Dios no es bueno (5 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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No voy a desarrollar aquí ninguna postura acerca del derrocamiento de Sadam Husein en abril de 2003. Diré únicamente que quienes consideraban que su régimen era «laico» se engañaban a sí mismos. Es cierto que el Partido Baaz fue fundado por un hombre llamado Michel Aflaq, un siniestro cristiano con cierta simpatía por el fascismo; y también es cierto que la pertenencia a dicho partido estaba abierta a todas las religiones (aunque tengo muchas razones para creer que la afiliación de judíos estaba restringida). Sin embargo, al menos desde su desastrosa invasión de Irán en 1979, que desembocó en furibundas acusaciones por parte de la teocracia iraní de que era un «infiel», Sadam Husein había engalanado su régimen en conjunto (que, en todo caso, descansaba sobre una minoría tribal de la minoría suní) como un régimen de devoción y
yihad
. (El Partido Baaz de Siria, asentado también en una parte confesional de la sociedad alineada con la minoría alauí, ha gozado asimismo de una prolongada e hipócrita relación con los ulemas iraníes.) Sadam inscribió en la bandera iraquí las palabras «Allahu Akhbar» («Dios es grande»). Amparó una concurridísima conferencia internacional de combatientes sagrados y ulemas y mantuvo relaciones muy afectuosas con el otro principal Estado patrocinador de estos en la región, el gobierno genocida de Sudán. Construyó la mezquita más grande de la región y la bautizó con el nombre de mezquita «Madre de todas las batallas», dotada de un Corán escrito con sangre que él afirmaba que era suya. Cuando emprendió su campaña genocida contra el pueblo del Kurdistán, principalmente suní (campaña que incluía el uso concienzudo de armas químicas y el asesinato y deportación de centenares de miles de personas), la bautizó con el nombre de «Operación Anfal», término mediante el cual tomaba prestada una justificación coránica para el saqueo y destrucción de los infieles («El botín», de la sura 8). Cuando las fuerzas de la coalición atravesaron la frontera iraquí, se encontraron con que el ejército de Sadam se disolvía como un terrón de azúcar en una taza de té caliente, pero también toparon con la bastante tenaz resistencia de un grupo paramilitar reforzado con yihadistas extranjeros y llamado Fedayin Sadam («los que están dispuestos a sacrificarse por Sadam»). Una de las labores de este grupo consistía en ejecutar a todo aquel que celebrara públicamente la intervención occidental, y enseguida grabaron en vídeo unos repugnantes ahorcamientos y mutilaciones públicas para que todo el mundo las viera.

Como mínimo, todos coincidiremos en que el pueblo iraquí había sufrido mucho durante los treinta y cinco años anteriores de guerra y dictadura, que el régimen de Sadam no podía haber permanecido eternamente en el seno de la legalidad internacional como un sistema al margen de la ley y, por consiguiente, que, con independencia de las objeciones que puedan esgrimirse sobre los medios reales con que se llevó a cabo el «cambio de régimen», la sociedad en su conjunto merecía un respiro para pensar en la reconstrucción y la reconciliación. No se le ha concedido ni un solo minuto de respiro.

Todo el mundo sabe lo que siguió. Los partidarios de al-Qaeda, liderados por un delincuente común jordano llamado Abu Musab al-Zarqawi, lanzaron una frenética campaña de asesinatos y sabotaje. No solo dieron muerte a las mujeres que no llevaran velo y a los periodistas y maestros laicos. No solo hicieron explotar bombas en iglesias cristianas (tal vez el 2 por ciento de la población iraquí es cristiana) o fusilaron o mutilaron a los cristianos que fabricaban y vendían alcohol. No solo grabaron un vídeo del fusilamiento y degollamiento masivo de un contingente de trabajadores inmigrantes nepalíes que se suponía que eran hinduistas y, por tanto, no merecían ningún respeto. Estas atrocidades podían considerarse más o menos rutinarias. Dirigieron la parte más nociva de su campaña de terror contra sus compatriotas musulmanes. Se hacía saltar por los aires las mezquitas y las procesiones funerarias de la mayoría chií, oprimida desde hacía mucho tiempo. Los peregrinos que recorrían largas distancias hasta llegar a los, desde hacía poco tiempo, accesibles santuarios de Kerbala y Nayaf lo hacían corriendo el riesgo de perder la vida. En una carta dirigida a su líder Osama bin Laden
3
, al-Zarqawi exponía las dos razones principales de aquella política extraordinariamente perversa. En primer lugar, según sus palabras, los chiíes eran herejes que no seguían el camino de pureza salafista correcto. Por consiguiente, eran digna presa de los auténticos santos. En segundo lugar, si se conseguía inducir una guerra religiosa en el seno de la sociedad iraquí, los planes de la «cruzada» de Occidente podían malograrse. La esperanza obvia era desencadenar una contrarréplica de los propios chiíes, lo cual empujaría a los árabes suníes en brazos de sus «protectores», los partidarios de Bin Laden. Y a pesar de algunos nobles llamamientos a la contención formulados por el gran ayatolá chií Sistani, no se reveló muy difícil provocar semejante respuesta. Al cabo de poco tiempo, los escuadrones de la muerte chiíes, ataviados con frecuencia con uniformes de la policía, mataban y torturaban al azar a miembros del credo árabe suní. No fue difícil de detectar la influencia subrepticia de la vecina «República Islámica» de Irán, y en algunas zonas chiíes también acabó siendo peligroso ser una mujer sin velo o no profesar ningún credo. Irak presume de tener una larga tradición de matrimonios mixtos y cooperación entre comunidades. Pero unos cuantos años de esta detestable dialéctica consiguieron crear enseguida un clima de desgracia, desconfianza, hostilidad y política sectaria. Una vez más,
la religión lo había emponzoñado todo
.

