Según lo dijo reiteradamente, a la jueza Pross Laporte sólo le interesaba averiguar si el muerto de San Ignacio era efectivamente Alfredo Enrique Nallib Yabrán y si se había suicidado o había sido asesinado. Nada más. Una determinación aparentemente impecable en términos jurídicos, que sin embargo omitía la hipótesis del suicidio inducido, que es una forma sofisticada del asesinato. Sugestivamente, los herederos de Yabrán tenían la misma preocupación. Cuando a Héctor Colella le preguntaron por esa teoría, se apresuró a contestar —sin que el periodista hubiera mencionado a nadie en particular— que no habían existido presiones, amenazas o intentos de secuestro sobre la princesita Melina. Y olvidó que en vida del empresario éste había denunciado ante la Justicia amenazas de muerte contra él y su familia. Tampoco recordó la obsesión por la seguridad de los suyos, uno de sus rasgos más acusados y uno de sus puntos débiles, que lo había llevado a la encrucijada que acabó con su propia vida. Porque fueron precisamente las sospechas sobre los multitudinarios "vigiladores" de Bridees y los nexos de Gregorio Ríos con el policía Gustavo Prellezo los que acabaron con el jefe de la custodia preso y con
Papimafi
prófugo de la Justicia.
La jueza entrerriana, justo es admitirlo a esta altura del relato, llegó a probar, con peritajes y testimonios, que el cadáver de San Ignacio era el de Yabrán. Suponer lo contrario equivaldría a imaginar un "dibujo" de la investigación muy difícil de alcanzar (incluso en la Argentina actual), debido a la gran cantidad de testigos y peritos involucrados en los pasos sucesivos de la prueba y las evidencias materiales de los distintos peritajes, oportunamente fotografiadas e incorporadas al expediente.
Hasta el momento de escribir estas líneas ninguno de esos testigos ha dejado trascender una versión diferente de la brindada ante la Justicia. Tampoco se han producido las clásicas muertes dudosas que suelen acompañar los grandes episodios criminales que afectan a figuras del poder.
El cuerpo fue reconocido por sus hermanos Angélica y Miguel Yabrán y (de manera accidental, fuera de la causa 7814) por los tres periodistas que lo vieron en la funeraria de Gualeguaychú, además de muchos otros testigos, con o sin vínculos con la familia Yabrán y el poder. La sangre encontrada en el lugar pertenecía al grupo B, RH positivo, como la que circuló en vida por las venas del difunto. Las huellas digitales del cadáver, fueron cotejadas con las que figuraban en el prontuario N° 34.355 IG del ciudadano Alfredo Enrique Nallib Yabrán y —según los peritos policiales— no dejaron lugar a dudas: de acuerdo con los principios establecidos por Juan Vucetich y aceptados como científicos por todas las policías del mundo, se trataba de la misma persona.
