Dios no es bueno (24 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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Hay personas que pueden sentirse insultadas al percibir el menor atisbo de comparación en este aspecto, pero ¿acaso no están los libros sagrados del monoteísmo oficial impregnados de ansia por lo material y descripciones admirativas (casi hasta el punto de hacer la boca agua) de la riqueza de Salomón, de los prósperos rebaños y manadas de los fieles o de las recompensas del paraíso para los buenos musulmanes, por no hablar de los muchos, muchísimos relatos morbosos de saqueos y botines? Jesús, es cierto, no manifiesta ningún interés personal por la riqueza, pero sí nombra como alicientes para seguirle los tesoros del cielo e incluso las «mansiones». ¿Es que ya no es cierto que todas las religiones de todos los tiempos han mostrado un afilado interés por la acumulación de bienes materiales en el mundo real?

La sed de dinero y comodidades terrenales es únicamente un subtexto de la soporífera historia de Marjoe Gortner, el «prodigio infantil» de la charlatanería evangélica estadounidense. Bautizado grotescamente por sus padres con el nombre de «Marjoe» (una estúpida fusión de los nombres de María y José en inglés), el joven señorito Gortner fue arrojado al pulpito a la edad de cuatro años, vestido con un repelente traje de pequeño lord Fauntleroy
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e instruido para decir que había recibido el mandato divino de predicar. Si protestaba o lloraba, su madre lo metía debajo del grifo o le aplastaba un cojín en la cara teniendo siempre cuidado, según refiere él, de no dejarle marcas. Adiestrado como una foca circense, muy pronto atrajo el interés de las cámaras y, a la edad de seis años, ya oficiaba ceremonias matrimoniales de personas adultas. Su fama se propagó y muchos acudieron en masa para ver al milagroso niño. Según sus estimaciones recaudó tres millones de dólares en «donaciones», suma de la cual no se destinó nada a su educación o su futuro. A los diecisiete años se rebeló contra sus despiadados y cínicos padres y se «marginó» en la contracultura californiana de los primeros años de la década de 1960.

En la inmortal pantomima infantil navideña
Peter Pan
hay un momento culminante en el que el hada Campanilla parece que va a morirse. La resplandeciente luz con la que se la representa en escena empieza a apagarse y solo existe un modo de vencer esta penosa situación. Un actor avanza hacia el proscenio de la sala y pregunta a todos los niños: «¿Creéis en las hadas?». Si contestan confiados «¡Sííí!», entonces la tenue luz empezará de nuevo a brillar. ¿Quién puede poner una objeción a esto? Nadie quiere desbaratar la fe de los niños en la magia (ya habrá tiempo para infinidad de decepciones posteriores) y nadie les espera en la salida pidiéndoles con la voz quebrada que hagan una aportación a las huchas de la Iglesia de la Salvación de Campanilla. Los sucesos con los que se aprovecharon de Marjoe tenían el contenido intelectual de la escena de Campanilla cruelmente combinado con la ética del Capitán Garfio.