En todos los casos que he mencionado había quienes protestaban en nombre de la religión y quienes trataban de superar la creciente oleada de fanatismo y culto a la muerte. Se me ocurren unos cuantos sacerdotes, obispos, rabinos e imanes que han colocado el humanismo por delante de sus propias sectas o credos. La historia nos proporciona otros muchos ejemplos similares, que pasaré a analizar más adelante. Pero esto es un piropo para el humanismo, no para la religión. Cuando llegan a ese extremo, estas crisis también me han llevado a mí y a muchos otros ateos a protestar en defensa de los católicos que sufren discriminación en Irlanda, de los musulmanes bosnios que tenían que enfrentarse a su exterminio en los territorios cristianos de los Balcanes, de los chiíes afganos e iraquíes pasados a cuchillo por los yihadistas suníes, y viceversa, así como de innumerables casos similares. Adoptar semejante posición es una obligación elemental de cualquier ser humano que se precie de serlo. Pero la reticencia generalizada de las autoridades eclesiásticas a la hora de formular condenas inequívocas, ya se trate del Vaticano en el caso de Croacia o de los dirigentes saudíes o iraníes en el caso de sus respectivas confesiones, es igualmente repugnante. Y también lo es la voluntad de cada conjunto de «feligreses» de volver a los atavismos a la menor provocación.

No, señor Prager, no me ha parecido un criterio prudente pedir ayuda cuando se disuelven las reuniones para la plegaria. Y, como le dije, eso es responder con la opción «B». En todos estos casos, todo aquel a quien le importe la seguridad o la dignidad humanas tendría que confiar fervorosamente que se produjera un estallido masivo de laicidad democrática en defensa de las repúblicas.

No me hizo falta viajar a todos esos lugares exóticos para ver cómo la ponzoña hace su trabajo. Mucho antes de la crítica fecha del 11 de septiembre de 2001 pude percibir que la religión estaba empezando a reafirmar su jaque a la sociedad civil. Cuando no ejerzo de corresponsal extranjero aficionado y provisional, llevo una vida bastante tranquila y ordenada: escribo libros y artículos, enseño a mis alumnos a amar la literatura en lengua inglesa, asisto a agradables conferencias de escritores y participo en las discusiones efímeras que se plantean en el mundo editorial y académico. Pero hasta esta existencia bastante protegida se ha visto sometida a escandalosas invasiones, insultos y desafíos. El 14 de febrero de 1989, mi amigo Salman Rushdie fue golpeado simultáneamente con una sentencia de muerte y otra de cadena perpetua por el delito de escribir una obra de ficción. Para ser más exacto, el líder teocrático de un Estado extranjero, el ayatolá Jomeini de Irán, ofreció dinero públicamente, en su propio nombre, para instigar el asesinato de un novelista que era ciudadano de otro país. A quienes se animaba a llevar a cabo este plan criminal mediante soborno, que se hacía extensible a «todos los implicados en la publicación» de
Los versos satánicos
, no solo se les ofrecía dinero en mano, sino también un billete gratuito para viajar al paraíso. Es imposible imaginar mayor afrenta a todos los valores de la libertad de expresión. El ayatolá no había leído la novela, tal vez no pudiera leerla, y en todo caso prohibió a todos los demás que la leyeran. Sin embargo, consiguió desencadenar alarmantes manifestaciones, tanto entre los musulmanes de Gran Bretaña como en los del resto del mundo, en las que la multitud prendía fuego al libro y pedía a gritos que el propio autor también fuera pasto de las llamas.

Este episodio, en parte aterrador y en parte grotesco, tenía sus orígenes, claro está, en el mundo material o «real». Tras haber malogrado centenares de miles de vidas de jóvenes iraníes en una tentativa de prolongar la guerra que había iniciado Sadam Husein, para convertirla en una victoria de su teología reaccionaria, el ayatolá se había visto obligado recientemente a reconocer la realidad y aceptar una resolución de alto el fuego de las Naciones Unidas, sobre la cual había afirmado que prefería beber cicuta antes que firmarla. Dicho de otro modo: necesitaba un «asunto». Un grupo de musulmanes reaccionarios de Sudáfrica que eran diputados del Parlamento títere del régimen del apartheid había anunciado que si el señor Rushdie asistía a la feria del libro de su país, sería asesinado. Un grupo fundamentalista de Pakistán había derramado sangre en las calles. Jomeini tenía que demostrar que nadie podía superarle.