Adicionalmente la jueza previó, desde los primeros momentos, la realización de un estudio que despejara toda duda sobre la identidad del muerto: el cotejo del ADN con el de sus hijos. La misma noche de la autopsia se extrajeron muestras de sangre, pelos, músculos y órganos internos (riñón, bazo, pulmón e hígado) y se dispuso su conservación en frío y su traslado al juzgado, por parte de un oficial de policía y una empleada judicial. Cinco días más tarde, esos mismos funcionarios llevarían personalmente las muestras a la Capital Federal, al Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Facultad de Farmacia y Bioquímica, dependiente de la Universidad de Buenos Aires. Por esa extraña afición al vodevil que tiene la historia argentina, este Servicio estaba a cargo del doctor Daniel Corach, un investigador de cuarenta y dos años, primo del ministro del Interior, Carlos Vladimiro Corach. Esa coincidencia avivó las suspicacias populares sobre un posible "arreglo" en las alturas para que el verdadero Yabrán pudiera gozar de su isla caribeña. Pero la fantasía, en este caso, resultó desmentida por la realidad, porque el doctor Daniel Corach no tiene con su primo otros lazos que los del parentesco y goza de una excelente reputación como científico, igual que sus colaboradores inmediatos Andrea Sala y Gustavo Penacino, quienes también debían estampar su firma al pie del informe —como ya lo habían hecho en otras investigaciones criminales de gran trascendencia nacional, entre las que se destacan ciertos estudios relacionados con el atentado terrorista contra la AMIA. Por orden de la jueza Pross Laporte, María Cristina Pérez y sus hijos Mariano Esteban y Pablo Javier Yabrán se presentaron en el Servicio de Huellas Digitales Genéticas, "acreditaron debidamente su identidad", dejaron la huella de su pulgar derecho en el acta correspondiente y permitieron que les extrajeran sangre para la prueba del ADN. Además de los funcionarios enviados por la jueza entrerriana con las muestras, hubo un testigo en el acto íntimamente vinculado con los Yabrán desde los tiempos prehistóricos de OCASA: Francisco Gazquez Molina. Un periodista de
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Jorge Cicuttin, logró colarse y contemplar con aprensión las cajas de telgopor —iguales a las que se usan en las heladerías— que habían llegado desde Entre Ríos y su contenido: las vísceras que presuntamente pertenecían a Alfredo Yabrán. La princesita Melina Vanesa se negó a presentarse y así quedó consignado en el Acta. El estudio debía durar un mes, pero mucho antes Pross Laporte cambió la carátula a "suicidio" y reiteró su decisión de archivar las actuaciones más temprano que tarde. El resultado, de todas maneras, fue concluyente: el muerto de San Ignacio era el padre de Pablo y de Mariano. El doctor Daniel Corach sepultó la fantasía de la posible sustitución de Yabrán por un doble victimado con una frase muy sensata: "Ningún ser humano puede vivir sin los órganos que se presentaron para este examen". Sin embargo, una apreciable cantidad de argentinos no le creyó; tal vez porque suponían que Yabrán no era un ser humano.
Según la investigación judicial, el muerto era Don Alfredo. ¿Pero se había suicidado? El caso se cerró sin haber tomado ninguna medida para explorar la posibilidad de un suicidio inducido.
Los principales elementos de juicio para demostrar que él mismo se había disparado fueron la tomografía tomada al cadáver en COMETRA y la autopsia, que determinaron la existencia de un disparo de escopeta, efectuado de abajo hacia arriba y no horizontal como hubiera sido en el caso de un homicidio. Además, estaban los testimonios de todos los policías y civiles que escucharon el escopetazo detrás de la puerta. El taco del cartucho que
Toli
Paiva encontró incrustado en el cráneo, correspondía a la vaina servida encontrada en la escopeta rusa Baikal.
Las armas de todos los policías que intervinieron en el allanamiento fueron examinadas y accionadas. Su funcionamiento resultó normal. Nueve sobre veintiuna presentaron residuos de pólvora, pero no se precisó si habían sido disparadas recientemente. A todos los policías que participaron en el procedimiento se les practicó la prueba del "dermotest", que consiste en colocar una cinta adhesiva en ambas manos para recoger eventuales partículas de plomo, bario o antimonio indicativas de que se ha disparado un arma de fuego. La prueba dio negativa en todos los casos, aunque en el informe elevado a la titular del Juzgado de Instrucción N° 2 se consignó —como suele hacerse rutinariamente— que el estudio no era concluyente, porque pudieron haber usado guantes o un arma que proyectase escasa cantidad de residuos hacia las manos del operador o pudieron haberse perdido los residuos "a causa de lavados u otras operaciones intencionales". Al cadáver de Yabrán, en cambio, sólo le practicaron el dermotest en la mano izquierda, porque la derecha estaba ensangrentada. En la izquierda, que no usó para abrir fuego, encontraron una partícula de plomo que en modo alguno resulta determinante para asegurar que fue el autor de su propia muerte. El comisario mayor Rubén González, jefe de Criminalística de la policía de Paraná, contradijo su propio informe asegurando a la prensa que había rastros de pólvora en una de las manos de Yabrán, aunque no recordaba en cuál de las dos.
