Authors: Christopher Hitchens
Espero que en este momento usted ya habrá imaginado lo que en cualquier caso sabemos: que esta selecta bestia es uno de nuestros primos más cercanos. Comparte gran parte de nuestro ADN, y recientemente los trasplantes a seres humanos de piel, válvulas cardíacas y riñones procedentes de cerdos han tenido una buena aceptación. Si existiera un nuevo doctor Moreau capaz de corromper los recientes avances de la clonación y crear un ser híbrido, algo que espero de todo corazón que no suceda, el miedo más generalizado sería el derivado de que el resultado más probable fuera el «hombre-cerdo». Mientras tanto, casi todo el cerdo es útil: desde su nutritiva y exquisita carne hasta su piel curtida para elaborar cuero o sus pelos para fabricar pinceles. En
La jungla,
la novela gráfica de Upton Sinclair sobre la actividad del matadero de Chicago, resulta angustioso leer cómo se cuelga a los cerdos de unos ganchos desde donde chillan cuando se les corta el pescuezo. Hasta los nervios de los trabajadores más acostumbrados a ello resultan afectados por la experiencia. Esos chillidos tienen algo…
Si lo llevamos un poco más lejos, podríamos observar que cuando se consigue que los rabinos y los imanes dejen en paz a los niños, estos se acercan mucho a los cerdos, sobre todo a los más pequeños; y que a los bomberos por regla general no les gusta comer cerdo asado ni crujiente. En Nueva Guinea y en otros lugares el término antiguo en lengua vernácula que se emplea para referirse a un ser humano asado significa «cerdo grande»: jamás he tenido la pertinente experiencia degustativa, pero parece que, cuando se nos ingiere, tenemos un sabor muy parecido al del cerdo.
Esto contribuye a reducir al absurdo las habituales explicaciones «seculares» de la prohibición judía original. Se afirma que la prohibición era al principio racional, puesto que la carne de cerdo en los climas cálidos puede volverse maloliente y alimentar a las larvas de la triquinosis. Esta objeción, que tal vez sí pueda aplicarse en el caso del marisco, no autorizado por las normas kosher, es absurda al analizar las condiciones reales. En primer lugar, la triquinosis se da en todos los climas, y de hecho en los climas fríos con mayor frecuencia que en los cálidos, y en segundo lugar, los arqueólogos pueden diferenciar fácilmente los asentamientos judíos "de la Antigüedad de las tierras de Canaán por la ausencia de huesos de cerdo en sus basureros, en contraposición a su presencia en los depósitos de residuos de otro tipo de comunidades. Dicho de otro modo, los no judíos no enfermaban ni morían por comer cerdo. (Aparte de cualquier otra consideración, si
hubieran muerto
por ese motivo no habría habido necesidad alguna de que el dios de Moisés exhortara a su matanza a quienes no comían cerdo.)
Por consiguiente, debe de haber otra solución para este acertijo. Reivindico la mía propia porque es original, aunque tal vez no hubiera dado con ella sin la ayuda de sir James Frazer y del gran Ibn Warraq. Según muchas autoridades de la Antigüedad, la actitud de los primeros semitas hacia el cerdo era tanto de veneración como de repugnancia. Comer carne de cerdo se consideraba algo especial, incluso un privilegio con ciertos rasgos rituales. (Esta demencial confusión de lo sagrado y lo profano puede encontrarse en todos los cultos y en todas las épocas.) La atracción y repulsión simultáneas procedían de una raíz antropomórfica: el aspecto del cerdo, su sabor, sus chillidos agónicos y su evidente inteligencia recordaban demasiado desagradablemente al ser humano. La porcofobia y la porcofilia se originaron tal vez en la noche de los tiempos de los sacrificios humanos e incluso del canibalismo, del que los textos «sagrados» suelen hacer algo más que una insinuación. Nada que sea optativo, desde la homosexualidad hasta el adulterio, se castiga jamás a menos que quienes lo prohíben (y exigen castigos furibundos) sientan un deseo reprimido de participar. Como escribió Shakespeare en
El rey Lear,
el policía que azota a la prostituta tiene una necesidad imperiosa de utilizarla para la misma ofensa por la que él se aplica con el látigo.