Aproximadamente una década después, el señor Gortner llevó a cabo la mejor venganza posible por su infancia robada y vacía y decidió hacer un favor al público en general con el fin de compensar su deliberado fraude. Invitó a un equipo de filmación a seguirle mientras fingía «volver» a predicar el Evangelio y se tomó la molestia de explicar cómo iba recurriendo a todos los trucos. Así es como se induce a las madres (era un chico bien parecido) a desprenderse de sus ahorros. Así es como se programa la música para producir un efecto extático. Ahora es cuando se habla de cómo Jesús te visita en persona. Aquí vemos cómo se dibuja uno en la frente con tinta invisible la forma de una cruz para que, de repente, aparezca cuando empieces a transpirar. Ahora es cuando te abalanzas sobre la presa. Cumple su promesa y va indicando al director de la película con antelación lo que es capaz de conseguir y conseguirá, y luego sale al auditorio para representarlo con una convicción absoluta. La gente llora y chilla, se desvanece, sufre convulsiones y es presa de ataques en los que grita el nombre de su redentor. Hombres y mujeres cínicos, toscos y rudos aguardan al instante psicológico propicio para pedir dinero y empiezan a contarlo con regocijo antes incluso de que la farsa de «servicio religioso» haya concluido. De vez en cuando se ve el rostro de algún niño pequeño agarrado a la carpa instalada y contemplando espantado e inquieto cómo sus padres se contorsionan, gimen y se desprenden de su bien ganada paga. Nosotros sabemos, desde luego, que todo este tinglado del evangelismo estadounidense era simplemente eso: un timo despiadado dirigido por los personajes secundarios del «Cuento del Bulero» de Chaucer. (Para vosotros, infelices, la fe. Nosotros nos quedamos con el dinero.) Y así es como debió de haber sido cuando se vendían abiertamente indulgencias en Roma y cuando en cualquier mercadillo de la cristiandad se podía conseguir una buena suma por un clavo o una astilla de la cruz de Cristo. Pero ver desenmascarado el delito por alguien que es al mismo tiempo una víctima y un beneficiario es en todo caso bastante sorprendente incluso para un no creyente empedernido. Después de saber esto, ¿cómo se puede perdonar? La película
Marjoe
obtuvo un Oscar de la Academia en 1972 y no ha supuesto absolutamente ninguna diferencia. Los monjíos de los telepredicadores continúan moliendo y los pobres continúan financiando a los ricos, del mismo modo que los rutilantes templos y palacios de Las Vegas fueron construidos con el dinero de aquellos que perdieron, en lugar de con el de quienes ganaron.

En su cautivadora novela
Niños en el tiempo,
Ian McEwan nos presenta a un personaje narrador desconsolado a quien la tragedia reduce a un estado casi inerte en el que durante gran parte del día ve la televisión con la mirada perdida. Al ver la forma en que sus iguales permiten ser manipulados y humillados (se prestan voluntariamente a ello), acuña una expresión para referirse a quienes consienten ser testigos del espectáculo. Es, determina él, «la pornografía del demócrata». No es esnob señalar el modo en que las personas exhiben su credulidad y su instinto gregario, así como su deseo o tal vez su necesidad de mostrarse crédulo y ser engañado. Se trata de un problema antiguo. Tal vez la credulidad sea una forma de inocencia, intrínsecamente inocua incluso; pero proporciona una firme incitación a que los picaros y los inteligentes exploten a sus hermanos y hermanas y es, por tanto, uno de los grandes puntos débiles de la humanidad. No es posible hacer ninguna descripción honrada del auge y persistencia de la religión, ni de la buena acogida de los milagros y las revelaciones, sin hacer referencia a este hecho pertinaz.

Si los discípulos del profeta Mahoma confiaron en cerrar la puerta a cualquier futura «revelación» tras la inmaculada concepción del Corán es porque no tuvieron en cuenta al fundador de lo que hoy día es uno de los cultos que con mayor rapidez crece en el mundo. Y no previeron (¿cómo iban a hacerlo siendo mamíferos, como eran?) que el profeta de este ridículo credo se modelaría a sí mismo según el de ellos. La Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día (a los que llamaremos a partir de ahora mormones) fue fundada por un oportunista con talento que, pese a formular su texto en términos abiertamente plagiarios del cristianismo, proclamó «Yo seré un nuevo Mahoma para esta generación» y adoptó como lema de combate las palabras «O el al-Koran o la espada», que pensaba que había aprendido del islam. Era demasiado ignorante para saber que si utilizas la palabra
al
no es preciso emplear otro artículo determinado, pero luego sí se pareció a Mahoma en que solo fue capaz de extraer préstamos de las biblias de otras personas.