El análisis bioquímico no detectó drogas, fármacos ni alcohol en la sangre. Esto demuestra que nadie embriagó ni drogó a Yabrán, para luego introducirle la escopeta en la boca y matarlo. Sólo se detectaron cafeína, vitaminas y nicotina, lo cual dice algo sobre sus últimos días: tomó café, siguió cuidando su nivel energético y fumó (algo que había dejado de hacer durante muchos años de su vida). Su última comida, como se evidenció en la autopsia, fue la famosa picada de salame y queso.
En el "estudio documentológico" de las dos cartas dejadas por Yabrán en San Ignacio aparecieron algunas carencias y anomalías que, al parecer, no merecieron la atención de la jueza Pross Laporte. Los peritos grafólogos que estudiaron ambos documentos llegaron a la conclusión importante, pero no decisiva, de que ambas misivas habían sido escritas "por una misma y única persona". Tal vez porque no tuvieron a la vista otros escritos largos firmados por Yabrán, no pudieron agregar un dato esencial a esta primera comprobación porque las cartas —comparadas con otros textos largos del mismo autor— hubieran permitido decir, de modo indubitable, que esa "misma y única persona" era Alfredo Enrique Nallib Yabrán. Lo que sí tuvieron a la vista, según se desprende del expediente, es una firma de Yabrán, al calce de un documento presentado en otra causa iniciada en Concepción del Uruguay, que pudieron cotejar con las firmas obrantes en los textos y los sobres dejados en San Ignacio. Estas últimas, como los propios peritos lo señalaron, tenían el defecto de haber sido parcialmente rubricadas sobre un trozo de cinta scotch, soporte claramente distinto del papel y que puede modificar el trazo habitual. Por eso debieron centrar su tarea en los rasgos asentados sobre el papel del sobre. Los peritos también rescataron que el extinto tenía una "buena cultura gráfica". Pero el dato más extraño, asentado en letra pequeña en el informe, es que "el elemento escritor ofrecido para la presente no corresponde al utilizado en la confección de la escritura manuscrita obrante en la documentación objeto del presente informe". En términos más sencillos: las cartas habían sido escritas en tinta negra, en tanto que la lapicera encontrada en San Ignacio (que ostentaba las siguientes inscripciones: Japan Sanford Uni-ball Micro; uni-ball VISION micro WATERPROOF/FADE PROOF, uni JAPAN) era "una lapicera
trazo azul
fluida". Un detalle nimio el del color de la tinta, que la jueza no se molestó en interpretar.
Pero había cosas más gordas.
El 23 de junio, treinta y tres días después del escopetazo, la jueza Pross Laporte todavía no había solicitado al Registro Nacional de Armas (RENAR) los datos correspondientes a las escopetas de Yabrán halladas en la estancia de San Ignacio. La Baikal letal, por ejemplo, no estaba empadronada en ese organismo. Tampoco había registro de las dos Mossberg 410 encontradas en el dormitorio contiguo a la
suite
de Don Alfredo. La única inscripta —como lo probó una investigación de los periodistas Susana Viau y Darío Schvarzstein— era la Browning 2000 encontrada junto a las anteriores. La existencia de esa otra 12.70 había sido develada por
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un año antes. Justo cuando Yabrán, a través de su vocero Wenceslao Bunge, había proclamado que era "enemigo de las armas". La Browning había pertenecido al capitán de fragata Juan Atilio Holle, amigo personal de Don Alfredo y antiguo enlace de Massera con la Escuela de Mecánica de la Armada. El traspaso se había realizado en 1985 a través del suboficial mayor de Prefectura Ángel R. Quiroga. En aquel momento Yabrán sólo tenía anotadas a su nombre una pistola Browning 9 milímetros y una carabina marca Rossi, calibre 22.
