Authors: Christopher Hitchens
Ahora nos dicen que unos órganos tan asombrosos como los ojos humanos no pueden ser fruto de una casualidad, por así decirlo, «ciega». Resulta que la facción del «diseño» ha escogido un ejemplo que no podría vencerse. En la actualidad sabemos mucho sobre los ojos y sobre qué criaturas los tienen, cuáles no y por qué. Aquí debo ceder la palabra un instante a mi amigo el doctor Michael Shermer:
La evolución también postula que los organismos actuales deberían exhibir una diversidad de estructuras, desde las más simples hasta las más complejas, que reflejen una historia evolutiva en lugar de una creación instantánea. El ojo humano, por ejemplo, es el resultado de un largo y complejo sendero que se remonta centenares de millones de años atrás. En un principio fue un simple ocelo con un puñado de células fotosensibles que proporcionaban información al organismo sobre una fuente relevante de la susodicha luz; luego se convirtió en un ocelo superficial, en el que una pequeña hendidura llena de células fotosensibles ofrecía datos adicionales sobre la dirección de la luz; a continuación en un ocelo profundo en el que unas células adicionales contenidas en una cavidad aún más profunda proporcionan información más precisa sobre el entorno; después en un ojo con una mirilla capaz de proyectar una imagen en la parte trasera de una capa de células fotosensibles muy profundas; luego en un ojo con una lente capaz de enfocar la imagen; después en el ojo complejo que puede encontrarse en mamíferos actuales como los seres humanos.
Todos los estadios intermedios de este proceso han sido detectados en otras criaturas, y se han elaborado sofisticados modelos informáticos que han puesto a prueba la teoría y han demostrado que realmente «funciona». Hay una prueba más de la evolución del ojo, como apunta Shermer. Se trata de la ineptitud de su «diseño»:
En realidad, la anatomía del ojo humano nos ofrece evidencias de cualquier cosa menos de un diseño «inteligente». Está construido del revés y hacia atrás, lo cual exige que los fotones de la luz atraviesen la córnea, el cristalino, el humor acuoso, los vasos sanguíneos, las células ganglionares, las células amacrinas, las células horizontales y las células bipolares antes de rebotar hacia los conos y los bastones fotosensibles que traducen la señal luminosa en impulsos neuronales… los cuales son enviados al córtex visual, situado en la parte trasera del cerebro, para ser procesados y convertidos en figuras significativas. Para que la visión fuera óptima, ¿por qué un diseñador inteligente construiría un ojo del revés y hacia atrás?
La razón por la que somos tan miopes es porque hemos evolucionado a partir de bacterias ciegas con las que ahora hemos descubierto que compartimos ADN. Disponemos de la misma óptica mal concebida, equipada con un punto ciego retiniano «diseñado» de forma deliberada, mediante la cual esos mismos seres humanos afirmaron haber «visto» milagros «con sus propios ojos». El problema en esos casos se situaba en algún otro lugar del córtex, pero no debemos olvidar jamás la sentencia de Charles Darwin de que hasta el más evolucionado de nosotros seguirá portando «el sello indeleble de su bajo origen».
A las palabras de Shermer yo añadiría que, si bien es cierto que somos los animales más superiores y más inteligentes, las águilas tienen unos ojos que hemos estimado que son unas sesenta veces más potentes y sofisticados que los nuestros, y que la ceguera, a menudo causada por parásitos microscópicos que representan por sí solos un milagro de la inventiva, es uno de los trastornos más antiguos y trágicos conocidos por el ser humano. ¿Y por qué conceder un ojo superior (o, en el caso del gato o el murciélago, también un oído) a una especie inferior? El águila puede abatirse en picado con precisión sobre un pez que haya detectado moviéndose bajo el agua con rapidez muchos, muchos metros por debajo, al tiempo que maniobra con sus extraordinarias alas. Las águilas han sido casi exterminadas por el ser humano, mientras que uno puede nacer tan ciego como una lombriz y no obstante convertirse, por ejemplo, en un fervoroso metodista practicante.
Parece absurdo de todo punto —escribió Charles Darwin—, lo confieso espontáneamente, suponer que el ojo, con todas sus inimitables disposiciones para acomodar el foco a diferentes distancias, para admitir cantidad variable de luz y para la corrección de las aberraciones esférica y cromática, pudo haberse formado por selección natural.
Escribió estas palabras en un ensayo titulado «Órganos de extrema perfección y complejidad». Desde aquella época, la evolución del ojo se ha convertido casi en una disciplina de estudio independiente
1
. ¿Cómo no iba a serlo? Resulta sumamente fascinante y gratificante saber que al menos cuarenta pares de ojos distintos, y tal vez sesenta, han evolucionado de manera distinta y paralela, si bien comparable. El doctor Daniel Nilsson, que tal vez sea la autoridad más destacada en la materia, ha descubierto entre otras cosas que tres grupos absolutamente diferentes de peces han desarrollado de forma independiente
cuatro
ojos. Una de estas criaturas marinas, el
Bathylychnops exis,
posee un par de ojos que miran hacia los lados y otro par de ojos (situados en las paredes de los dos principales) que orientan su mirada directamente hacia abajo. Para la mayoría de los animales sería un estorbo, pero presenta algunas ventajas evidentes para un animal acuático. Y es muy importante señalar que el desarrollo embrionario del segundo par de ojos no es una copia o una reproducción en miniatura del primero, sino fruto de una evolución absolutamente independiente. Como señala el doctor Nilsson en una carta dirigida a Richard Dawkins: «Esta especie ha reinventado el cristalino pese al hecho de que ya contaba con uno. Esto constituye un buen apoyo en favor de la opinión de que no es difícil evolucionar un cristalino». Como es natural, resulta más verosímil que una deidad de la creación duplicara la dotación óptica antes que plantearse otra cosa, lo cual nos habría dejado sin nada ante lo que maravillarnos o que descubrir, o, como proseguía Darwin a continuación del texto citado antes:
Cuando se dijo por vez primera que el sol estaba quieto y la tierra giraba a su alrededor, el sentido común de la humanidad declaró falsa esta doctrina; pero el antiguo adagio de
vox populi, vox Dei
, como sabe todo filósofo, no puede admitirse en la ciencia. La razón me dice que si se puede demostrar que existen muchas gradaciones, desde un ojo sencillo e imperfecto a un ojo complejo y perfecto, siendo cada grado útil al animal que lo posea, como ocurre ciertamente; si además el ojo alguna vez varía y las variaciones son heredadas, como ocurre también ciertamente; y si estas variaciones son útiles a un animal en condiciones variables de la vida, entonces la dificultad de creer que un ojo perfecto y complejo pudo formarse por selección natural, aun cuando insuperable para nuestra imaginación, no tendría que considerarse como destructora de nuestra teoría.
