Authors: Christopher Hitchens
El argumento de que la fe religiosa mejora a las personas o que contribuye a civilizar la sociedad es un argumento que la gente suele esgrimir cuando ha agotado el resto de su defensa. Muy bien, parecen decir, dejemos de insistir en el Éxodo (por ejemplo), o en la virginidad de María o incluso en la resurrección, o en la «huida nocturna» desde La Meca a Jerusalén. Pero ¿dónde irían a parar las personas si no tuvieran fe? ¿Acaso no se abandonarían a todo tipo de licencias y egoísmos? ¿No es verdad, como es bien sabido que señaló en una ocasión G.K. Chesterton, que si la gente deja de creer en dios no es que no crea en nada, sino que cree en cualquier cosa?
Lo primero que debe decirse es que la conducta virtuosa de un creyente no representa en absoluto una prueba de que lo que cree sea verdadero, y que de hecho ni siquiera es un argumento en defensa de la verdad. Si aceptamos este argumento, entonces yo actuaría de forma más caritativa si creyera que el señor Buda nació de una hendidura hecha en el costado de su madre. Pero ¿acaso no haría esto depender mi impulso caritativo de algo bastante endeble? Por esa misma razón, tampoco digo que si sorprendo a un sacerdote budista robando todos los donativos depositados por el pueblo llano en su templo entonces el budismo quede desautorizado. Y en cualquier caso, nos olvidamos de cuan contingente es todo esto. De los miles de posibles religiones del desierto que hubo, así como de los millones de especies potenciales que hubo, una rama resultó echar raíces y brotar. Tras atravesar diferentes mutaciones judías hasta adquirir su forma cristiana, fue adoptada finalmente por razones políticas por el emperador Constantino y se convirtió en un credo oficial que en última instancia adquirió una forma codificada y normativa partiendo de sus muchos, caóticos y contradictorios libros. Por lo que respecta al islam, se convirtió en la ideología de una conquista que tuvo mucho éxito y fue adoptada por dinastías gobernantes victoriosas, fue codificado y establecido a su vez y promulgado como la ley de la tierra. Al igual que podría haber sucedido con Lincoln en Antietam, habrían bastado una o dos victorias militares de signo contrario para que en Occidente no fuéramos rehenes de las disputas locales que se produjeron en Judea y en Arabia y no hubiera quedado registro alguno de los hechos. Podríamos haber acabado siendo fieles incondicionales de otra fe absolutamente distinta, tal vez de algún culto hindú, azteca o confucionista, en cuyo caso se nos seguiría diciendo no obstante que, fuera estrictamente cierto o no, contribuía de cualquier manera a enseñar a los niños la diferencia entre lo bueno y lo malo. Dicho de otra forma, creer en dios es en cierto modo manifestar cierta
voluntad
de creer en algo. Mientras que rechazar la creencia no significa en modo alguno no profesar la fe en nada.
En una ocasión presencié cómo el ya fallecido profesor A.J. Ayer, el famoso humanista y reputado autor de
Lenguaje, verdad
y
lógica,
debatía con un tal obispo Butler. El moderador era el filósofo Bryan Magee. El intercambio de opiniones se produjo de forma bastante cortés hasta que el obispo, al oír a Ayer afirmar que no conocía ningún tipo de evidencia en favor de la existencia de ningún dios, explotó para decir: «Entonces no entiendo por qué no lleva usted una vida de inmoralidad desatada».
En ese instante, «Freddie», que era como sus amigos le llamaban, abandonó su habitual cortesía engolada y exclamó: «Debo decir que creo que esa es una insinuación completamente monstruosa». Ahora bien, Freddie había quebrantado ciertamente la mayoría de los mandamientos relativos al código sexual tal como fue dado a conocer en el Sinaí. Era, en cierto modo, un hombre famoso en virtud de ello. Pero fue un excelente profesor, un padre adorable y un hombre que dedicó gran parte del tiempo libre de que disponía a defender los derechos humanos y la libertad de expresión. Decir que la suya era una vida inmoral sería hacer una parodia de la verdad.