La porcofilia también puede utilizarse para fines opresores y represivos. En la España medieval, donde se obligaba a los judíos y musulmanes a convertirse al cristianismo so pena de tormento y muerte, las autoridades religiosas sospechaban con bastante razón que muchas de las conversiones no eran sinceras. De hecho, la Inquisición nació en parte del santo pavor de que asistieran falsos fieles a misa, donde, por supuesto, e incluso con más asco aún, fingían comer y beber carne y sangre humana en la persona del propio Cristo. Entre las costumbres que nacieron como consecuencia de ello se encontraba la de ofrecer, tanto en los acontecimientos más formales como en los informales, una bandeja con productos de charcutería. Quienes han tenido la suerte de visitar España, o algún buen restaurante español, estarán familiarizados con este gesto de hospitalidad: literalmente, decenas de piezas de cerdo curado de diferente modo y cortado en lonchas de distinta forma. Pero el lúgubre origen de esta costumbre reside en la lucha permanente por descubrir la herejía y de mantenerse atento sin pausa a las delatoras manifestaciones de repugnancia. En las manos de los primeros fanáticos cristianos, hasta al apetecible jamón ibérico podía ser llamado a ejercer como una modalidad de tortura.
Hoy día, la estulticia de la Antigüedad vuelve a cernirse sobre nosotros. En Europa, los fanáticos musulmanes están exigiendo que se aparte de la inocente mirada de sus hijos a los tres cerditos, a la cerdita Peggy, a Piglet, de
Winnie-the-Pooh,
y a otros personajes y mascotas tradicionales. Tal vez los amargos cretinos de la
yihad
no hayan leído lo suficiente a Wodehouse para conocer a la emperatriz de Blandings y al gusto infinitamente renovado que experimenta el conde de Emsworth con las espléndidas páginas del incomparable autor de
The Care of the Pig,
el señor Whifle
NdT5
pero si llegan hasta ese extremo habrá problemas. En un arboreto de la Inglaterra conservadora y de clase media, una estatua de un jabalí macho ya ha sufrido en sus carnes el vandalismo islámico descerebrado.
A pequeña escala, este fetiche en apariencia trivial muestra cómo la religión, la fe y la superstición distorsionan nuestra imagen del mundo en su conjunto. El cerdo está tan próximo a nosotros, y ha sido tan accesible en tantos aspectos, que en la actualidad los humanistas están llevando a cabo una intensa campaña en contra de que se críe en granjas industriales, recluido, apartado de sus crías y obligado a vivir entre sus propias inmundicias. Dejando a un lado las demás consideraciones, la blanda y sonrosada carne resultante
es
un tanto repugnante. Pero esta es una decisión que podemos tomar bajo la clara luz de la razón y la compasión, considerándolos criaturas y parientes iguales, y no como consecuencia de hechizos procedentes de las fogatas de la Edad del Hierro en las que se ensalzaban ofensas mucho peores en el nombre de dios. «Cabeza de cerdo en un palo», dice el excitado pero tenaz Ralph ante el rostro del ídolo que zumba y su pura (primero, asesinado y, después, adorado) erigido por unos colegiales crueles y atemorizados en
El señor de las moscas.
«Cabeza de cerdo en un palo.» Y tenía más razón de lo que hubiera imaginado; y era mucho más sensato que sus mayores, y más también que los jóvenes delincuentes que le rodeaban.
En tiempos oscuros, la mejor guía para los pueblos era la religión, del mismo modo que en medio de una noche oscura un ciego es nuestro mejor guía; de noche, él conoce los caminos y senderos mejor de lo que puede verlos un ser humano. Sin embargo, cuando amanece, es una insensatez utilizar a los ciegos como guías.
