Dios no es bueno (38 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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Tal vez lo que mejor ejemplifique el choque original entre nuestra capacidad de raciocinio y cualquier forma de fe organizada sea el juicio de Sócrates en el 399 a.C, si bien ya debió de haberse producido en la mente de muchas personas con anterioridad. No me importa en absoluto que no tengamos certeza absoluta de que Sócrates existiera. Los datos sobre su vida y sus palabras proceden de fuentes secundarias; casi igual, pero no tanto, como los libros de la Biblia judía y cristiana y los hadices del islam. Sin embargo, la filosofía no tiene ninguna necesidad de semejante demostración, ya que no se ocupa de la sabiduría «revelada». Por casualidad disponemos de algunos relatos plausibles de esa vida en cuestión (un soldado estoico que recuerda un poco a Schweijk en su aspecto; una esposa con mal humor; cierta tendencia a sufrir ataques de catalepsia)… y nos pueden servir. Atendiendo a las palabras de Platón, que tal vez fuera un testigo presencial, podemos aceptar que durante cierto período de paranoia y tiranía en Atenas, Sócrates fue acusado de impiedad y supo que tendría que pagar con su vida. Las nobles palabras de
Apología de Sócrates
también dejan patente que no se preocupó por salvarse afirmando algo en lo que no creyera, como un hombre que se exculpara al afrontar un interrogatorio. Aun cuando no fue de hecho un ateo, con bastante razón se le consideró peligroso por su defensa de la libertad de pensamiento e investigación sin límites y por su negativa a dar su aprobación a cualquier dogma. (Esta es para mí todavía la definición de una persona culta.) Según Platón, este gran ateniense se contentaba con cumplir con los ritos convencionales de la ciudad, testificó diciendo que el oráculo délfico le había dado instrucciones de convertirse en un filósofo y, en el lecho de muerte, condenado a beber cicuta, habló de otra posible vida en el más allá en la que quienes habían confundido el mundo a base de sofistería continuarían llevando todavía una existencia de idea pura. Pero aun así, se acordó, como siempre, de matizar sus palabras añadiendo que aquello podría perfectamente no ser así. Como siempre, valía la pena plantearse la pregunta. La filosofía empieza allá donde termina la religión, exactamente igual que, por analogía, la química empieza allá donde se agota la alquimia y la astronomía ocupa el lugar de la astrología.

Además, de Sócrates podemos aprender cómo discutir dos elementos que son de la máxima importancia. El primero es que la conciencia es innata. El segundo es que la fe dogmática puede ser derrotada y satirizada fácilmente a manos de aquel que simule adoptar sus prédicas tal como se expresan.

Sócrates creía que tenía un
daimon,
un oráculo o guía interior, con cuya sensata opinión valía la pena contar. Todo el mundo menos los psicópatas tienen esta sensación en mayor o menor medida. Adam Smith describía a un socio permanente con el que mantenía una conversación inaudible, que actuaba como un inspector y un escrutador. Sigmund Freud escribió que la voz de la razón era débil, pero muy persistente. C. S. Lewis trató de demostrar demasiadas cosas a base de opinar que la presencia de una conciencia indicaba la chispa divina. La jerga actual describe la conciencia, no del todo mal, como aquello que nos hace comportarnos bien cuando nadie nos observa. En cualquier caso, Sócrates se negó en redondo a decir nada de lo que no estuviera moralmente convencido. A veces, si sospechaba que se inclinaba demasiado hacia la casuística o a complacer a la multitud, interrumpía bruscamente su discurso a medias. Dijo a sus jueces que durante su alocución final su «oráculo» no le había insinuado en ningún momento que se detuviera. Quienes creen que la existencia de la conciencia es una demostración de algún designio piadoso están presentando un argumento que sencillamente no se puede refutar, ya que no existe ninguna evidencia a su favor ni en su contra. El caso de Sócrates, no obstante, demuestra que los hombres y mujeres con auténtica conciencia tendrán a menudo que reafirmarla ante la fe.

Se enfrentaba a la muerte, pero aun condenado, tenía la posibilidad de suavizar la sentencia si decidía apelarla. En un tono casi insultante se ofreció a pagar una multa insignificante antes que hacerlo. Al no haber ofrecido a sus iracundos jueces ninguna alternativa más que la pena capital, pasó a exponer por qué el asesinato a manos de ellos no significaba nada para él. La muerte no le producía ningún miedo: o bien era descanso perpetuo, o bien la posibilidad de la inmortalidad e incluso de comunión con grandes griegos como Orfeo y Homero, que habían fallecido antes que él. En ese afortunado caso, señaló con sequedad, uno podría incluso desear morir una y otra vez. No debe importarnos que ya no exista el oráculo deifico, ni que Orfeo y Homero sean personajes mitológicos. Lo importante es que Sócrates se mofaba de sus acusadores con sus propias armas diciendo de hecho: no tengo certeza de la existencia de la muerte ni de los dioses, pero estoy todo lo seguro que puedo estarlo de que
vosotros
tampoco lo sabéis.

