Authors: Christopher Hitchens
Una extraordinaria polémica contra la religión, de la mano de uno de los más brillantes intelectuales de la actualidad. Siguiendo la tradición de
Por qué no soy cristiano
, de Bertrand Russell, el escritor presenta el argumento definitivo contra la religión. A través de una interpretación profunda y erudita de las principales ideas religiosas; demuestra que la religión, producto del hombre, es peligrosamente represiva en la cuestión sexual y distorsiona la explicación de nuestro origen en el universo. El autor propone una vida laica, basada en la ciencia y la razón, en la que cielo e infierno ceden su lugar a la visión del universo del Telescopio Hubble. Un elogio a la posibilidad de una sociedad sin religión.
Christopher Hitchens
dios no es bueno
Alegato contra la religión
ePUB v2.0
Jano Perplejo22.09.12
Título original:
God is not Great
Christopher Hitchens, 2007
Traducción: Ricardo García Pérez
ISBN: 978-84-8306-765-9
Diseño de portada: Jano Perplejo
Editor original: Jano Perplejo (v1.0 a v2.0)
Correctores: Martamor (21-03-2012), Mr Spock (13-08-2012)
ePub base v2.0
Para Ian McEwan, con un plácido recuerdo de La Refulgencia
Oh, agotadora condición humana,
nacida bajo una ley, destinada a cumplir otra;
engendrada con una vanidad que no obstante se le prohibe,
concebida enferma y a la que se ordena vivir sana.
FULKE GREVILLE, Mustapha
¿Y de verdad crees que Dios confió a unas hordas
agusanadas, fanáticas y muertas de hambre como vosotros
semejante secreto y me lo negó a mí?
Muy bien, muy bien, ¿qué importa? ¡Creed también en eso!
OMARJAYYAM, Rubaiyyat
Morirán en paz, se extinguirán dulcemente, pensando en ti. Y en el más allá solo encontrarán la muerte. […] Pero nosotros los mantendremos en la ignorancia sobre este punto, los arrullaremos prometiéndoles, para su felicidad, una recompensa eterna en el cielo.
El gran inquisidor a su «salvador» en Los hermanos Karamazov
He estado escribiendo este libro durante toda mi vida y me propongo seguir escribiéndolo, pero habría sido imposible elaborar esta versión sin la extraordinaria colaboración entre el agente y el editor que me lo permitieron (me refiero a Steve Wasserman y Jonathan Karp). Todos los autores deberían tener amigos y aliados tan cuidadosos y cultos. Todos los autores deberían tener también buscadores de libros tan sagaces y decididos como Windsor Mann.
Mi viejo amigo de la escuela Michael Prest fue la primera persona en dejarme claro que, aunque las autoridades nos obligaran a asistir a las oraciones, no podían obligarnos a rezar. Siempre recordaré su postura erguida mientras los demás se arrodillaban o se inclinaban con hipocresía, y también el día que decidí unirme a él. Todas las posturas de sumisión y entrega deberían formar parte de nuestra prehistoria.
He tenido la suerte de contar con muchos tutores morales, tanto formales como informales, muchos de los cuales tuvieron que soportar considerables pruebas intelectuales y dar muestras de una notable valentía con el fin de romper con la fe de sus clanes. Algunos de ellos todavía correrían cierto peligro si los nombrara, pero debo reconocer mi deuda con el difunto doctor Israel Shahak, que me introdujo en Spinoza; con Salman Rushdie, que en una época muy oscura prestó un valiente testimonio en favor de la razón, el sentido del humor y el lenguaje; con Ibn Warraq e Irfan Khawaja, que también saben algo sobre el precio que hay que pagar; y con el doctor Michael Shermer, el auténtico modelo de fundamentalista cristiano rehabilitado y recuperado. Entre las muchas otras personas que han demostrado que la vida, la inteligencia y el razonamiento comienzan precisamente en el lugar donde termina la fe, debería rendir homenaje a Penn y Teller
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, a ese otro asombroso destructor de mitos y fraudes que es James Randi (un Houdini de nuestro tiempo) y a Tom Flynn, Andrea Szalanski y a todos los demás miembros del personal de la revista Free Inquiry. Me siento en deuda con Jennifer Michael Hecht después de que me enviara un ejemplar de su extraordinario libro A History.
