Authors: Christopher Hitchens
Cuando llegó finalmente el apocalíptico año de 1994 y comenzaron las matanzas premeditadas y coordinadas, muchos tutsis atemorizados y hutus disidentes cometieron la imprudencia de tratar de refugiarse en las iglesias. Esto facilitó considerablemente la tarea de los
ínterahamwe
o escuadrones de la muerte del gobierno y el ejército, que sabían dónde encontrarlos y podían fiarse de que los sacerdotes y monjas señalaran dónde se escondían. (Esta es la razón por la que tantas fosas comunes fotografiadas se encuentran en tierras consagradas, y también por la que varios clérigos y monjas se sientan en el banquillo de los juicios en curso por el genocidio ruandés.)
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El famoso padre Wenceslas Munyeshkyaka, por ejemplo, una figura destacada de la catedral de la Sagrada Familia en Kigali, abandonó clandestinamente el país con la ayuda de sacerdotes franceses, pero desde entonces se le ha acusado de genocidio por proporcionar listas de civiles a los
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y por la violación de jóvenes refugiadas. No es en modo alguno el único clérigo que ha debido hacer frente a acusaciones similares. Para que no se piense que él era un sacerdote granuja «aislado», tenemos noticia de otro miembro de la jerarquía ruandesa, el obispo de Gikongoro, más conocido también como monseñor Agustín Misago. Citemos un detallado relato de estos atroces acontecimientos:
Al obispo Misago solía describírsele como un simpatizante del poder hutu; había sido acusado públicamente de impedir el acceso a los tutsis a los refugios, de criticar a colegas de la clerecía que ayudaban a las «cucarachas» y de pedir a un emisario vaticano que se encontraba de visita en Ruanda en junio de 1994 que le dijera al Papa «que buscara un lugar para los sacerdotes tutsis porque el pueblo ruandés ya no los quería». Es más, el 4 de mayo de aquel mismo año, poco después de la última aparición mariana en Kibeho, el obispo se presentó allí mismo con una brigada de policía y le dijo a un grupo de noventa escolares tutsis retenidos en espera de su matanza que no se preocuparan, ya que la policía los protegería. Tres días después, la policía participó en la masacre de ochenta y dos de esos niños.
Escolares «retenidos en espera de su matanza»… ¿Recuerdan acaso la condena del Papa por este imborrable crimen y por la complicidad de la Iglesia en él? Seguramente no, puesto que jamás se realizó semejante comentario. Paul Rusesabagina, el héroe de la película
Hotel Ruanda,
recuerda al padre Wenceslas Munyeshyaka referirse incluso a su propia madre, una tutsi, como una «cucaracha». Pero eso no le impidió que antes de ser detenido en Francia la Iglesia francesa le permitiera reanudar sus «obligaciones pastorales». Por lo que respecta al obispo Misago, después de la guerra había en el Ministerio de Justicia ruandés quien creía que también debería ser acusado. Pero, como manifestó uno de los funcionarios del ministerio, «el Vaticano es demasiado poderoso y le gusta demasiado poco disculparse como para que nosotros vayamos por ahí enfrentándonos a los obispos. ¿Ha oído usted hablar de la infalibilidad?».
Como mínimo, esto impide sostener que la religión hace que las personas se comporten de forma más amable o civilizada. Cuanto peor es el infractor, más devoto resulta ser. Se puede añadir que algunos de los trabajadores dedicados a la ayuda humanitaria más entregados a su labor son también creyentes (si bien resulta que los mejores que he conocido eran seglares que no trataban de hacer proselitismo de ningún credo). Pero las posibilidades de que una persona que comete delitos lo haga «apoyándose en una fe» eran casi del ciento por ciento, mientras que las posibilidades de que una persona de fe estuviera de lado de la humanidad y la honradez eran casi tantas como las de acertar al lanzar una moneda. Si extendemos esto de forma retrospectiva al conjunto de la historia, las posibilidades de acertar acaban pareciéndose más a las de una predicción astrológica que resulta ser cierta por casualidad. Ello se debe a que las religiones jamás habrían arrancado, y menos aún prosperado, de no haber sido por la influencia de hombres tan fanáticos como Moisés, Mahoma o Joseph Kony; mientras que la caridad y la ayuda humanitaria, aunque puedan atraer a creyentes bondadosos, son herederas de la Edad Moderna y de la Ilustración. Antes de ese momento, la religión no se propagaba mediante el ejemplo, sino que era un método auxiliar de otros más anticuados: los de la guerra santa y el imperialismo.