Parte de las consecuencias antirreligiosas de Sócrates y de sus amables pero incansables preguntas pueden intuirse a partir de una obra teatral escrita y representada en vida suya.
Las nubes,
escrita por Aristófanes, nos presenta a un filósofo llamado Sócrates que dirige una escuela de escepticismo. A un agricultor de las cercanías se le ocurren todas las preguntas estúpidas que plantean los fieles. Para empezar, si no existe ningún Zeus, ¿quién trae la lluvia para regar las cosechas? Invitando al hombre a que utilice su cabeza durante un segundo, Sócrates señala que si Zeus pudiera hacer la lluvia, llovería o podría llover cuando en el cielo no hubiera nubes. Como esto no sucede, sería más prudente concluir que las nubes son la causa de la lluvia. Muy bien, dice el campesino, pero entonces, ¿quién lleva las nubes hasta la posición adecuada? Debe de ser sin duda Zeus. No es así, afirma Sócrates, que le habla del viento y el calor. Bien, en ese caso, replica el anciano campesino, ¿de dónde proviene el rayo que castiga a los perjuros y a otros malhechores? La luz, se le indica gentilmente, no parece discriminar entre justos e injustos. De hecho, se ha advertido a menudo que azota los templos del propio Zeus del Olimpo. Esto basta para vencer al agricultor, aunque posteriormente abjura de su impiedad y prende fuego a la escuela con Sócrates en su interior. Son muchos los librepensadores que han recorrido este mismo camino, o que se han escapado de él por muy poco. Todas las confrontaciones importantes acerca del derecho a la libertad de pensamiento, de expresión y de investigación han adoptado la misma forma: la de una tentativa religiosa de reafirmar la mentalidad literal y limitada sobre la irónica e indagadora.

En esencia, el argumento de la fe empieza y termina con Sócrates, y si uno lo desea puede adoptar el punto de vista de que los fiscales de la ciudad hacían bien en proteger a la juventud ateniense de estas perturbadoras especulaciones. Sin embargo, no se puede sostener que recurriera a mucha ciencia para plantar cara a la superstición. Uno de sus acusadores alegaba que llamaba al sol un trozo de roca y a la luna un trozo de tierra (la última de las cuales habría sido cierta), pero Sócrates eludió la acusación afirmando que ese era un problema de Anaxágoras. De hecho, este filósofo jonio había sido acusado anteriormente por afirmar que el sol era un trozo de roca incandescente y la luna un trozo de tierra, pero no fue tan perspicaz como Leucipo y Demócrito, que proponían que todo estaba compuesto de átomos en continuo movimiento. (También es posible, dicho sea de paso, que Leucipo no existiera, pero nada importante varía tanto si existió realmente como si no.) Lo importante de la brillante escuela «atomista» es que consideraba que la cuestión de la primera causa u origen era esencialmente irrelevante. En aquella época, hasta ahí era hasta donde cualquier mente podía razonablemente llegar.

Esto dejaba sin resolver el problema de los «dioses». Epicuro, que asumió la teoría atomista de Demócrito, apenas podía dejar de creer en «su» existencia, pero le resultaba imposible convencerse de que los dioses desempeñaran algún papel en los asuntos humanos. Para empezar, ¿por qué iban «ellos» a molestarse con el tedio de la existencia humana, y menos aún con el del gobierno humano? Ellos evitaban el dolor innecesario y los seres humanos procuran hacer lo mismo. Así pues, no hay por qué temer a la muerte, y entretanto todas las tentativas de interpretar las intenciones de los dioses, como estudiar las vísceras de los animales, son un absurdo desperdicio de tiempo.

En algunos aspectos, el más atractivo y delicioso de los fundadores de la antirreligión es el poeta Lucrecio, que vivió en el siglo I a.C. y admiraba sobremanera la obra de Epicuro. En respuesta a la recuperación del antiguo culto por parte del emperador Augusto, compuso un ingenioso y brillante poema titulado
De rerum natura,
o
De la naturaleza de las cosas.
Esta obra quedó prácticamente destruida por los fanáticos cristianos de la Edad Media y solo nos ha quedado un manuscrito copiado, de modo que tenemos la suerte de saber incluso que una persona que escribía en la época de Cicerón (que publicó el poema por primera vez) y Julio César había conseguido mantener viva la teoría atómica. Lucrecio se adelantó a David Hume al afirmar que la posibilidad de una futura aniquilación no era peor que la contemplación de la nada de la que procedíamos; y también se adelantó a Freud al ridiculizar la idea de disponer de antemano ritos funerarios y monumentos conmemorativos, todos los cuales manifestaban el vano e inútil deseo de estar presente de algún modo en el propio funeral. Coincidiendo con Aristófanes, pensaba que el clima se explicaba sin recurrir a otras cosas y que la naturaleza, «limpia de todos los dioses», hacía el trabajo que los necios y los egocéntricos imaginaban inspirado por la divinidad u ordenado en torno a sus insignificantes personas:

¿Quién igualmente hacerlos que rueden todos los cielos
y toda la tierra a dar fruto templar con célicos fuegos,
o en todo lugar estar preparado en todo momento
a hacer con nubes tiniebla y la haz sacudir con estruendo
del cielo serena, o rayos aún arrojar y sus templos
mismos tal vez derrocar y ya retirado a desierto,
con saña ensayar su venablo, que a veces deja a perversos
de lado y quita la vida a quien mal ni mérito ha hecho?

El atomismo fue brutalmente perseguido a lo largo y ancho de toda la Europa cristiana durante muchos siglos bajo el no poco razonable fundamento de que ofrecía una explicación mucho mejor del mundo natural que la ofrecida por la religión. Pero, como si se tratara de una tenue hebra de pensamiento, la obra de Lucrecio consiguió perdurar en unas cuantas mentes eruditas. Tal vez sir Isaac Newton fuera creyente (en toda clase de pseudociencia, además de en el cristianismo), pero cuando se dispuso a establecer sus
Principia
incluyó en los primeros bocetos noventa y nueve versos de
De rerum natura.
Aunque la obra de Galileo de 1623
Saggiatore
no hace reconocimiento explícito de Epicuro, se basaba tanto en sus teorías atómicas que sus amigos y sus críticos por igual se referían a él como un libro epicúreo.

En vista del terror impuesto por parte de la religión sobre la ciencia y el estudio durante los primeros siglos de cristianismo (Agustín sostenía que los dioses paganos sí existían, pero únicamente como diablos, y que la tierra tenía menos de seis mil años), y del hecho de que a la mayoría de las personas inteligentes les parecía prudente exhibir en público su conformidad, no debe sorprendernos que la recuperación de la filosofía se manifestara originalmente en términos casi devotos. A aquellos que seguían las diferentes escuelas de filosofía autorizadas en Andalucía durante su breve período de prosperidad (una síntesis de aristotelismo, judaísmo, cristianismo e islamismo), se les permitía especular sobre la dualidad de la verdad y un posible equilibrio entre razón y revelación. Este concepto de «doble verdad» fue presentado por los seguidores de Averroes, pero recibió la firme oposición de la Iglesia por razones obvias. A Francis Bacon, que escribió sus obras durante el reinado de la reina Isabel I, le gustaba decir, tal vez inspirándose en la aseveración de Tertuliano de que cuanto mayor es la estupidez, más fuerte es la creencia en ella, que la fe alcanza su cota máxima cuando sus enseñanzas son menos asimilables por la razón. Pierre Bayle, que escribió unas décadas más tarde, era muy aficionado a exponer con gran detalle cuanto la razón podía decir contra cualquier creencia ortodoxa y concluir luego que «tanto mayor es el triunfo de la fe creyendo, a pesar de todo». Podemos estar prácticamente seguros de que no hizo esto solo para eludir el castigo. Estaba a punto de alborear la época en que la ironía exigiera demasiado a las mentes literales y fanáticas y las confundiera.

Pero esto no iba a suceder sin muchas venganzas y acciones defensivas por parte de las mentes literales y fanáticas. Durante un breve pero espléndido período del siglo XVII, la incondicional y pequeña nación de Holanda fue la tolerante anfitriona de muchos librepensadores como Bayle (que se trasladó allí para estar a salvo) y Rene Descartes (que también se trasladó allí por idéntico motivo). Además, fue el lugar en que, un año antes de la comparecencia de Galileo ante la Inquisición, nació el magnífico Baruch Spinoza, hijo de judíos españoles y portugueses que habían emigrado inicialmente a Holanda para librarse de las persecuciones. El 27 de julio de 1656, los ancianos de la sinagoga de Amsterdam hicieron la siguiente
cherem,
condena o
fatwa
de su obra:

Por la decisión de los ángeles, y el juicio de los santos, excomulgamos, expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza, con la aprobación del Santo Dios y de toda esta Santa comunidad, ante los Santos Libros de la Ley con sus 613 prescripciones, con la excomunión con que Josué excomulgó a Jericó, con la maldición con que Eliseo maldijo a sus hijos y con todas las execraciones escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos y lo expulsará de todas las tribus de Israel abandonándolo al Maligno con todas las maldiciones del cielo escritas en el Libro de la Ley.

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