Según parece, el profeta Mahoma hizo algunas afirmaciones supuestamente difíciles de conciliar con las enseñanzas musulmanas. Los especialistas en el Corán han tratado de cuadrar este círculo sugiriendo que, en esos casos, el profeta escribía sin querer al dictado de Satán, en lugar de Dios. Esta artimaña, que no tenía nada que envidiar a la escuela más sinuosa de apologistas cristianos medievales, brindaba una excelente oportunidad a un novelista para explorar la relación entre escritura sagrada y literatura. Pero la mentalidad literal no comprende la mentalidad irónica y siempre considera a esta última como una fuente de peligro. Además, Rushdie había sido educado como musulmán y tenía ciertos conocimientos sobre el Corán, lo cual significaba en realidad que era un apóstata. Y, según el Corán, la «apostasia» debe castigarse con la muerte. No se reconoce en absoluto el derecho a cambiar de religión, y todos los estados religiosos han insistido siempre en imponer duras penas a aquellos que lo intentan.

Escuadrones de la muerte apoyados desde las embajadas iraníes realizaron una serie de tentativas importantes de matar a Rushdie. Sus traductores al italiano y al japonés fueron atacados, en uno de los casos por la absurda creencia de que el traductor podría conocer su paradero, y uno de ellos fue salvajemente mutilado tras haber quedado moribundo. A su editor noruego le dispararon varias veces por la espalda con un rifle de alta velocidad y quedó abandonado en la nieve, dado por muerto, si bien sorprendentemente sobrevivió. Cualquiera habría imaginado que un homicidio instigado de manera tan arrogante por un Estado, dirigido contra un individuo pacífico y solitario que llevaba una vida dedicada a la escritura, habría suscitado una condena generalizada. Pero no fue así. Algunos estamentos importantes, el Vaticano, el arzobispo de Canterbury y el principal rabino sefardí de Israel mostraron todos ellos su simpatía hacia… el ayatolá. Lo mismo hizo el cardenal arzobispo de Nueva York y muchas otras figuras religiosas de segundo orden. Al tiempo que pronunciaban algunas palabras con las que deploraban el recurso a la violencia, todos ellos afirmaron que el principal problema que planteaba la publicación de
Los versos satánicos
no era el asesinato a manos de mercenarios, sino la blasfemia. Algunos personajes públicos que no vestían hábito, como el escritor marxista John Berger, el historiador conservador británico Hugh Trevor-Roper y el decano de los autores de novelas de espionaje John Le Carré manifestaron también que Rushdie era responsable de los problemas en los que se había metido, y que se los había buscado al «ofender» a una gran religión monoteísta. Para estas personas, no tenía nada de extraordinario que la policía británica tuviera que proteger a un ciudadano ex musulmán de origen indio de una campaña orquestada para arrebatarle la vida en nombre de dios.

Pese a lo sosegada que en condiciones normales es mi vida, tuve la oportunidad de asomarme a esta surrealista situación cuando, para reunirse con el presidente Clinton, el señor Rushdie visitó Washington durante el fin de semana de Acción de Gracias de 1993 y se quedó una o dos noches en mi apartamento. Fue necesario desplegar un descomunal e imponente dispositivo de seguridad para hacerlo posible y, una vez finalizada la visita, el Departamento de Estado me pidió que fuera yo quien les hiciera una visita. Allí, un alto responsable me informó de que se habían interceptado «conversaciones» verosímiles en las que se manifestaba la intención de hacer recaer la venganza sobre mí y mi familia. Me aconsejaron que cambiara de domicilio y de número de teléfono, lo cual parecía un modo poco plausible de evitar las represalias. Sin embargo, esto sí me puso sobre aviso de algo que yo ya sabía. Yo no podía decir «Bueno, vosotros perseguís vuestro sueño chií en torno a un imán escondido, yo me dedico al estudio de Thomas Paine y George Orwell, y el mundo es lo bastante grande para ambos». El verdadero creyente es incapaz de descansar hasta que todo el mundo dobla la rodilla. ¿Acaso no es evidente para todos, afirma el devoto, que la autoridad religiosa tiene preponderancia y que quienes se niegan a reconocerlo pierden su derecho a existir?

Según parece, fueron los
asesinos
de los chiíes quienes impusieron este criterio a la opinión pública mundial unos cuantos años después. El régimen de los talibanes en Afganistán, que había masacrado a la población chií de Hazara, había sido tan horrendo que en 1999 la propia Irán había pensado en la posibilidad de invadir el país. Y la adicción de los talibanes a la profanación era tan extraordinaria que habían bombardeado y destruido meticulosamente una de las creaciones culturales más importantes del mundo: las estatuas de los dos budas de Bamiyan, que con su majestuosidad mostraban la fusión del estilo helenístico con otros estilos en el pasado de Afganistán. Pero, por ser preislámicas, como indudablemente eran, las estatuas constituían un insulto permanente para los talibanes y para sus huéspedes de al-Qaeda, y la destrucción de Bamiyan hasta dejarla reducida a escombros presagiaba la incineración de otras dos estructuras gemelas, así como de casi tres mil seres humanos, en pleno centro de Manhattan en otoño de 2001.

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