Yo era un prudente admirador del difunto papa Juan Pablo II, que bajo cualquier punto de vista era una persona valiente y rigurosa capaz de hacer gala tanto de valor moral como de fortaleza física. En su país de origen colaboró con la resistencia antinazi cuando era joven, y posteriormente se esforzó mucho para contribuir a su emancipación del régimen soviético. Su papado fue en algunos aspectos asombrosamente conservador y autoritario, pero demostró estar abierto a la ciencia y la investigación (salvo cuando se hablaba del virus del sida) y hasta en su dogma sobre el aborto realizaba algunas concesiones a una «actitud ética» desde la que empezaba a predicar, por ejemplo, que la pena capital era casi siempre un error. A su muerte, el papa Juan Pablo II fue elogiado entre otras cosas por la cantidad de disculpas que había pedido. Entre ellas no se encontraba, como debía haber sucedido, un desagravio por el aproximadamente un millón de personas pasadas por la espada en Ruanda. Sin embargo, sí hubo una disculpa a los judíos por los siglos de antisemitismo cristiano, una disculpa al mundo musulmán por las Cruzadas, otra disculpa a los cristianos ortodoxos del Este por las muchas persecuciones que Roma había desatado contra ellos, y un acto de contrición muy general sobre la Inquisición. Esto parecía afirmar que en el pasado la Iglesia había estado fundamentalmente equivocada y a menudo se había comportado de forma criminal, pero que ahora había purgado sus pecados mediante la confesión y estaba lista otra vez para ser infalible acerca de todo.
La crisis de la religión organizada en Occidente y las innumerables formas con las que la moral religiosa ha conseguido de forma efectiva caer muy
por debajo
de la media humana han llevado siempre a algunos «buscadores» en pos de una solución más blanda al este de Suez. De hecho, en una ocasión me sumé a estos adeptos y acólitos potenciales poniéndome una túnica naranja y asistiendo al
asiiram
de un famoso gurú de Poona (o Pune), en las deliciosas colinas que rodean Bombay. Adopté esta modalidad de
sannyas
con el fin de colaborar en la realización de un documental para la BBC, de modo que puede usted poner en cuestión mi objetividad si lo desea, pero en aquella época la BBC poseía un criterio de imparcialidad y mi misión consistía en asimilar todo lo que pudiera. (Un día de estos, después de haber sido a lo largo de mi vida anglicano, haberme educado en una escuela metodista, haberme convertido a la ortodoxia griega por la vía del matrimonio, haber sido reconocido como una encarnación por los seguidores de Sai Baba y habiéndome vuelto a casar un rabino, estaré en condiciones de acometer la actualización del libro
Las variedades de la experiencia religiosa,
de William James.)
El gurú en cuestión se llamaba Bhagwan Sri Rajneesh. «Bhagwan» significa sencillamente «dios» o «divino», y «Sri» significa «santo». Era un hombre con unos ojos enormes y enternecedores, una sonrisa llena de embrujo y un sentido del humor sencillo, si bien un tanto lascivo. Su sibilante voz, que solía propagarse a través de un micrófono con el volumen bajo en el
dharshan
de primera hora de la mañana, ejercía unos efectos ligeramente hipnóticos. Aquello servía un poco para aliviar las perogrulladas igualmente hipnóticas de sus discursos. Tal vez haya usted leído el imponente ciclo narrativo de Anthony Powell
Una danza para la música del tiempo.
