quico
observaba con enorme curiosidad, sin comprometerse con ninguna identidad que trascendiera la propia o, a lo sumo, la de sus afectos más cercanos. Ni siquiera en el terreno de las aficiones deportivas. Era simpatizante de River, pero nunca fue hincha. Y muchas veces, por ironía y voluntad de sorprender y descolocar al otro, simulaba ser fanático del club que su interlocutor más odiaba.
Extrañaba a su madre, una hermosa mujer que lo mimaba y le preparaba los
kepes
que lo deleitarían toda la vida, y bastante menos a su padre, cuya impronta autoritaria lo había hecho sufrir aunque también lo había moldeado para siempre, transfiriéndole el imperativo categórico del trabajo implacable y la acumulación de dinero, por encima de cualquier otra consideración.
Si en Larroque debía trompearse a veces con los chicos que se burlaban de su origen árabe y querían robarle los helados o los pasteles que preparaba su madre, en esa mezcla de París y Johannesburgo que era Buenos Aires tuvo que hacerse muy duro y astuto para sobrevivir y trepar al palo más alto del gallinero. Pronto entendió, por ejemplo, que debía ocultar su nombre Nallib, que apenas figuraría como "N" en sus tarjetas y aclaraciones de firma de los años venideros. Pronto olvidó, como la mayoría de sus hermanos, que su padre había nacido en Beirut y no en "Durazno", como diría burlonamente el
Toto
cuarenta años más tarde, refiriéndose a Damasco. Y que su madre venía también de El Líbano, de un remoto lugar llamado Hasroun, Batrun.
En política,
Quico
no era nada o era vagamente radical, aunque reconocía que, durante su "primer gobierno", Perón había "hecho mucho por los pobres". Pero estaba a leguas de distancia de Jorge Yabrán, el mayor de los diez hermanos, un maestro que llegó a integrar las filas de la Resistencia Peronista, aunque terminó dejando el compromiso militante, asqueado por los engaños y defecciones de Arturo Frondizi, el hombre que llegó a la Rosada con los votos que le prestó Juan Perón. Ferozmente pragmático, el joven provinciano no tardó en descubrir que más allá de las mutaciones coyunturales, como podía ser la alternancia de dictaduras militares y gobiernos civiles débiles, había dos presencias perennes en la escena nacional, que eran los curas y los militares. Y cualquiera que pretendiera abrirse camino en la vida debería tenerlo muy en cuenta. Con los años agregaría a ese cuadro rojo y negro de Stendhal, inmodificable, la bandera amarilla de un poder sindical integrado al sistema corporativo. La cuarta pata de la mesa debía ser, naturalmente, la de los empresarios que vivían prendidos a las ubres del Estado prebendario. La clase de hombres a la que el turquito soñaba acceder.
En aquella época no se decía "look" sino "pinta". Y
Quico,
con mocasines blancos y camisa hawaiana, tenía
pinta de mersa.
Se la fue borrando con el tiempo, pero nunca logró —pese a los sastres y a las "marcas"— sacarse de encima el estigma que tanto lo había mortificado en su adolescencia y que le dificultaba el acceso a las altivas porteñas, unos minones que no daban pelota. Aunque fuera pintón, como lo era el turquito. Llegaba al baile imaginando que elegía una pieza lenta —para no tener que bailar suelto, porque era medio patadura— y la trigueña esa, de inmensos ojos color miel, le aceptaba "salir", le brindaba la cintura y la mano, y dejaba, poco a poco, que él le acercara la cara hasta rozar la pelusa de su mejilla. Entonces se pinchaba la burbuja: él no se atrevía a cabecear su invitación o la trigueña lo ignoraba, de perfil, mientras la mamá, con el pullover de la nena sobre la falda, lo miraba como diciendo "no perdimos nada". Pero le gustaban tanto las mujeres que aprendió a ablandarlas apelando a otra veta de esa picardía que en el boliche del viejo lo hacía emborrachar a los paisanos y ganarles al truco jugando con dos mazos. Hasta que en uno de esos juegos quedó enganchado de una vecina del barrio que tardó un poco más en rendir la ciudadela y a la que tuvo que seducir con varios ramos de rosas. La chica, linda y naturalmente elegante, se llamaba María Cristina Pérez y era cajera de las tiendas Clase. Alegre, dicharachera, convencional, era la típica lectora de
Nocturno
o
Anahí,
que seguía las novelas de la radio y de la tele esperando al hombre "que supiera comprenderla", para "formar una familia". Después de vivir un poco, claro. Pero no mucho. No fuera a ser que el hombre se cansara y prefiriera otra y ella se quedara para vestir santos.
Los jóvenes se enamoraron apasionadamente y no se preocuparon por disimularlo: bailaban solos, se besaban en privado y en público, vivían agarrados de la mano y pegoteados. Muchos años después, cuando ya eran maduros, los hijos, grandes y la pareja había pasado por más de una tormenta, la lente de uno de esos fotógrafos que Yabrán odiaba, los sorprendió dándose un "piquito" en San Martín de los Andes, apenas escondidos detrás de sus infaltables camionetas.
A pesar del apoyo de su hermana Nelly, el muchacho pasó apuros económicos y estuvo a punto de largar la carrera varias veces. Durante una de esas crisis, en las que el viejo Nallib solía hacerse el distraído, el
Toto,
que era guarda en la estación Irazusta, le mandó una cifra importante —para lo que era su sueldo de guarda de estación— que tal vez no le ganó la eternidad pero le supuso, quince años más tarde, la gerencia de Yabito SA y el 5 por ciento de las acciones. A él, tan luego, que según su propia confesión, "no entendía un carajo de vacas".