Pocos, muy pocos, conocían la parábola del satelital que recién se revela en estas páginas. Una jugada de la picaresca que había tenido por protagonista a un muchacho rústico de González Catán, que probablemente no había leído a Dumas, pero había copiado la historia de los herretes de Ana de Austria. Un muchacho robusto, con cara de ingenuo, que lloraba por la muerte de su Dios, pero que no pudo parar de reír cuando vio en los medios el quilombo que se había armado por la cosa esa que había llevado, junto con la agenda del Jefe, a la Mansión del Águila.
La felicidad de unos (pocos) suele equivaler a la desgracia de otros (muchos). Alfredo Yabrán edificó su portentosa fortuna con los escombros del Correo Argentino, un bien público y social —creado hace más de cien años— que ahora está en las manos muy privadas del Grupo Macri. De este supuesto "progreso hacia la modernidad" no se han percatado todavía las principales naciones de Occidente (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania) que siguen teniendo un correo público y estatal, que compite con los nuevos
couriers
de puerta a puerta, pero se reserva franjas más o menos anchas del mercado postal, que suelen corresponder a las cartas simples, a los envíos de un determinado gramaje. La Argentina modernizada de Menem, en cambio, prefirió alinearse junto a Singapur y convertirse en una de las dos únicas naciones del orbe que no tienen correo público.
El
Cartero
fue un ariete decisivo para demoler el centenario edificio y contó para ese fin con el mismo aliado que le dio el impulso inicial para que OCASA se quedara con el
clearing
del Banco Nación: José Alfredo Martínez de Hoz hijo; el superministro de Economía de la dictadura de Videla. Su futuro compañero de cacerías en el Safari Club. Sólo que, por esas paradojas de la historia, cuando todo estuvo listo para privatizar el viejo correo, Yabrán había quedado fuera de carrera, herido de muerte por su guerra con otro hombre que también venía de las filas del Proceso: Domingo Felipe Cavallo, que decidió destruirlo cuando no pudo convencerlo de ingresar a la racionalidad globalizadora y aceptar una parte del mercado postal, que no era precisamente la del león. Esta había sido reservada para el capital extranjero por el entonces ministro de Economía. En la guerra, Cavallo y sus lugartenientes, como Haroldo Grisanti, actuaron en defensa de los intereses de ENCOTESA, la sociedad anónima continuadora de la empresa estatal ENCOTEL, heredera a su vez del viejo Correo nacional. Claro que esa defensa, correcta en las formas, no apuntaba a preservar el correo dentro de la esfera pública, sino a privatizarlo de manera más "eficiente", de acuerdo con las pautas de la desnacionalización operada sobre el conjunto de la economía argentina. Y más a gusto de los reclamos públicos y privados de los Estados Unidos. Si habían convertido a ENCOTESA en sociedad anónima fue precisamente para "privatizarla mejor".
Yabrán apareció entonces tal como
Wences
Bunge pretendía mostrarlo: el campeón del capital "insolente" que levantaba las boleadoras contra la invasión yanqui. Pero, en realidad, había sido uno de los principales depredadores del correo público. Operador central de una demolición que inició la dictadura militar, continuó el gobierno radical y remató la administración menemista. Yabranistas y cavallistas diferían en las formas, los métodos y los intereses, pero coincidían en un punto decisivo: ambos bandos querían un correo privado. Admitían así, tácitamente, que la Argentina nunca podría emular a Inglaterra o Francia y tener un correo estatal eficiente, porque era un país de cuarta, condenado a malvender sus empresas públicas a las empresas públicas de otras naciones, como la Telefónica Española o la ineficiente Iberia. Ambos enemigos aceptaban de antemano la derrota de la Nación. Su inferioridad intrínseca. Y propiciaban, por tanto, su conversión en coto de caza privado, ya fuera para capitales "nacionales" en un caso o "globalizados" en el otro. Y esa idea derrotista, curiosamente, no encontró contendientes de fuste en la oposición política ni en la sociedad argentina, a diferencia de lo que ocurrió, a guisa de ejemplo, con la sociedad inglesa, que logró parar la privatización del correo propiciada por Margaret Thatcher. Los diputados del FREPASO, Darío Alessandro y Juan Pablo Cañero (además de la diputada cavallista Patricia Bullrich), desnudaron en la Comisión Anti Mafia las maniobras oligopólicas del Grupo Yabrán, pero no tuvieron los votos necesarios para imponer su dictamen. Ni el FREPASO ni la Alianza opositora fueron tampoco al fondo de la cuestión, a esa falta de confianza en las propias fuerzas del país para recrear (y tornar rentable) lo que alguna vez tuvo —y no sólo en gobiernos "populistas" sino en algunos tan "liberales" como los surgidos de la Generación del Ochenta—: un espacio público, donde los servicios no se presten únicamente por consideraciones de mercado sino por las necesidades del conjunto de la población.
