Dios no es bueno (8 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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La actitud de la religión hacia la medicina, al igual que la actitud de la religión hacia la ciencia, siempre es necesariamente problemática y, con frecuencia, necesariamente hostil. Un creyente de nuestros días puede afirmar e incluso creer que su fe es bastante compatible con la ciencia y la medicina; pero la cruda realidad será siempre que ambas cosas tienen cierta tendencia a quebrar el monopolio de la religión; y por esta razón a menudo han sido combatidas ferozmente. ¿Qué le sucede al santero y al chamán cuando cualquier ciudadano pobre puede percibir el efecto de los medicamentos y la cirugía administrados sin ceremonia ni mistificación? Más o menos lo mismo que le sucede al brujo que baila la danza de la lluvia una vez que aparece el meteorólogo, o al adivino que lee el futuro en los cielos cuando los maestros de escuela consiguen telescopios rudimentarios. Antes se sostenía que las plagas eran un castigo impuesto por los dioses, lo que servía para afianzar el poder de los sacerdotes y en buena medida para fomentar la quema de herejes e infieles, a los que se consideraba (según una explicación alternativa) propagadores de la enfermedad mediante la brujería o también envenenando los pozos de agua.

Tal vez seamos indulgentes con las bacanales de estupidez y crueldad que se permitieron antes de que la humanidad tuviera una idea clara de la teoría bacteriológica de las enfermedades. La mayoría de los «milagros» del Nuevo Testamento guardan relación con curaciones, lo que revestía la máxima importancia en una época en que incluso las enfermedades secundarias solían significar la muerte (el propio san Agustín afirmaba que él no habría creído en el cristianismo de no haber sido por los milagros). Filósofos científicos críticos con la religión, como Daniel Dennett, han sido lo bastante generosos para señalar que los rituales de curación aparentemente inservibles pueden haber contribuido incluso a ayudar a la gente a mejorar, ya que sabemos lo importante que puede llegar a ser el estado de ánimo del paciente para ayudar al cuerpo a curar una herida o una infección
3
. Pero esto solo serviría de excusa
a posteriori.
En el momento en que el doctor Jenner descubrió que una inyección de virus de la viruela de las vacas podía evitar la viruela, esta excusa quedó vacía de contenido. Sin embargo, Timothy Dwight, un rector de la Universidad de Yale y hasta la fecha uno de los «teólogos» más respetados de Estados Unidos, se opuso a la vacunación contra la viruela porque la consideraba una injerencia en los designios de dios. Y esta mentalidad todavía se encuentra muy presente, mucho después de que haya desaparecido su pretexto y justificación en la ignorancia humana.

Resulta interesante y sugerente que el arzobispo de Río de Janeiro establezca una analogía con los perros. Ellos no se molestan en enfundarse un condón: ¿quiénes somos nosotros para discrepar de su lealtad a la «naturaleza»? En la reciente división de opiniones en la Iglesia anglicana acerca de la homosexualidad y la ordenación para el sacerdocio, varios obispos realizaron la infundada puntualización de que la homosexualidad es «antinatural» porque no se da en otras especies. Dejemos al margen lo absurdo de este comentario. Los seres humanos, ¿forman parte de la naturaleza o no? O si son homosexuales, ¿han sido creados a imagen y semejanza de dios, o no? Dejemos a un lado el hecho bien demostrado de que hay innumerables tipos de aves, mamíferos y primates que sí entablan relaciones homosexuales. ¿Quiénes son los clérigos para interpretar la naturaleza? Han demostrado ser bastante ineptos para hacerlo. Un condón es una condición necesaria, pero no suficiente, para evitar la transmisión del sida, lo cual es bastante evidente. Todas las autoridades reconocidas, entre ellas aquellas que afirman que la abstinencia es aún mejor, coinciden en ello. La homosexualidad está presente en todas las sociedades y parecería que su incidencia formara parte del «diseño» humano. Debemos afrontar obligatoriamente estos datos cada vez que los encontremos. Hoy día sabemos que la peste bubónica no se propagó mediante el pecado o la relajación de la moral, sino a través de las ratas y las pulgas. Durante la célebre «peste negra» de Londres en 1665, el arzobispo Lancelot Andrewes detectó con inquietud que el horror recaía sobre quienes rezaban y tenían fe en igual medida que sobre quienes no lo hacían. Estuvo peligrosamente cerca de tropezar con un elemento de la realidad. Mientras redactaba este capítulo, en la ciudad de Washington D. C. en la que vivo se suscitó una discusión. Desde hace mucho tiempo se sabe que el virus del papiloma humano (VPH) es una infección que se transmite por vía sexual y que, en el peor de los casos, puede causar cáncer cervical en las mujeres. Hoy disponemos de una vacuna (en estos tiempos, las vacunas se desarrollan cada vez con mayor rapidez) que no cura la enfermedad, pero inmuniza a las mujeres frente a ella. Sin embargo, en la administración pública hay fuerzas que se oponen a la adopción de esta medida basándose en que no es útil para disuadir de mantener relaciones sexuales prematrimoniales. Aceptar la propagación del cáncer cervical en nombre de dios no es muy distinto moral ni intelectualmente de sacrificar a esas mujeres en un altar de piedra y darle gracias a la divinidad por concedernos primero el impulso sexual y a continuación condenarlo.