HEINRICH HEINE, Gedanken und Einfalle
En otoño de 2001 me encontraba en Calcuta con el magnífico fotógrafo Sebastiáo Salgado, un genio brasileño cuyos estudios fotográficos han plasmado gráficamente las vidas de los emigrantes, las víctimas de la guerra y los esforzados trabajadores que extraen materias primas de las minas, las canteras y los bosques. En aquella ocasión, él ejercía de embajador de Unicef y promocionaba como un cruzado (en el sentido positivo del término) la lucha contra la polio. Gracias al trabajo de científicos brillantes y con una imaginación desbordante como Jonas Salk, hoy día se puede vacunar a los niños contra esta espantosa enfermedad por un coste insignificante: los pocos céntimos o peniques que cuesta administrar por vía oral dos gotas de una vacuna a un bebé. Los avances de la medicina ya han conseguido dejar atrás el miedo a la viruela, y se había depositado mucha confianza en que otro año más supusiera idéntico resultado para la polio. La humanidad entera parecía haberse congregado en torno a este propósito. En varios países, entre ellos El Salvador, las partes en conflicto habían declarado períodos de alto el fuego con el fin de permitir que los equipos de vacunación se desplazaran con libertad. Los países extremadamente pobres y atrasados habían hecho acopio de todos sus recursos para informar de la buena noticia en todas las aldeas: esta horrenda enfermedad no tenía por qué matar, dejar inútiles o hacer desgraciados a más niños. De vuelta a mi casa, en Washington, donde aquel año mucha gente todavía permanecía paralizada y sin salir de su casa, atemorizada tras el trauma del 11 de septiembre, mi hija menor iba incansablemente de puerta en puerta en Halloween alborotando con sus gritos de «Trato o truco por Unicef» y curando o salvando, con cada uno de los puñaditos de calderilla que recibía, a niños que jamás conocería. Uno tenía la sensación de estar participando en una iniciativa enteramente positiva.
La población de Bengala, y en concreto las mujeres, estaban entusiasmadas y rebosantes de imaginación. Recuerdo una reunión de un comité en la que las damas de sociedad de Calcuta planearon sin ningún rubor asociarse con las prostitutas de la ciudad para correr la voz hasta los rincones más escondidos de la sociedad. Traed a vuestros hijos, no se hará ninguna pregunta, y permitid que se traguen las dos gotas de líquido. Alguien sabía que había un elefante en las afueras de la ciudad, a unos cuantos kilómetros, que se podría alquilar para encabezar con él un desfile publicitario. Todo marchaba bien; en una de las ciudades y estados más pobres del mundo, iban a volver a empezar. Y entonces comenzamos a escuchar un rumor. En algunos lugares de las afueras había musulmanes intransigentes que estaban propagando el rumor de que las gotas eran una artimaña. Si uno se tomaba aquella diabólica medicina occidental, caería enfermo de impotencia y diarrea (una combinación demoledora y deprimente).
Aquello era un problema, porque había que administrar las gotas dos veces (la segunda vez servía de refuerzo y confirmación de la inmunidad) y porque bastan unas cuantas personas sin vacunar para que la enfermedad no se erradique y se produzcan nuevos brotes, y para volver a propagarla por contacto y a través del consumo de agua. Al igual que con la viruela, la erradicación debe ser completa y absoluta. Cuando me marché de Calcuta me preguntaba si el estado de Bengala Occidental conseguiría cumplir los plazos y declararse región libre de la polio antes de que finalizara el año siguiente. Aquello significaría dejar la enfermedad aislada únicamente en unas pequeñas bolsas de Afganistán y una o dos regiones inaccesibles más, devastadas ya por el fervor religioso, para poder decir muy pronto que la tiranía de otra antigua enfermedad había sido derrocada de manera definitiva.
En 2005 me enteré de un dato. En el norte de Nigeria, un país que anteriormente había sido declarado libre de la polio de forma provisional, un grupo de religiosos islámicos promulgaron un dictamen, o
fatwa,
que afirmaba que la vacuna de la polio era una conspiración de Estados Unidos (y, por asombroso que resulte, de las Naciones Unidas) contra la religión musulmana. Las gotas habían sido concebidas, afirmaban estos ulemas, para esterilizar a los auténticos creyentes. Según ellos, tenían un propósito y un efecto genocida. Nadie debía ingerirlas ni administrárselas a los bebés. Al cabo de unos meses, la polio había vuelto a manifestarse, y no solo en el norte de Nigeria. Los viajeros y peregrinos nigerianos ya la habían llevado nada menos que a La Meca, y habían vuelto a propagarla en algunos otros países libres de polio, entre los que se contaban tres países africanos y también el remoto Yemen. Había que volver a empujar de nuevo aquella roca descomunal hasta la cima de la montaña.
