Dios no es bueno (2 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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Además de incredulidad, sentí otra vez un aguijonazo de pura indignación. ¿Por qué? Eso era como decir que tal vez la religión no fuera verdadera, pero que no importaba, porque se podía encontrar consuelo en ella. Cuan despreciable. En aquel momento yo tenía unos trece años y estaba a punto de convertirme en un pequeño intelectual insoportable. Jamás había oído hablar de Sigmund Freud (aunque me habría resultado muy útil para entender al director), pero me acababan de mostrar un atisbo de
El porvenir de una ilusión.

Cuento todo esto al lector porque no soy una de esas personas cuya posibilidad de vivir una fe saludable haya quedado destruida por los abusos infantiles o el férreo adoctrinamiento. Sé que hay millones de seres humanos que han sufrido esas experiencias y no creo que se pueda, ni se deba, absolver a las religiones de haber impuesto semejantes calamidades. (En un pasado muy reciente hemos visto a la Iglesia de Roma contaminarse con su complicidad en el imperdonable pecado de los abusos a menores o, como se diría en una variedad de
pig latín,
por «ningún trasero de niño abandonado»
NdT3
). Pero también hay organizaciones no religiosas que han cometido delitos similares, o incluso peores.

Sigue habiendo cuatro objeciones irreductibles a la fe religiosa: que representa de forma absolutamente incorrecta los orígenes del ser humano y del cosmos, que debido a este error inicial consigue aunar el máximo de servilismo con el máximo de solipsismo, que es causa y consecuencia al mismo tiempo de una peligrosa represión sexual y que, en última instancia, se basa en ilusiones.

No creo que se considere arrogante por mi parte decir que yo ya había descubierto estas cuatro objeciones (además de haber percibido el hecho más vulgar y evidente de que quienes están a cargo del poder temporal utilizan la religión para investirse de autoridad) antes de perder mi voz infantil. Estoy moralmente convencido de que otros millones de personas extrajeron conclusiones muy similares en buena medida del mismo modo, y desde entonces he conocido gente parecida en centenares de hogares y decenas de países distintos. Muchos de ellos no tuvieron fe nunca, y otros muchos abandonaron la fe tras una dura tribulación. Algunos de ellos atravesaron por cegadores momentos de descreimiento que fueron exactamente igual de instantáneos que el de Pablo de Tarso en el camino de Damasco, si bien tal vez menos convulsos y apocalípticos (y que posteriormente hallaron mayor justificación moral y racional). Y aquí reside lo importante por lo que respecta a mí y a quienes piensan como yo. Nuestra creencia no es una fe. Nuestros principios no son una fe. No confiamos exclusivamente en la ciencia y en la razón, ya que estos son elementos necesarios en lugar de suficientes, pero desconfiamos de todo aquello que contradiga a la ciencia o atente contra la razón. Podemos discrepar en muchas cosas, pero lo que respetamos es la libre indagación, la actitud abierta y la búsqueda de las ideas por lo que valen en sí mismas. No mantenemos nuestras convicciones de forma dogmática: el desacuerdo entre el profesor Stephen Jay Gould y el profesor Richard Dawkins acerca de la «evolución puntuada» y los huecos que quedan sin rellenar en la teoría posdarwiniana son bastante anchos y profundos, pero los resolveremos mediante evidencias y razonamientos, y no excomulgándonos mutuamente. (Mi irritación por la vergonzosa sugerencia del profesor Dawkins y Daniel Dennett de que los ateos se llamaran a sí mismos «brillantes» se inscribe en una discusión permanente.) No somos inmunes al reclamo de lo maravilloso, del misterio y el sobrecogimiento: tenemos la música, el arte y la literatura, y nos parece que Shakespeare, Tolstoi, Schiller, Dostoievski y George Eliot plantean mejor los dilemas éticos importantes que los cuentos morales mitológicos de los libros sagrados. Es la literatura, y no las Sagradas Escrituras, la que nutre la mente y (ya que no disponemos de ninguna otra metáfora) también el alma. No creemos en el cielo ni en el infierno, y ninguna estadística demostrará jamás que sin este tipo de lisonjas y amenazas cometemos más delitos de codicia o violencia que los creyentes. (De hecho, si se pudiera realizar alguna vez el oportuno estudio estadístico, estoy seguro de que la evidencia sería la inversa.) Nos conformamos con vivir solo una vez, salvo a través de nuestros hijos, a los que nos alegramos absolutamente de sentir que debemos abrir camino y dejar sitio. Especulamos con la idea de que al menos es posible que, una vez que las personas acepten el hecho de que sus vidas son cortas y penosas, tal vez se comporten mejor unos con otros, y no peor. Estamos seguros de que se puede vivir una vida ética sin religión. Y de hecho sabemos que el reverso es cierto: que la religión ha ocasionado que innumerables personas no solo no se comporten mejor que otras, sino que se concedan licencias para comportarse de formas que dejarían estupefacto al regente de un burdel o a un genocida.