Todo comenzó hace veinte años.
El 24 de mayo de 1979, el joven ambicioso que había llegado en los sesenta de Larroque, tuvo motivos de sobra para estar contento y festejar con sus socios de OCASA, el Cazador Andrés de Cabo y el
Duque
Rodolfo Balbín. Ese día, el dictador militar Jorge Rafael Videla firmó el decreto ley 22.005 por el cual se reformaba el artículo 4° de la Ley de Correos (20.216), promulgada en el último gobierno de Juan Perón, que reservaba para el correo oficial el monopolio total del mercado postal. Así había sido, por otra parte, durante un siglo: ningún particular podía transportar correspondencia y había, incluso, inspectores del Correo que verificaban y sancionaban transgresiones a la ley, tanto por parte de las empresas como de los simples ciudadanos. Con el tiempo, sin embargo, las empresas, en particular los bancos, habían ido relajando la norma, transportando —por ejemplo— los cheques del
clearing
bancario. Habían surgido correos "truchos" y la dictadura militar decidió legalizarlos en vez de sancionarlos. El nuevo artículo 4° fisuraba el monopolio postal y abría una ventana explícita a los correos privados, al autorizar a la Administración de Correos para que encargara "temporariamente a particulares" "la ejecución total o parcial del servicio", cuando existieran "razones de fuerza mayor u otras causas que afecten la regularidad del servicio". Más importante aún, el Correo podía, a partir de ese momento, "autorizar a terceros la admisión, transporte y entrega de comunicaciones o envíos sujetos a monopolio postal según lo previsto en el artículo 2° de esta ley cuando los mismos requieran un tratamiento que no pueda ser brindado por aquélla a través de sus servicios generales". En compensación, el Correo recibiría de estos "terceros" un pago por cada envío equivalente al que debía abonar el usuario por una carta ordinaria.
Aparentemente, era un negocio redondo para todo el mundo: sin hacer nada, ni gastar un peso, la Administración percibiría nuevas rentas, originadas en la actividad de los flamantes permisionarios privados. Estos, a su vez, cargarían un sobreprecio a cada envío para lograr su ganancia y el usuario pagaría gustoso ese sobreprecio (que llegó a ser sideral debido al monopolio) para compensar la mayor velocidad y seguridad de ciertas entregas como, por ejemplo, los cheques del
clearing
o el envío de tarjetas de crédito. Pero esas presuntas buenas intenciones no daban cuenta de los fenómenos inevitables que habrían de producirse: la pérdida de mercado y de nuevos recursos del Correo estatal; la conquista de nuevas prerrogativas por parte de los permisionarios privados y la cartelización del correo privado que arrancaría jirones al competidor oficial y expulsaría a los "particulares" más chicos con métodos indiscutiblemente mafiosos.
Gracias al artículo 4° y al crecimiento del cártel privado, el Correo oficial, que en 1979 distribuía mil millones de cartas por año, pasó a distribuir menos de cuatrocientos millones en 1997, cuando fue privatizado. Si hubiera continuado el monopolio postal, la cifra inicial se hubiera elevado probablemente a 1.300 millones anuales debido al crecimiento del PBI. De acuerdo con esa proyección, la merma para el correo estatal alcanzaría a 900 millones de cartas que, a un costo promedio de cuarenta a setenta y cinco centavos de dólar cada una, representan 600 millones de dólares de ingresos evaporados. Una quita drástica, lograda con la complicidad de ciertos funcionarios del correo estatal. La famosa "línea" que Don Alfredo manejaba con solvencia o infiltraba con nuevos elementos cuando no tenía suficientes gerentes comprados.