En él, un profeta misterioso llamado Trelawney mantiene unido a su grupo de iluminados a pesar de diversos contratiempos insalvables. Estos iniciados no se reconocen mutuamente por la singularidad de su túnica, sino mediante el intercambio de confesiones. Al encontrarse, el primero debe entonar: «La Esencia de Todo es el Dios de lo verdadero». La réplica adecuada a esto es: «La Visión de las Visiones cura la Ceguera de la Vista». Así se desarrolla el protocolo espiritual. Desde la altura de las rodillas de Bhagwan (había que permanecer sentado con las piernas cruzadas), no oí nada que fuera más profundo que esto. Se hacía más énfasis en el amor, en su sentido eterno, que en el círculo del doctor Trelawney; y se hacía sin duda más énfasis en el sexo en su sentido más inmediato. Pero, en su conjunto, la instrucción era inocua. O lo habría sido, de no haber sido por un letrero que había en la entrada de la carpa en la que predicaba Bhagwan. Este pequeño letrero jamás dejaba de irritarme. Decía: «Dejen en la puerta los zapatos y la mente». Junto a él había una pila de zapatos y sandalias, y en mi trascendente condición pude casi imaginar un montón de mentalidades abandonadas y vacías alrededor de esta breve sentencia literalmente descerebrada. Intenté incluso formular una sucinta parodia de un koan del budismo zen: «¿Qué reflexión se puede hacer tras haberse deshecho de la mente?».
Para el visitante o turista fuera de sí de gozo, el
ashram
ofrecía la apariencia externa de ser un elegante centro turístico espiritual en el que se podía parlotear sobre el más allá en un entorno exótico y suntuoso. Pero, como descubrí muy pronto, en el interior del recinto sagrado operaba un principio de funcionamiento más siniestro. Muchas personalidades dolidas y consternadas llegaban a Poona buscando consejo y consuelo. Varias de ellas llevaban una vida muy desahogada (entre los clientes o peregrinos se encontraba un miembro lejano de la familia real británica) y se les instaba desde el primer momento, como se hace en tantos otros cultos, a desprenderse de todas sus posesiones materiales. La prueba de la eficacia de este consejo podía verse en la flota de automóviles Rolls-Royce que había al cuidado de Bhagwan, llamada a ser la colección más grande del mundo.
Tras este trasquilón relativamente rápido, los iniciados eran trasladados a sesiones «de grupo» en las que empezaba de verdad el asunto desagradable.
La película de Wolfgang Dobrowolny
Ashram,
rodada en secreto por un antiguo fiel y adaptada para mi documental, muestra el «pícaro» término
kundálini
bajo una nueva luz. En una escena representativa, una joven es despojada de su ropa y rodeada por hombres que le gritan llamando la atención sobre todos sus defectos físicos y psíquicos, hasta que ella se lamenta llorando y pidiendo disculpas. En ese momento es abrazada, consolada y se le dice que ahora ya tiene «una familia». Sollozando en el tono aliviado de un masoquista, ingresa humildemente en el clan. (No queda en absoluto claro qué ha tenido que hacer para que le devuelvan la ropa, pero escuché algunos testimonios verosímiles y asquerosos a este respecto.) En otras sesiones en las que los hombres son protagonistas falta poco para que las cosas terminen con los huesos rotos o con la vida de alguien: jamás se volvió a ver a un principito alemán de la casa de Windsor y su cuerpo fue incinerado de forma apresurada sin pasar por el engorro de tener que hacerle la autopsia
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Me han dicho en tono respetuoso y turbado que «el organismo de Bhagwan es alérgico a ciertas cosas» y no mucho después de mi estancia allí abandonó el
ashram
y a continuación decidió, según parece, no volver a utilizar aquel marco terrenal. Nunca averigüé lo que le sucedió a la colección de Rolls-Royce, pero sus acólitos recibieron algún tipo de mensaje para volver a reunirse en la pequeña ciudad de Antelope, en Oregón, en los primeros meses de 1983. Y eso hicieron, aunque ahora menos comprometidos con una actitud pacífica y relajada. Los habitantes del lugar quedaron desconcertados al descubrir que se estaba erigiendo en el barrio un complejo fortificado que contaba con unas fuerzas de seguridad adustas y vestidas con túnica naranja. Según parecía, se intentaba dejar «espacio» para el nuevo
ashram.