No sabemos cuántas personas han muerto o morirán en África a causa del virus del sida, que en una proeza de la investigación científica humana consiguió ser aislado y volverse tratable muy poco después de que hiciera su letal aparición. Por otra parte, sí sabemos que mantener relaciones sexuales con una mujer virgen (uno de los «remedios» locales más populares) no impide realmente la infección ni la elimina. Y también sabemos que la utilización del condón como forma de profilaxis puede, cuando menos, contribuir a la limitación y la contención del virus. No nos enfrentamos, como les hubiera gustado creer a los primeros misioneros, a brujos y salvajes que no quieran recibir la ayuda que les llevan los misioneros. Nos enfrentamos, por el contrario, a la administración de Bush, que en una república presuntamente laica, en el siglo XXI, se niega a compartir su presupuesto de ayuda humanitaria con las organizaciones benéficas y los hospitales que ofrezcan asesoramiento sobre planificación familiar. Al menos dos religiones importantes y de renombre, con millones de adeptos en África, creen que el remedio es mucho peor que la enfermedad. También albergan la esperanza de que la epidemia del sida represente en cierto sentido una sentencia dictada por el cielo respecto a las anomalías sexuales, concretamente la homosexualidad. Un único golpe de la poderosa navaja de Ockham extirpa este salvajismo mal concebido: las mujeres homosexuales no solo no contraen el sida (salvo que tengan mala suerte con una transfusión sanguínea o con una aguja), sino que son mucho más inmunes que los propios heterosexuales a
todas
las enfermedades de transmisión sexual. Pero las autoridades eclesiásticas se niegan obstinadamente a ser honestas siquiera con la mera existencia de las lesbianas. Al hacerlo, demuestran aún más que la religión continúa representando una amenaza inminente para la salud pública.

Plantearé una pregunta hipotética. Supongamos que se me descubre a mí, un hombre de cincuenta y siete años, succionando el pene de un bebé. Pediré al lector o lectora que se imagine cómo sería su indignación y repugnancia. Muy bien, pero tengo preparada una explicación. Soy un
mohel:
un circuncisor y eliminador de prepucios reconocido. Mi autoridad proviene de un texto antiguo que me ordena tomar el pene de un bebé, recortarle el prepucio y finalizar la acción introduciendo su pene en mi boca, apartando mediante succión el prepucio y escupiendo la rebaba amputada junto con una bocanada de sangre y saliva. La mayor parte de los judíos han abandonado esta práctica, ya sea por su carácter antihigiénico o por sus perturbadoras connotaciones, pero todavía pervive entre un tipo de fundamentalismo hasídico que confía en la reconstrucción del Segundo Templo en Jerusalén. Para ellos, el ritual primitivo del
peri'ah metsitsah
forma parte de la inquebrantable alianza con dios. En la ciudad de Nueva York, en 2005, se detectó que este ritual, tal como lo practicaba un
mohel
de cincuenta y siete años, había producido herpes genital a varios niños pequeños y había ocasionado la muerte de al menos dos de ellos. En circunstancias normales, esta revelación habría llevado al Departamento de Salud Pública a prohibir la práctica y a que el alcalde la denunciara. Pero en la capital del mundo moderno, en la primera década del siglo XXI, no sucedió así. Por el contrario, Bloomberg, el alcalde, hizo caso omiso de los informes elaborados por prestigiosos médicos judíos que le habían advertido del peligro que comportaba esta tradición y pidió a su administración de Salud Pública que pospusiera la publicación de cualquier dictamen. Lo importante, decía él, era asegurarse de que no se estaba quebrantando el libre ejercicio de la religión. En un debate público mantenido con Peter Steinfels, el «redactor de temas religiosos», católico y liberal del
New York Times,
se me dijo exactamente lo mismo.