De los muchos escritores que ilustraron este mismo aspecto de un modo diferente, escogeré a Evelyn Waugh, que profesaba el mismo credo que el obispo Butler y se esforzó al máximo para que sus novelas argumentaran en defensa de las actuaciones de la gracia divina. En su novela
Retorno a Brideshead
realiza una observación muy aguda. Los dos protagonistas, Sebastian Flyte y Charles Ryder, el primero de los cuales es heredero de una añeja aristocracia católica, reciben la visita del padre Phipps, que cree que todos los jóvenes deben mostrarse apasionadamente interesados por el criquet. Cuando se desengaña de esta idea, mira a Charles «con una expresión que desde entonces he observado varias veces en los religiosos, una expresión de inocente sorpresa al comprobar que quienes se exponen a los peligros del mundo aprovechan muy poco sus variados consuelos».
Vuelvo a examinar, por tanto, la pregunta del obispo Butler. ¿Acaso no le estaba diciendo en realidad a Ayer a su ingenuo modo que si se desprendía de las restricciones impuestas por la doctrina
él mismo
se inclinaría por llevar «una vida de inmoralidad desenfrenada»? Naturalmente, uno confía en que no. Pero existen abundantes evidencias empíricas que avalan esta idea. Cuando los sacerdotes se portan mal, se portan ciertamente muy mal y cometen delitos que harían empalidecer a un pecador corriente. Uno preferiría atribuirlo a su represión sexual antes que a las doctrinas que predican, pero resulta que una de las doctrinas reales que predican es la represión sexual… por consiguiente, la relación es inevitable y desde los primeros tiempos de la religión los miembros legos de las iglesias han inventado toda una letanía de chistes populares al respecto.
La vida del propio Waugh estaba bastante más teñida de ofensas contra la castidad y la sobriedad que la de Ayer (únicamente parecía reportarle menos felicidad al primero que al último) y, en consecuencia, solían preguntarle cómo reconciliaba su conducta privada con sus creencias públicas. Su respuesta se hizo famosa: pidió a sus amigos que se imaginaran cuánto peor habría sido si
no
fuera católico. Para alguien que creía en el pecado original, aquello debió de significar darle la vuelta a la tortilla, pero cualquier examen de la vida real de Waugh demuestra que sus elementos más perversos nacían precisamente de su fe. No nos preocupemos por los tristes excesos de la bebida y la infidelidad conyugal: en una ocasión envió un telegrama de boda a una mujer divorciada amiga suya que volvía a casarse en el que le decía que su noche de bodas ahondaría en la soledad de Jesús en el Calvario y significaba un escupitajo en el rostro de Cristo. Apoyó los movimientos fascistas de España y Croacia y la abyecta invasión de Abisinia por parte de Mussolini, ya que todos ellos gozaban del apoyo del Vaticano, y en 1944 escribió que únicamente el Tercer Reich se interponía ahora entre Europa y la barbarie. Estas deformidades de uno de mis autores predilectos no afloraban a pesar de su fe, sino debido precisamente a ella. No cabe duda de que hubo actos íntimos caritativos y de contrición, pero dichos actos podrían haber sido llevados a cabo del mismo modo por una persona sin ningún tipo de fe. Para no buscar más allá de Estados Unidos, el magnífico coronel Robert Ingersoll, que fue el principal defensor del ateísmo hasta su muerte, en 1899, volvía loco a sus oponentes porque era una persona de una gran generosidad, un padre y esposo atento y fiel, un oficial gallardo y el poseedor de lo que Thomas Edison calificó, exagerándolo de un modo perdonable, como «todos los atributos de un hombre perfecto».