El decisivo decreto que reformaba el artículo 4° de la Ley de Correos tenía una fundamentación firmada por el cazador Martínez de Hoz pero, según las malas lenguas del gremio, el propio
Duque
Rodolfo Balbín (secundado por el abogado de OCASA Pablo Rodríguez de la Torre) había intervenido en su redacción. Como otros correligionarios, el sobrino del líder radical Ricardo Balbín tenía excelentes relaciones con ciertos jefes militares, en buena medida adquiridas a través de su tío y de su padre, Armando. En aquella fundamentación, Martínez de Hoz argumentaba que había nuevas "exigencias en materia de servicios postales" que no siempre podían ser "satisfechas a través de las prestaciones de carácter masivo" que brindaba la Administración de Correos, y que no tenía sentido que el Estado arbitrase mecanismos para satisfacerlas "teniendo en cuenta que existen en el país empresas privadas con adecuada infraestructura para cumplir en gran parte con aquel cometido". Pronto empezaron a otorgarse los permisos, que tenían una duración máxima de cinco años. (OCASA, por ejemplo, fue el permisionario número ocho.) El gobierno militar otorgaba un reconocimiento implícito a quienes violaban de hecho el monopolio postal estatal, como la empresa OCA, que había nacido en Córdoba años antes para transportar comunicaciones internas de la empresa automotriz IKA Renault y acabaría por convertirse en el "primer correo privado argentino". OCA era, con Juncadella y Yabrán, una de las creadoras de OCASA. Tal vez por eso nunca cuestionó la peligrosa similitud de sus siglas comerciales. Como OCASA, también coleccionaba prestigiosos apellidos radicales: en 1979 uno de sus abogados era el ex senador Fernando de la Rúa, expresamente autorizado, junto con Delia H. Batagliero, para obtener el permiso correspondiente y realizar distintas diligencias que permitieran normalizar la actividad de la empresa. (Cuando el apellido Yabrán se tornó escandaloso, De la Rúa aclaró ante los periodistas que había realizado tareas profesionales para OCA antes de que esa empresa girase bajo la órbita del
Cartero.
También subrayó que nunca había conocido personalmente a Don Alfredo.) Con el tiempo, aunque Don Alfredo lo negase hasta su muerte, OCA también llegaría a pertenecerle a través de testaferros. Según algunas denuncias, la compró a sus viejos dueños haciéndoles una "oferta irresistible".
Pero un decreto puede carecer de valor si no hay un estratega capaz de aprovecharlo. Y
Quico,
a sus treinta y cinco años, era un estratega de talento. Fino diplomático hacia afuera y general inflexible hacia adentro de la empresa, halagaba a sus soldados llamándolos por su nombre o tomando mate con ellos. La experiencia le había enseñado a dejar reprimendas y castigos en manos de sus segundos, para reservarse el papel del hombre generoso que hace costosos regalos.
Quico
recorría su feudo de la calle Echeverría, vestido todavía con camisa negra, pantalón blanco y botas tejanas, sonriendo o arengando a la tropa, con su eterna muletilla: "Hay que tener vocación de servicio". Astuto y carismático, hacía sentir a los choferes como la elite de la Organización ("porque ustedes son la producción y dan beneficios, mientras que los administrativos son solamente un costo"), en tanto hombres como el ingeniero Norberto Abbate (alias
el Látigo Negro);
el ex chofer de Juncadella Ángel Chiarello o el jefe de personal Carlos Cacciabue "disciplinaban" la empresa. Así se inventó esa sofisticada versión del infierno sartreano: "la jaula de los choferes".