Aquel año había elecciones para elegir el alcalde de Nueva York, extremo que suele explicar infinidad de cosas. Pero esta pauta vuelve a repetirse en otras confesiones, estados y ciudades, así como en otros países. En una amplia franja del territorio del África animista y musulmana se somete a las jóvenes al infierno de la circuncisión y la infibulación, que supone rebanar los labios vaginales y el clítoris, a menudo con una piedra afilada, y a continuación coser la abertura vaginal con un bramante resistente que no se retirará hasta que la fuerza de un varón lo rompa en la noche de bodas. La compasión y la biología acceden a que, hasta que llegue ese momento, se deje una pequeña abertura para que pase la sangre durante la menstruación. La consiguiente fetidez, dolor, humillación y sufrimiento supera todo lo imaginable y se traduce inevitablemente en infecciones, esterilidad, vergüenza y muerte de muchas mujeres y niños en el parto. Si esta nauseabunda práctica no fuera sagrada y estuviera santificada, ninguna sociedad toleraría semejante insulto a la condición femenina y, por ende, a su supervivencia. Pero entonces, ningún neoyorquino permitiría que se cometieran atrocidades contra los niños si no fuera bajo una consideración similar. Los progenitores que manifiestan creer en las disparatadas afirmaciones de la «ciencia cristiana» han sido acusados de negar la atención médica urgente a su prole, pero no siempre condenados por ello. Los progenitores que se imaginan que son «testigos de Jehová» han denegado el permiso para que sus hijos reciban transfusiones sanguíneas. Los padres que se imaginan que un hombre llamado Joseph Smith fue guiado hasta una serie de planchas de oro enterradas han casado a sus hijas menores de edad «mormonas» con tíos y cuñados privilegiados, que a veces ya tenían otras esposas mayores. Los fundamentalistas chiíes de Irán rebajaron a los nueve años la edad a la que se puede «entregar» en matrimonio a una hija, tal vez en loor e imitación de la edad de la «esposa» más joven del «profeta» Mahoma. Las niñas novias de la India son azotadas y en ocasiones quemadas vivas si se considera que la lastimera dote que aportan al matrimonio es demasiado irrisoria. El Vaticano y su inmensa red de diócesis se ha visto obligado a reconocer, tan solo en la pasada década, su complicidad en un impresionante escándalo de violaciones y abusos infantiles, principalmente homosexuales, pero en modo alguno de forma exclusiva, en el que se protegía de la ley a pederastas y sádicos conocidos que eran trasladados a parroquias donde mejor se podían aprovechar de seres inocentes e indefensos. Solo en Irlanda, que en otro tiempo fuera una seguidora incuestionable de la Santa Madre Iglesia, se estima en la actualidad que los niños de los colegios religiosos a los que se dejaba
en paz
eran muy probablemente una minoría.

Hoy día, la religión desempeña una función especial en la protección e instrucción de los niños. «¡Maldito sea el que ofenda a estas criaturas!», dice el Gran Inquisidor en
Los hermanos Karamazov,
de Dostoievski. El Nuevo Testamento hace que Jesús nos informe de que los pecadores estarían mejor en el fondo del mar y, por cierto, con una rueda de molino atada al cuello. Pero tanto en la teoría como en la práctica, la religión utiliza a los seres inocentes e indefensos con fines experimentales. Por supuesto que sería normal que se permitiera que un varón judío adulto y practicante metiera el pene rebanado en bruto en la boca de un rabino (eso, al menos en NuevaYork, sería legal). Por supuesto que sería normal que se permitiera que las mujeres adultas que desconfían de su clítoris o sus labios vaginales dejaran que otra desdichada mujer adulta se los cercenara. Por supuesto que sería normal que se permitiera que Abraham se brindara a suicidarse para demostrar su devoción por el Señor o su fe en las voces que escuchaba en su interior. Por supuesto que sería normal que se permitiera que los padres devotos se negaran a sí mismos el socorro de la medicina cuando sufrieran enfermedades o dolores agudos. Por supuesto que sería normal (por lo que a mí respecta) que se permitiera que un sacerdote que ha jurado mantenerse célibe fuera un homosexual promiscuo. Por supuesto que sería normal que se permitiera que una congregación que cree en la expulsión del demonio mediante azotes escogiera un pecador o pecadora adultos y nuevos cada semana y los azotara hasta desangrarlos. Por supuesto que sería normal que se permitiera que todo aquel que profese el creacionismo instruyera a sus iguales durante la hora del almuerzo. Pero la obligatoriedad de que los niños indefensos participen en estas prácticas es algo que hasta el individuo laico más convencido puede calificar sin miedo a equivocarse como un pecado.

No me postulo como ejemplo moral, y en caso de que lo hiciera sería fácil refutar dicha condición, pero si yo fuera sospechoso de violar a un niño, o de torturarlo, o de contagiarle una enfermedad de transmisión sexual, o de entregarlo a la esclavitud sexual o cualquier otro tipo de esclavitud a cambio de dinero, pensaría seriamente en la posibilidad de suicidarme, tanto si fuera culpable como inocente. Si realmente hubiera cometido el delito, recibiría la muerte de buen grado cualquiera que fuera la forma que adoptara. Este rechazo es algo innato en todas las personas sanas, y no es necesario que se les enseñe expresamente a sentirlo. Como la religión ha demostrado ser excepcionalmente delictiva en el único aspecto en el que podría considerarse que la autoridad ética y moral se pronuncia de forma absoluta y universal, creo que estamos autorizados a extraer al menos tres conclusiones provisionales. La primera es que la religión y las iglesias son un producto de la invención humana y que este hecho destacado resulta demasiado obvio para ignorarlo. El segundo es que la ética y la moral son bastante independientes de la fe y que no se pueden deducir de ella. El tercero es que dado que la religión apela a una exoneración divina especial por sus prácticas y creencias, no solo es amoral, sino inmoral. El psicópata o bestia ignorante que maltrata a sus niños debe ser castigado, pero podemos comprenderlo. Quienes recurren a una justificación celestial para explicar la crueldad han quedado manchados por el mal y, además, representan un peligro aún mayor.

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