Alguien podrá decir que se trata de un caso «aislado», lo cual podría ser un modo tristemente oportuno de resumirlo. Pero se equivocaría. ¿Le gustaría ver mi grabación de la recomendación hecha por el cardenal Alfonso López de Trujillo, presidente del Consejo Pontificio para la Familia del Vaticano, en la que advierte minuciosamente a la audiencia de que todos los condones se fabrican en secreto con muchos agujeros microscópicos, a través de los cuales puede pasar el virus del sida? Cierre los ojos y trate de imaginar qué diría usted si tuviera autoridad para causar el máximo sufrimiento posible con el menor número de palabras. Piense en el daño que ha ocasionado semejante dogma: esos supuestos agujeros también permitirían el paso de otras cosas, lo cual más bien socava en primera instancia la utilidad de un condón. Realizar una afirmación así en Roma ya es bastante infame. Pero traduzca este mensaje a la lengua de los países pobres y enfermos y verá lo que sucede. En Brasil, en época de carnaval, el obispo auxiliar de Río de Janeiro, Rafael Llano Cifuentes, le dijo a su congregación en una homilía que «la Iglesia es contraria al uso del preservativo. Las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer deben ser naturales. Jamás he visto a un perrillo utilizar ningún preservativo en el acto sexual con otro perro»
1
. Altos cargos eclesiásticos de algunos otros países (el cardenal Obando y Bravo de Nicaragua, el arzobispo de Nairobi en Kenia o el cardenal Emmanuel Wamala de Uganda) han contado a sus feligreses que los condones transmiten el sida. De hecho, el cardenal Wamala ha dicho en público que las mujeres que mueren de sida por no utilizar esa protección de látex deberían considerarse mártires (aunque, como es de suponer, este martirio debe tener lugar dentro de los límites del matrimonio).
Las autoridades islámicas no han actuado mejor, y en ocasiones mucho peor. En 1995, el Consejo de Ulemas de Indonesia alentó a que los condones solo estuvieran a disposición de las parejas casadas y con receta médica. En Irán, un trabajador del que se descubra que es seropositivo puede perder su empleo, y los médicos y los hospitales tienen derecho a negar el tratamiento a los pacientes de sida. Un funcionario del programa de control del sida de Pakistán refirió a la revista
Foreign Policy
en 2005 que el problema era menor en su país debido a los «mejores valores sociales e islámicos»
2
. Esto en un Estado en el que la ley permite que una mujer sea
condenada
a ser violada por un grupo de hombres con el fin de que expíe la «culpa» de un delito cometido por un hermano suyo. Aquí tenemos la vieja combinación religiosa de represión y negación: se supone que una epidemia como el sida es innombrable porque las enseñanzas del Corán se bastan por sí solas para inhibir las relaciones sexuales prematrimoniales, el consumo de drogas, el adulterio y la prostitución. Basta incluso una breve visita a Irán, por ejemplo, para demostrar lo contrario. Son los propios ulemas los que se benefician de esta hipocresía autorizando «matrimonios temporales» en los que se expiden certificados matrimoniales para unas pocas horas, a veces en viviendas especialmente designadas a tal efecto, donde al final del asunto hay ya preparada y muy a mano una sentencia de divorcio. Casi se le puede llamar prostitución… La última vez que me ofrecieron una ganga de estas características me encontraba justamente en la puerta del feo sepulcro del ayatolá Jomeini, en el Sur de Teherán. Pero se espera que las mujeres cubiertas con velos y burkas, infectadas con el virus por sus maridos, mueran en silencio. Sabemos con certeza que otros millones de personas honradas e inocentes morirán en todo el mundo de manera lamentable y bastante innecesaria como consecuencia de ese oscurantismo.