Y lo que tal vez sea más importante: nosotros, los infieles, no necesitamos ningún mecanismo de refuerzo. Somos aquellos a los que se refería Blaise Pascal cuando afirmaba dirigirse a aquel que dice «estoy hecho de tal manera que no puedo creer». En la aldea de Montaillou, durante una de las grandes campañas de caza de brujas de la Edad Media, los inquisidores le pidieron a una mujer que les dijera de quién había aprendido sus dudas heréticas sobre el infierno y la resurrección. Ella debía de saber que corría el terrible riesgo de que los piadosos le administraran una muerte lenta y prolongada, pero respondió que no las había aprendido de nadie, sino que se le habían ocurrido a ella sola. (A menudo escuchamos a los creyentes ensalzar la sencillez de los feligreses, pero nunca en el caso de esta cordura y lucidez no forzada y deliberada, que ha sido sofocada y borrada en los juicios de más seres humanos de los que jamás seremos capaces de nombrar.)

Nosotros no tenemos necesidad de reunimos todos los días, ni cada siete, ni con motivo de ninguna festividad, ni para proclamar nuestra rectitud o postrarnos y regodearnos en nuestra indignidad, nosotros, los ateos, no necesitamos ningún sacerdote, ni ninguna jerarquía superior que custodie nuestra doctrina. Abominamos de los rituales y las ceremonias, como también abominamos de las reliquias y del culto a cualquier tipo de imágenes u objetos (incluidos los objetos que presentan la forma de una de las innovaciones más útiles del ser humano: el libro impreso). Para nosotros, ningún lugar de la tierra es o podría ser «más santo» que otro: al ostentoso acto absurdo de peregrinar a algún sitio y al brutal espanto de matar a civiles en nombre de algún muro, cueva, santuario o roca sagrada podemos oponer un paseo ocioso o urgente de un lado a otro de la biblioteca, el museo, o para acudir a comer con un amigo afectuoso para buscar la verdad o la belleza. Si son rigurosas, alguna de estas excursiones para ir a la biblioteca, a almorzar o al museo nos pondrá evidentemente en contacto con la fe y con los creyentes, ya sea a través de los grandes pintores o compositores devotos o de las obras de Agustín, Tomás de Aquino, Maimónides o Newman. Tal vez estos portentosos eruditos hayan escrito muchas cosas depravadas o absurdas o hayan sido irrisoriamente ignorantes de la teoría bacteriológica de las enfermedades o del lugar que ocupa el globo terrestre no ya en el universo, sino en el sistema solar; y esta es la sencilla razón por la que no hay más como ellos hoy día, y por la que no habrá más como ellos el día de mañana. La religión dijo sus últimas palabras inteligibles, nobles o inspiradoras hace mucho tiempo; a partir de ese momento, se convirtió en un humanismo admirable pero nebuloso, igual que le pasó, por ejemplo, a Dietrich Bonhoeffer, un valiente pastor luterano ahorcado por los nazis por negarse a actuar en connivencia con ellos. No habrá más profetas ni sabios de antiguo cuño, lo cual es la razón por la que las devociones de hoy día son únicamente ecos de repeticiones del ayer, a veces elaboradas hasta el hilarante extremo de conjurar una terrible vacuidad.

Aunque, pese a sus limitaciones, algunas defensas de la religión son espléndidas (podríamos citar a Pascal) y otras aburridas y absurdas (aquí no podemos evitar mencionar a C. S. Lewis), ambas modalidades tienen algo en común, y es lo siguiente: la atroz carga de retorcimiento que tienen que soportar. ¡Cuánto esfuerzo hace falta para afirmar lo increíble! Los aztecas tenían que descuartizar una cavidad torácica humana
a diario
únicamente para asegurarse de que saliera el sol. Se supone que los monoteístas incomodan a su divinidad más veces todavía; tal vez por si fuera sorda. ¿Cuánta vanidad es preciso reunir (sin que, por otra parte, sea muy eficiente) para fingir que uno es un objeto personal de un plan divino? ¿Cuánto respeto a uno mismo hay que sacrificar para poder avergonzarse continuamente por la conciencia de los propios pecados? ¿Cuántas suposiciones innecesarias es preciso postular y cuánta capacidad de tergiversación hace falta para tomar cada una de las nuevas ideas de la ciencia y manipularla hasta que «encaje» con las palabras reveladas por deidades de la Antigüedad inventadas por el ser humano? ¿Cuántos santos, milagros, concilios y cónclaves son necesarios para, primero, establecer un dogma y, a continuación, tras un dolor, pérdida, sinsentido y crueldad infinitos, verse obligado a rescindir uno de esos dogmas? Dios no creó al ser humano a su imagen y semejanza. Evidentemente, fue al revés, lo cual constituye la sencilla explicación para toda esta profusión de dioses y religiones y para la lucha fratricida, tanto entre cultos distintos como en el seno de cada uno de ellos, que se desarrolla continuamente a nuestro alrededor y que tanto ha retrasado el progreso de la civilización.