En marzo de 1826 un tribunal de Bainbridge, en Nueva York, declaró a un hombre de veintiún años culpable de ser «un alborotador y un impostor». Aquello debió haber sido lo último que escucháramos de Joseph Smith, que en el juicio reconoció haber estafado a los ciudadanos organizando expediciones enloquecidas para buscar oro así como haber afirmado poseer poderes oscuros o «nigrománticos». Sin embargo, al cabo de cuatro años ya era de nuevo noticia en los periódicos locales (todos los cuales pueden consultarse todavía), esa vez adoptando el papel de descubridor del «Libro del Mormón». Se aprovechó de dos ventajas locales que la mayoría de los embaucadores y charlatanes no poseían. En primer lugar, actuaba en el mismo entorno devoto y febril que dio lugar a los
shakers
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, al anteriormente citado George Miller que predecía reiteradamente el fin del mundo y a otros autoproclamados profetas estadounidenses. Esta tendencia local llegó a ser tan llamativa que la región acabó por conocerse como el «Burned-Over-District»
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, en honor al fervor con que se había entregado a una manía religiosa tras otra. En segundo lugar, actuaba en una zona en la que, a diferencia de las grandes extensiones de la recién inaugurada Norteamérica, sí poseía vestigios de una historia antigua.

Una civilización india vencida y derrotada había heredado un considerable número de túmulos funerarios, que cuando fueron profanados de forma arbitraria y no profesional revelaron contener no solamente huesos, sino también artefactos muy trabajados de piedra, cobre y plata labrada. En la extensión de veinte kilómetros de la granja infraexplotada a la que la familia Smith llamaba su hogar había ocho de estos yacimientos. Había también dos escuelas o facciones igualmente absurdas que mostraron un fascinado interés por estas cuestiones: la primera era la de los buscadores de oro y descubridores de tesoros, que ejercieron presión con sus varas mágicas, sus cristales y sus porquerías disecadas en busca de lucro; y la segunda, la de quienes confiaban encontrar el lugar en que descansaba una tribu perdida de Israel. La inteligencia de Smith estribó en ser miembro de ambos grupos y en sumar a la codicia la antropología mal concebida.

Resulta casi bochornoso leer la historia real de la impostura y casi igual de bochornosamente fácil desenmascararla. (Quien mejor lo ha relatado ha sido el doctor Fawn Brodie, cuyo libro
No Man Knows My History,
publicado en 1945, fue una iniciativa honesta llevada a cabo por un historiador profesional para realizar la interpretación más amable posible de los «sucesos» relevantes.) En pocas palabras, Joseph Smith anunció que había recibido la visita (en tres ocasiones, como mandan los cánones) de un ángel llamado Moroni. El susodicho ángel le informó de que existía un libro «escrito sobre planchas de oro» en el que se exponían los orígenes de los habitantes del subcontinente norteamericano, además de las verdades del Evangelio. Había, además, dos guijarros mágicos, inspirados en el pectoral del Urim y el Turnmim del Antiguo Testamento, que le permitirían al propio Smith traducir el antedicho libro. Tras muchos esfuerzos, se llevó a casa todo este material el 21 de septiembre de 1827, aproximadamente dieciocho meses después de la condena por estafa. A continuación, se puso a realizar la traducción.