Las tres escopetas encontradas en un placard del dormitorio vecino a la
suite
tenían rastros de pólvora en los cañones. Habían sido disparadas. Además, el acta labrada en el momento del allanamiento revela que en ese lugar se encontró una vaina servida del doce y dos calibre 36, medida que no corresponde a ninguna de las armas secuestradas, pero sí a un pistolón que Leonardo Aristimuño había registrado en el RENAR. El hallazgo, posiblemente explicable y tal vez intrascendente, no mereció la atención de los investigadores.
Sugestivamente, no se tomaron huellas dactilares de los cartuchos de la Baikal. Y sólo se encontraron tres fracciones de rastros papilares en el arma mortal que no resultaron "idóneos para establecer la identidad física personal". En los dos sobres dejados por el finado tampoco encontraron huellas digitales.
En realidad, el relevamiento de rastros dactilares se limitó al "lugar del hecho"; es decir, el baño de la
suite.
El salón de juegos, la sala, la cocina, los otros dormitorios, quedaron a salvo de esta elemental pesquisa al igual que las habitaciones de Aristimuño y Andrea, donde tal vez se podría haber hallado algo importante para la investigación.
La jueza tampoco tomó declaración a los vecinos que, ofreciendo su nombre, aseguraron al periodista Andrés Klipphan haber visto cómo dos camionetas 4X4 abandonaban precipitadamente la estancia antes del allanamiento.
La guinda del postre fue, sin dudas, el teléfono satelital Planet 1 (o al menos su cubierta), que el principal Silva retrató en estos términos en el acta manuscrita del allanamiento, que figura a fojas 34 del expediente: "un estuche de tela sintética color negro, conteniendo un cable y mesada portátil que se lee Planet 1, tipo antena satelital". El hallazgo figura en la causa junto con las correspondientes imágenes tomadas por el fotógrafo policial; sin embargo, su existencia fue tercamente negada por las tres personas que mejor deberían conocer el expediente: la jueza Pross Laporte; la secretaria de su juzgado, María Angélica Pivas, y la fiscal, Lylian de las Mercedes Munizaga. En sus primeras declaraciones, Pross Laporte admitió la existencia del satelital, luego lo negó y finalmente se irritó cuando los periodistas capitalinos le marcaron la contradicción: "Yo creía que era un satelital, pero no, era un celular. No soy experta en comunicaciones, no tengo por qué serlo además".
Estaba tan enojada que incurrió en un serio error al afirmar que el Planet no había sido visto. "¿No fue secuestrado porque no fue visto?", le preguntó un enviado especial. "No,
es que no sé si existe
—respondió la magistrada—, no me hagan decir lo que no digo, por favor. Yo no lo vi. No sé quién maneja esa posibilidad." La fiscal Munizaga, por su parte, recordó que habían pedido un peritaje sobre el Sony que también hallaron en San Ignacio, porque "al verlo tan chico" pensaron que no era un celular común y podía tratarse de un satelital. Indudablemente, tampoco era experta en comunicaciones. Lo cierto es que el misterio del Planet 1 fue tema de escándalo en todos los medios y un motivo más de fricción con el juez de Dolores, hasta el 24 de junio, cuando el doctor Macchi decretó la extinción de la acción penal contra el difunto Alfredo Yabrán y todo el mundo supo, sin que nadie se lo explicara, que se levantaría el costoso búnker de Castelli que al comienzo significó una erogación de cincuenta mil dólares por mes y luego, una no menor de treinta y cinco mil. Que la tortuosa etapa de instrucción llegaba a su fin. Que la propia fiscalía se preguntaba si Ríos seguiría preso después del juicio oral. Que el Gobernador había perdido su fervor por el caso Cabezas y que las aguas del olvido terminarían por anegar la verdadera historia que se ocultaba tras el crimen del fotógrafo, como habían sepultado decenas de oscuros episodios ocurridos durante la era menemista.