Desde que vivo en Washington he sido bombardeado con obscenas y amenazantes llamadas telefónicas de musulmanes que juraban castigar a mi familia por no dar apoyo a una campaña de mentiras, odio y violencia contra Dinamarca, un país democrático. Pero cuando mi esposa se dejó inadvertidamente una importante suma de dinero en efectivo en el asiento trasero de un taxi, el taxista sudanés se tomó muchas molestias y corrió con bastantes gastos para averiguar a quién pertenecía aquello y viajar en coche hasta mi casa para devolverlo intacto. Cuando cometí el vulgar error de ofrecerle el diez por ciento del dinero, dejó tajantemente claro, pero con mucha serenidad, que no perseguía recompensa alguna por cumplir con su deber islámico. ¿Con cuál de estas dos versiones de la fe es con la que debemos quedarnos?
En algunos aspectos, la pregunta no tiene respuesta posible en última instancia. Prefiero seguir teniendo el estante de libros de Evelyn Waugh tal como está y comprender que no se pueden tener las novelas sin los tormentos y las maldades de su autor. Y si todos los musulmanes se comportaran como el hombre que se desprendió del salario de más de una semana para hacer lo correcto, me darían bastante igual las extrañas exhortaciones del Corán. Si busco ejemplos de conducta buena o excelente en mi propia vida, no quedo sobrecogido por tener muchos entre los que elegir. En una ocasión sí me quité tiritando de miedo el chaleco antibalas en Sarajevo para dejárselo a una mujer aún más asustada a la que estaba ayudando a escoltar hasta un lugar seguro (no soy el único que ha sido un ateo atrincherado). En aquel momento sentí que era lo menos que podía hacer por ella, igual que la mayoría. La gente que tiraba bombas y disparaba eran cristianos serbios, pero resulta… que ella también.
A finales de 2005 estaba yo en el norte de Uganda, en un centro de rehabilitación de niños secuestrados y esclavizados en el territorio del pueblo acholi, que vive en la orilla septentrional del Nilo. Estaba rodeado de chicos (y algunas chicas) apáticos, con la mirada ausente y curtidos. Sus historias eran desoladoramente parecidas. Cuando tenían entre ocho y trece años habían sido arrebatados de sus escuelas o sus hogares por una milicia impasible compuesta inicialmente a su vez de niños raptados. Una vez llevados al monte, se les «iniciaba» en el uso de la fuerza mediante uno de dos métodos (o con los dos). O bien tenían que participar en un asesinato con el fin de «ensuciarse» e implicarse, o bien tenían que someterse a una prolongada y brutal tanda de azotes, a menudo de hasta trescientos. («Los niños que han sentido la crueldad —decía uno de los ancianos del pueblo acholi—, saben muy bien cómo infligirla.») La desgracia ocasionada por este ejército de desdichados convertidos en zombis excedía toda posibilidad de cálculo. Había arrasado aldeas, producido una vasta población de refugiados, cometido crímenes horrendos como mutilaciones o destripamientos y (con un toque especial de maldad) había seguido raptando niños para que los acholi se cuidaran de no tomar represalias si no querían matar o herir a uno de los «suyos».
El nombre de la milicia era Ejército de Resistencia del Señor (LRA,
Lord's Resistance Army
) y estaba encabezado por un hombre llamado Joseph Kony, un antiguo monaguillo convencido de que quería someter toda la región al gobierno de los Diez Mandamientos. Bautizaba utilizando aceite y agua, oficiaba ceremonias salvajes de castigo y purificación y protegía a sus seguidores de la muerte. La suya era una prédica fanática del cristianismo. Según parece, el centro de rehabilitación en el que yo me encontraba también estaba dirigido por una organización fundamentalista cristiana. Después de haber salido al monte y haber visto las obras del LRA, me puse a conversar con el hombre que intentaba reparar los daños. ¿Cómo sabía él, le pregunté, cuál de las dos organizaciones era la que profesaba una fe más sincera? Cualquier otra institución secular o financiada por el Estado podía hacer lo que hacía él, ajustar prótesis de miembros y ofrecer protección y «consuelo»; pero para ser Joseph Kony había que tener auténtica fe.