En un singular episodio se descubrió que alguien estaba vertiendo tóxicos contaminantes sobre los productos alimenticios de un supermercado de Antelope. Finalmente, la comunidad se deshizo y se disolvió en medio de graves acusaciones, y de vez en cuando me he cruzado con refugiados con la mirada perdida salidos de la prolongada y engañosa tutela de Bhagwan. (Él se ha reencarnado en «Osho», en cuyo honor se publicaba hasta hace unos cuantos años una revista en papel cuché pero absurda. Tal vez queden todavía algunos seguidores suyos.)
El sueño de la razón produce monstruos, se dice muchas veces. El inmortal Francisco de Goya nos dejó un aguafuerte bajo este título en su serie
Los caprichos,
en el que un hombre sumido en un sueño profundo es atormentado por murciélagos, búhos y otros moradores de las tinieblas. Pero hay un extraordinario número de personas que parece creer que la mente y la capacidad de raciocino, lo único que nos distingue de nuestros parientes animales, es algo de lo que se debe desconfiar e incluso anular, siempre que sea posible. La búsqueda del nirvana y la disolución del intelecto prosiguen. Y allá donde se lleve a cabo, produce en el mundo real un efecto similar al del Kool-Aid.
«Hágame uno con todo.» Así empieza el chiste de la humilde petición que hace un budista a un vendedor de perritos calientes. Pero cuando el budista le entrega un billete de veinte dólares al vendedor a cambio de su panecillo bien untado de todo pasa un buen rato esperando recibir el cambio. Cuando finalmente lo reclama, se le informa de que «el cambio solo proviene del interior». Toda esta retórica es demasiado fácil de parodiar, como la del cristianismo misionero. En la antigua catedral anglicana de Calcuta hice una visita en una ocasión a la estatua del obispo Reginald Heber, que abarrotó los libros de salmos de la Iglesia de Inglaterra con versos como estos:
Qué importa que las brisas tropicales
acaricien otra isla de Ceilán
en la que cualquier perspectiva agrada
y solo el hombre es un rufián
Qué importa si con amorosa ternura
los regalos de Dios quedan arrumbados
y los infieles en su ceguera
se postran ante la piedra y la madera
La razón por la que muchos occidentales han acabado profesando las religiones aparentemente más seductoras de Oriente es en parte una reacción a los aires de superioridad de viejos bobalicones como este. De hecho, Sri Lanka (el nombre actual de la maravillosa isla de Ceilán) es un lugar repleto de atractivos. Sus habitantes destacan por su amabilidad y generosidad: ¿cómo se atrevió el obispo Heber a calificarlos de rufianes? Sin embargo, en la actualidad Sri Lanka es un país casi absolutamente arruinado y desfigurado por la violencia y la represión, y las fuerzas contendientes son principalmente budistas e hinduistas. El problema comienza con el propio nombre del Estado: «Lanka» es el antiguo nombre cingalés de la isla y el prefijo «Sri» significa simplemente «santo» en el sentido budista del término. Esta nueva denominación colonial supuso que los tamiles, que son principalmente hinduistas, se sintieran de inmediato excluidos. (Ellos prefieren llamar a su tierra «Eelam».) No pasó mucho tiempo hasta que este tribalismo étnico, reforzado por la religión, devastó la sociedad.