Después de la recorrida por el feudo, se ponía traje y corbata, montaba en su BMW y atendía las grandes cuestiones estratégicas en su búnker ubicado en el quinto piso de Viamonte 352, o en los restaurantes El Hueso Perdido o El Refugio del Viejo Conde. Allí fueron almorzados muchos peces chicos del correo privado que debieron venderle sus empresas a precios irrisorios, pagarle una gabela mensual para subsistir o apoyarlo en el
lobby
a través de la Asociación de Permisionarios (APE). Esos espacios favoritos del entrerriano vieron surgir el cártel del correo a través de la conexión cada vez más profunda y extendida con quienes manejaban la Dirección de Autorizaciones a Terceros, que con el tiempo se convertiría en la dirección más importante de ENCOTEL. En ella se decidía quién sería permisionario o no, a quién le renovarían el contrato antes de tiempo y qué condiciones (curiosamente idénticas a las del Grupo Yabrán) debían reunir las empresas que quisieran prestar el servicio.
En la pléyade de quintacolumnistas que había logrado reclutar Don Alfredo dentro del correo oficial, hubo dos funcionarios que se singularizaron por su identificación con la estrategia del
Cartero:
el gerente de explotación Aldo Irrera y el último interventor militar de ENCOTEL, Coronel Carlos Norberto Zone. Irrera fue sumariado en 1984, al comprobarse que había llevado a la empresa estatal a firmar un contrato con Villalonga Furlong (que ya estaba en manos de Yabrán) por dos millones de dólares anuales a cambio de un servicio que no costaba más de quinientos mil. Zone, por su parte, tomó algunas disposiciones que agradaron mucho a Don Alfredo: estableció que, cuando hubieran transcurrido dos años y medio de contrato, los permisionarios podían solicitar una prórroga por cinco años más. Luego, por resolución 2.422 de ENCOTEL, amplió a diez años el plazo máximo de los permisos. Entre las licencias renovadas figuraban, por cierto, las de OCA y OCASA.
Por una extraña casualidad, al retornar la democracia y quedarse sin cargo oficial, el coronel Zone pasó a ocupar una oficina en el primer piso de un edificio ubicado en Córdoba al 1300, que pertenecía a OCASA. Antes de trasladarse desde el magnífico Palacio del Correo a su nuevo despacho, Zone había logrado otra conquista social: que la dictadura militar promulgara el decreto 439/82 por el que se establecía el régimen de retiro voluntario, que terminó de vaciar al correo de personal experimentado y capaz. Hasta ese momento la primera línea de mando (política) había sido ocupada por hombres sin la menor experiencia postal; a partir de entonces empezó a entrar en crisis la segunda línea, integrada por funcionarios de carrera. El último gobierno de la dictadura militar completaba lo que había empezado el primero. Ya en 1978, un año antes de abrirles la puerta a los permisionarios privados, habían comenzado a desaparecer los vagones de correspondencia, en los que las cartas se iban clasificando a bordo para agilizar la distribución. Apuntando a la vez al correo y al ferrocarril (que los ministros liberales como Álvaro Alsogaray, Adalbert Krieger Vasena y Martínez de Hoz siempre quisieron destruir), ENCOTEL firmó un convenio con la Fuerza Aérea y Aerolíneas Argentinas para transportar todas las piezas postales que iban al interior. Simultáneamente empezaron a surgir problemas en la flota de vehículos, que terminó por ser desmantelada y vendida, dejando un agujero que sólo el señor de las pick ups podría llenar en las licitaciones futuras, especialmente las del propio sector público, que dejaban al correo fuera de las convocatorias por carecer de flota y lo convertían, según su futuro administrador Grisanti, en "el bobo de la película". Una empresa del Estado que era excluida por las otras empresas del Estado. Pronto la desaparición simultánea de las camionetas y los vagones postales, provocada por la impericia y el sabotaje de sus propios funcionarios, obligaría a ENCOTEL a contratar los vehículos de los permisionarios privados. Ese fue el origen del convenio entre ENCOTEL y Villalonga Furlong, que fue anulado durante el primer gobierno constitucional y que le costó el sumario a Irrera.