A todos aquellos que no conozco y que viven en los mundos en los que la superstición y la barbarie todavía prevalecen, y a cuyas manos confío que pueda llegar este libro, les ofrezco el modesto apoyo de una sabiduría más antigua. Es esta en realidad, y no ninguna otra prédica arrogante, la que llega a nosotros al salir del torbellino: Die Stimme der Vernunft ist leise. Sí, «La razón habla en voz baja». Pero es muy persistente. En esto y en las vidas y mentalidades de luchadores conocidos y desconocidos, depositamos nuestra principal esperanza.
Durante muchos años me he interesado por estas cuestiones junto a Ian McEwan, cuya obra exhibe una extraordinaria capacidad para esclarecer lo misterioso sin ceder ni un ápice a lo sobrenatural. Él ha demostrado con sutileza que lo natural es suficientemente maravilloso para cualquiera. Fue en algunas discusiones con lan, primero en aquella remota costa uruguaya en la que Darwin desembarcó para tomar muestras y posteriormente en Manhattan, donde tengo la impresión de que empezó a germinar este ensayo. Estoy muy orgulloso de haber solicitado y obtenido su permiso para dedicarle estas páginas.
Si el lector o la lectora de este libro quisiera llevar más allá la mera discrepancia con su autor y tratar de detectar los pecados y deformaciones que le animaron a escribirlo (y ciertamente he advertido que aquellos que alientan en público la caridad, la compasión y el perdón tienden a adoptar esta línea de acción), entonces no tendría que discutir únicamente con el incognoscible e inefable creador que, presuntamente, decidió crearme como soy. Tendría también que mancillar la memoria de una mujer buena, honesta y sencilla, con una fe sólida y sincera, llamada Jean Watts.
Cuando era un niño de unos nueve años y asistía a un colegio de los confines de Dartmoor, al suroeste de Inglaterra, la misión de la señora Watts consistía en instruirme en ciencias naturales y también en historia sagrada. Nos llevaba a mis compañeros y a mí a dar largos paseos por una zona particularmente bella de la hermosa tierra en que nací y nos enseñaba a distinguir las diferentes especies de aves, árboles y plantas. La sorprendente diversidad que se podía hallar en un seto de arbustos; la maravilla de unos huevos descubiertos en un recóndito nido; cómo cuando te picaban las ortigas en las piernas (teníamos que llevar pantalones cortos) crecía muy cerca una balsámica acedera de la que echar mano: todo esto ha permanecido en mi memoria del mismo modo que el «museo del guardabosque», en el que los campesinos del lugar exhibían los cadáveres de ratones, comadrejas y demás alimañas y predadores supuestamente suministrados por alguna deidad no tan benévola. Si uno lee los imperecederos poemas rurales de John Clare, escuchará la melodía de lo que pretendo transmitir.
Más adelante, en otras clases, se nos entregaba un papel impreso encabezado con el epígrafe de «Busca en las Sagradas Escrituras», el cual remitía a la escuela la autoridad nacional competente encargada de supervisar la enseñanza de la religión. (Junto con las oraciones diarias, esta actividad era obligatoria y venía impuesta por el Estado.) Aquel papel presentaba un versículo aislado extraído del Antiguo o del Nuevo Testamento, y la tarea consistía en localizar dicho versículo y, a continuación, explicarle a la clase o a la maestra, de forma oral o por escrito, qué contaba el pasaje y cuál era la enseñanza. Me encantaba hacer ese ejercicio e incluso destacaba en él, hasta el punto de que (al igual que Bertie Wooster
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) solía aprobar la asignatura siendo «de los mejores». Aquella fue mi primera introducción a la crítica práctica y textual. Yo leía todos los capítulos que precedían a aquel versículo y todos los que le seguían para asegurarme de que había captado «lo importante» de la pista inicial. Todavía soy capaz de hacerlo, en buena medida para incomodo de algunos de mis enemigos, y todavía respeto a aquellos cuyo estilo se desprecia a veces calificándolo de «meramente» talmúdico, coránico o «fundamentalista». Este es un ejercicio mental y literario óptimo y necesario.