Las atrocidades religiosas del pasado y el presente no se han producido porque nosotros seamos malos, sino porque en la naturaleza es un hecho que desde el punto de vista biológico la especie humana es racional solo en parte. La evolución ha supuesto que nuestros lóbulos prefrontales sean demasiado reducidos, nuestras glándulas suprarrenales demasiado abultadas y nuestros órganos reproductores parezcan diseñados por un equipo de incompetentes; esta receta, por sí sola o combinada con otros ingredientes, tiene muchas probabilidades de traducirse en cierta infelicidad y ocasionar algunos trastornos. Pero, en todo caso, ¡menuda diferencia cuando dejamos de lado a los creyentes acérrimos y abordamos la obra no menos ardua, por ejemplo, de un Darwin, un Hawking o un Crick! Estos hombres resultan más iluminadores cuando se equivocan, o cuando dejan traslucir sus inevitables sesgos, que cualquier otra persona modesta y con fe que intente en vano cuadrar el círculo y explicar cómo es posible que él, una simple creación del Creador, pueda saber qué se propone el Creador. En cuestiones de estética no se puede coincidir en todo, pero nosotros, los humanistas laicos, ateos y agnósticos, no deseamos privar a la humanidad de su capacidad para el asombro ni de sus consuelos. Ni por asomo. Si dedicamos algún tiempo a observar las asombrosas fotografías tomadas por el telescopio Hubble, escrutaremos cosas mucho más sobrecogedoras, misteriosas y hermosas (y más caóticas, apabullantes e imponentes) que cualquier creación o cualquier relato del «fin de los tiempos». Si leyéramos a Hawking cuando alude al «horizonte de sucesos», ese borde teórico de un «agujero negro» sobre el que en teoría podemos zambullirnos y ver el pasado y el futuro (salvo que, por desgracia y por definición, no tengamos «tiempo» suficiente), me sorprendería que todavía alguien se quedara boquiabierto ante Moisés y su mediocre «zarza ardiente». Si uno contempla la belleza y la simetría de la doble hélice, y después va a que le analicen la secuencia completa de su genoma, quedará estupefacto de inmediato ante el hecho de que en el núcleo de su ser resida un fenómeno tan perfecto y le tranquilizará (espero) tener tanto en común con otras tribus de la especie humana (ya que la «raza» ha ido a parar, junto con la «creación», al cubo de la basura); y aún más fascinado al enterarse, además, de hasta qué punto forma uno parte del reino animal. Entonces, por fin, uno puede mostrarse consecuentemente humilde ante el rostro de su creador, que resulta no ser un «alguien», sino un proceso de mutación con bastantes más elementos aleatorios de lo que a nuestra vanidad le gustaría reconocer. Hay aquí el suficiente misterio y maravilla para hacer avanzar a cualquier mamífero; ahora, la persona más culta del mundo tiene que reconocer (no diré «confesar») que sabe cada vez menos, pero que al menos sabe cada vez menos de cada vez más cosas.

Por lo que respecta al consuelo, como las personas religiosas insisten con tanta frecuencia en que la fe responde a esta supuesta necesidad, diré simplemente que aquellos que ofrecen falso consuelo son falsos amigos. En cualquier caso, los críticos de la religión no niegan que tenga simplemente un efecto analgésico. Por el contrario, advierten contra el placebo y contra la trampa que tiende una botella llena de agua teñida de colores. Tal vez la cita incorrecta más famosa que nuestro tiempo sea que Marx descalificó a la religión por considerarla «el opio del pueblo». Por el contrario, este descendiente de varias generaciones de rabinos se tomaba muy en serio la fe, y escribió lo siguiente en su
«Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel»:

La miseria religiosa es, por una parte, la expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado alma de un mundo desalmado, porque es el espíritu de los estados de alma carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo.

Sobreponerse a la religión como la dicha ilusoria del pueblo es exigir para este una dicha real. El pugnar por acabar con las ilusiones acerca de una situación, significa pedir que se acabe con una situación que necesita de ilusiones. La crítica de la religión es, por tanto, en germen, la crítica de este valle de lágrimas que la religión rodea de un halo de santidad.

La crítica no arranca de las cadenas las flores ilusorias para que el hombre soporte las sombrías y desnudas cadenas, sino para que se desembarace de ellas y broten flores vivas.

De modo que la famosa cita incorrecta no es tanto una «cita incorrecta» como una burda tentativa de tergiversar la argumentación filosófica contra la religión. Quienes se han creído lo que les dicen los sacerdotes, los rabinos y los imanes acerca de lo que piensan los no creyentes y cómo lo piensan descubrirán, además, sorpresas similares a medida que avancemos. Tal vez acaben por desconfiar de lo que les han contado… o aprendan a no tomarlo como «artículo de fe»; cosa que, para empezar, es el problema.

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