Para mi sorpresa, no eludió la pregunta. Era verdad, decía, que la autoridad de Kony nacía en parte de su pasado en una familia sacerdotal cristiana. También era verdad que las personas eran propensas a creer que él podía hacer milagros invocando el mundo de los espíritus y prometiendo a sus acólitos que eran inmortales. Algunos de quienes habían escapado seguían jurando incluso haber visto obrar maravillas a aquel hombre. Lo único que podía hacer un misionero era tratar de mostrar a las personas un rostro distinto del cristianismo.
Me impresionó la franqueza de aquel hombre. Podría haber empleado algunas otras estrategias defensivas. Evidentemente, Joseph Kony dista mucho de ser la «corriente principal» cristiana. Al menos, quienes le financian y le suministran armamento son los cínicos musulmanes del régimen sudanés, que le utilizan para crear problemas al gobierno de Uganda, que a su vez ha apoyado a los grupos rebeldes de Sudán. Según parece, en pago por este apoyo Kony empezó en un primer momento a denunciar la crianza e ingesta de cerdos, lo cual hace pensar, a menos que al hacerse mayor se haya convertido en un fundamentalista judío, en cierta compensación a sus superiores. A su vez, estos criminales sudaneses han estado llevando a cabo durante años una guerra de exterminio no solo contra los cristianos y los animistas del sur de Sudán, sino también contra los musulmanes no árabes de la provincia de Darfur. Tal vez el islam no haga distinción oficial alguna entre razas y naciones, pero los carniceros de Darfur son musulmanes árabes y sus víctimas son musulmanes africanos. El Ejército de Resistencia del Señor no es más que un elemento secundario, una especie de versión cristiana de los jemeres rojos en este horror más general.
Podemos encontrar un ejemplo aún más gráfico en el caso de Ruanda, que en 1992 ofreció al mundo un nuevo sinónimo de genocidio y sadismo. Esta antigua colonia belga es el país más cristiano de África y presume de contar con la proporción per cápita más elevada de iglesias, donde el 65 por ciento de los ruandeses profesan el catolicismo y otro 15 por ciento está adscrito a diferentes sectas protestantes. Las palabras «per cápita» adquirieron un halo macabro en 1992 cuando, incitadas por el Estado y por la Iglesia, las milicias racistas del «poder hutu» se abalanzaron al toque de una señal sobre sus vecinos tutsis y cometieron una matanza en masa.
Aquel no era ningún atávico ataque de derramamiento de sangre, sino una versión africana de la Solución Final ejecutada con frialdad. La primera advertencia de ello se produjo en 1987, cuando un visionario católico con el nombre en apariencia campechano de Little Pebbles («Piedrecitas») empezó a presumir de que escuchaba voces y veía visiones, las cuales provenían de la Virgen María. Dichas voces y visiones eran perturbadoramente sangrientas, predecían la matanza y el apocalipsis, pero también, en contrapartida, el regreso de Jesucristo el Domingo de Pascua de 1992. La Iglesia católica investigó unas apariciones de María en la cima de una colina llamada Kibeho y proclamó que eran fidedignas. La esposa del presidente de Ruanda, Agathe Habyarimana, quedó particularmente extasiada por estas visiones y mantuvo una estrecha relación con el obispo de Kigali, la capital de Ruanda. Este hombre, monseñor Vincent Nsengiyumva, fue también miembro del comité central del partido único gobernante del presidente Habyarimana, el Movimiento Nacional Revolucionario para el Desarrollo (NRMD,
National Revolutionary Movement for Development
). Este partido, junto con otros órganos del Estado, tenía afición por hacer redadas en busca de cualquier mujer a la que descalificaran por considerarla «prostituta» y animar a los activistas católicos a destrozar cualquier establecimiento en el que se vendieran anticonceptivos. Con el paso del tiempo se corrió la voz de que la profecía se cumpliría y que las «cucarachas», la minoría tutsi, recibirían pronto lo que se les avecinaba.