Los «libros» resultantes eran casualmente un diario escrito por profetas de la Antigüedad, empezando por Nefi, hijo de Lefi, que había huido de Jerusalén aproximadamente el año 600 a.C. y había viajado a América. A su posterior deambular y el de su numerosa progenie acompañaron infinidad de batallas, maldiciones y aflicciones. ¿Cómo es que los libros resultaban ser casualmente eso? Smith se negaba a enseñarle las planchas doradas a nadie afirmando que cuando las vieran los ojos de otro, este encontraría la muerte. Pero se topó con un problema que resultará familiar a los estudiosos del islam. Tenía mucha facilidad de palabra como polemista y narrador, como atestiguan numerosas descripciones de su persona. Pero era analfabeto, al menos en el sentido de que sabía leer muy poco y no sabía escribir. Por consiguiente, fue necesario un escriba para que anotara su inspirado dictado. Este escriba fue en un primer momento su esposa Emma y, después, cuando hicieron falta más manos, un desafortunado vecino llamado Martin Harris. Cuando oyó a Smith citar las palabras de Isaías 29, versículos 11-12, referentes al mandato reiterado de «leer», Harris hipotecó su granja para contribuir en la tarea y se trasladó a vivir con los Smith. Él se sentaba a un lado de una manta colgada que atravesaba la cocina y Smith se sentaba al otro con sus guijarros de traducción y entonaba el texto a través de la misma. Por si hiciera falta dar a esta escena un toque más alegre, Harris fue advertido de que si trataba de vislumbrar las planchas o de mirar al profeta caería fulminado al instante.

La señora Harris no se creía nada de esto, harta ya de la ingenuidad de su marido. Le robó las primeras ciento dieciséis páginas y retó a Smith a reproducirlas, puesto que, dado su poder de revelación, era capaz de hacerlo. (Este tipo de mujeres resolutivas aparecen con demasiada poca frecuencia en la historia de la religión.) Después de una semanas muy malas, el ingenioso Smith contraatacó con otra revelación. No podía reproducir el original, que en ese momento debía de estar en manos del diablo y ser susceptible de una interpretación de «versos satánicos». Pero el Señor, que todo lo prevé, había suministrado mientras tanto algunas planchas más pequeñas; de hecho, las auténticas planchas de Nefi, que referían una historia bastante similar. Con un esfuerzo infinito se reanudó la traducción con nuevos escribas tras la manta, como exigía la ocasión; y cuando hubo concluido, todas las planchas doradas originales fueron transportadas al cielo, en donde según parece continúan estando hasta la fecha de hoy.

Los defensores de los mormones afirman a veces, como también hacen los musulmanes, que aquello no puede haber sido fraudulento, ya que toda esa labor de engaño habría sido demasiado para un pobre hombre analfabeto. Pero los musulmanes tienen a su favor dos elementos muy valiosos: no tenemos noticia de que Mahoma fuera condenado públicamente nunca por fraude ni por haber practicado la nigromancia, y el árabe es una lengua un tanto opaca incluso para los extranjeros que lo hablan con cierta fluidez. Sin embargo, sabemos que el Corán se compuso en parte con libros y relatos anteriores, y en el caso de Smith es una tarea igualmente sencilla, aunque tediosa, descubrir que veinticinco mil palabras del Libro del Mormón proceden directamente del Antiguo Testamento. Estas palabras pueden encontrarse sobre todo en los capítulos de Isaías disponibles en
View of the Hebrews: The Ten Tribes of Israel in America
, de Ethan Smith. Este libro, muy popular en su tiempo y obra de un creyente chiflado que afirma que los indios americanos procedían de Oriente Próximo, parece haber espoleado en primera instancia al otro Smith en su búsqueda de oro. Otras dos mil palabras del Libro del Mormón están tomadas del Nuevo Testamento. De los trescientos cincuenta «nombres» que aparecen en el libro, más de un centenar de ellos proceden directamente de la Biblia y otro centenar más son casi tan plagiados que no se nota la diferencia. (El gran Mark Twain lo calificó a las mil maravillas como «cloroformo impreso», pero yo le acuso de golpear demasiado flojo al blanco, puesto que el libro contiene de hecho «El Libro de Éter».)
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Las palabras «y sucedió entonces» pueden encontrarse al menos en doscientas ocasiones, lo que hay que reconocer que ejerce un efecto soporífero. Estudios bastante recientes han desvelado que todos y cada uno de los demás «documentos» mormones son, en el mejor de los casos, una mezcolanza frágil y, en el peor, una lamentable falsificación, como el doctor Brodie se vio obligado a señalar cuando en 1973 reeditó y actualizó su excelente libro.

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