Sin embargo, llegó un día en que la pobre y querida señora Watts se extralimitó. Tratando ambiciosamente de fundir sus dos papeles de instructora de la naturaleza y profesora de la Biblia, nos dijo: «así que ya veis, niños, lo poderoso y generoso que es Dios. Ha hecho que todos los árboles y la hierba sean verdes, que es justamente el color que más descansa nuestra vista. Imaginaos lo desagradable que sería si, en lugar de hacerlo así, la vegetación fuera toda morada o naranja».
Y fíjese el lector en lo que aquella piadosa y anciana adivina consiguió con ello. Le tenía cariño a la señora Watts: era una viuda cariñosa y sin hijos que tenía un perro ovejero muy viejo que, de verdad, se llamaba
Rover
. Después de clase nos invitaba a golosinas o a merendar a su vieja y destartalada casa, que estaba cerca de la vía del tren.
Si Satán la escogió a ella para tentarme con el error, tuvo mucha más imaginación que la de recurrir a la taimada serpiente del Jardín del Edén. La señora Watts jamás nos levantó la voz, ni nos amenazó con la violencia (algo que no podía decirse de todos mis profesores) y, en general, era una de esas personas cuya memoria se honra en
Middkinarch,
de las que se puede decir que «el que ahora las cosas no nos vayan tan mal como podrían irnos, se debe en buena parte al número de los que vivieron fielmente una vida escondida y descansan en tumbas que nadie visita».
En todo caso, quedé francamente horrorizado por lo que nos dijo. Se me erizó el vello a causa del bochorno. A los nueve años yo no tenía la menor idea de lo que era el argumento del diseño inteligente, ni su opuesto, el de la evolución humana, ni de la relación entre la fotosíntesis y la clorofila. Los secretos del genoma permanecían tan ocultos para mí como lo estaban en aquella época para todos los demás. En aquel entonces, no había visitado enclaves naturales en los que casi todo se mostraba espantosamente indiferente u hostil a la vida humana, cuando no a cualquier tipo de vida. Simplemente
sabía,
casi como si tuviera acceso privilegiado a una autoridad superior, que mi profesora había conseguido confundirlo todo en tan solo dos frases. Son los ojos los que se adaptan a la naturaleza, y no al contrario.
No voy a fingir que recuerdo de manera perfecta u ordenada todo lo que sucedió tras aquella epifanía, pero en relativamente poco tiempo empecé a reparar en otras curiosidades. Si dios era el creador de todas las cosas, ¿por qué se suponía que teníamos que «alabarle» de un modo tan incesante por haber hecho algo que le salía de una forma tan natural? Aparte de otras cosas, me parecía servil. Si Jesús podía curar a un ciego con el que se topaba por casualidad, ¿por qué no curaba entonces a todos de la ceguera? ¿Qué había de maravilloso en expulsar a los demonios si acababan entrando en una piara de cerdos? Aquello parecía siniestro: era más propio de la magia negra. Con tanto rezo continuo, ¿por qué no había ningún resultado? ¿Por qué tenía yo que seguir diciendo en público que era un desgraciado pecador? ¿Por qué el asunto del sexo se consideraba tan pernicioso? Desde aquel entonces, he descubierto que estas objeciones ingenuas e infantiles son muy habituales, en parte porque ninguna religión puede atajarlas con ninguna respuesta satisfactoria. Pero también se me presentó otra objeción más importante. (Digo «se me presentó», en lugar de «se me ocurrió», porque estas objeciones son ineludibles, además de insalvables.) El director del colegio, que oficiaba las misas diarias, dirigía las oraciones y sostenía la Biblia, y además era un poco sádico y un homosexual encubierto (al que hace mucho tiempo he perdonado porque despertó en mí el interés por la historia y me prestó mi primer ejemplar de P. G. Wodehouse), estaba una tarde dándonos una charla absurda a algunos de nosotros. «Tal vez ahora no encontréis sentido a esta fe —nos dijo—. Pero algún día lo encontraréis, cuando empecéis a perder seres queridos.»