Tal vez esbocemos una sonrisa al enterarnos de que Darwin escribió acerca de la inmovilidad del sol, o cuando descubramos que defendía la «perfección» del ojo, pero únicamente porque tenemos la suficiente suerte de saber más que él. Lo que vale la pena señalar, y recordar, es su adecuada utilización del sentido de lo maravilloso.
El verdadero «milagro» es que nosotros, que compartimos genes con las bacterias que originalmente desencadenaron la vida en nuestro planeta, hayamos evolucionado tanto como lo hemos hecho. Otras criaturas no han desarrollado ningún tipo de ojos, o han desarrollado unos ojos extremadamente pobres. Aquí topamos con una inquietante paradoja: la evolución no cuenta con ojos, pero puede crearlos. El brillante profesor Francis Crick, uno de los descubridores de la doble hélice, tenía un colega llamado Leslie Orgel que resumió esta paradoja con más elegancia de lo que yo soy capaz. «La evolución —dijo— es más inteligente que usted.» Pero este piropo sobre la «inteligencia» de la selección natural no representa en modo alguno una concesión a la estúpida idea del «diseño inteligente». Algunos de los resultados son absolutamente impresionantes, como estamos obligados a pensar en nuestro caso. («¡Qué maravillosa obra es el hombre!», como exclama Hamlet antes de contradecirse en cierto modo al calificarlo no obstante como «la quintaesencia del polvo»; ambas afirmaciones tienen el mérito de ser ciertas.) Pero el proceso mediante el cual se obtienen estos resultados es lento e infinitamente laborioso y nos ha otorgado una «cadena» de ADN abarrotada de elementos inservibles que tiene mucho en común con otras criaturas muy inferiores. El sello indeleble de su bajo origen puede encontrarse en nuestro propio apéndice, en la ahora innecesaria mata de pelo que todavía nos crece (y luego se cae) al cabo de cinco meses en el útero materno, en nuestras frágiles rodillas, en el vestigio de nuestro rabo y en los muchos rasgos caprichosos de nuestra estructura urogenital. ¿Por qué la gente
sigue
diciendo «Dios se ocupa de los detalles»? No se ocupa de los nuestros, a menos que sus palurdos admiradores creacionistas deseen conceder mérito a su torpeza, su fracaso y su incompetencia.
Quienes, no sin resistencia, han cedido a las apabullantes evidencias de la evolución, tratan ahora de colgarse una medalla por reconocer su derrota. La verdadera magnificencia y variedad del proceso, desean decirnos ahora, corrobora la existencia de una mente directora y creadora. Así, deciden dejar en balbuciente ridículo a su pretendido dios y hacer que parezca un hojalatero, un chapuzas y un metepatas que tardó millones de años en dar forma a unas cuantas figuras duraderas mientras amontonaba un depósito de chatarra y fracaso.
¿Ese es el respeto que sienten por su dios? Afirman con imprudencia que la biología evolutiva es «únicamente una teoría», lo cual delata su ignorancia sobre el significado de la palabra «teoría», así como del significado de la palabra «diseño». Una «teoría» es algo que, si se me permite la expresión, evoluciona para ajustarse a los hechos conocidos. Si es una teoría correcta, sobrevive a la introducción de hechos desconocidos hasta la fecha. Y se convierte en una teoría aceptada si puede realizar predicciones precisas acerca de objetos o acontecimientos que todavía no se han descubierto o no se han producido. Esto puede llevar tiempo y también está sometido a una versión del procedimiento de Ockham: los astrónomos del Egipto de los faraones podían predecir eclipses, aun cuando creyeran que la tierra era plana; sencillamente, les exigía muchísimo trabajo innecesario. La predicción de Einstein del grado exacto de desviación angular de la luz de una estrella debido a la fuerza de la gravedad (verificado frente a la costa occidental de África durante un eclipse que se produjo en 1913) era más elegante y se esgrimió para confirmar su «teoría» de la relatividad.
Entre los evolucionistas hay muchas disputas acerca de
cómo
se produjo este complejo proceso y, ciertamente, acerca de cómo empezó. Francis Crick se permitió incluso coquetear con la teoría de que la vida fue «inseminada» en la tierra por bacterias desprendidas al paso de un cometa. Sin embargo, si todas estas disputas se resuelven, o cuando lo hagan, se resolverán utilizando métodos científicos y experimentales que han demostrado serlo. Por el contrario, el creacionismo o argumento del «diseño inteligente» (su única inteligencia reside en su solapada redenominación de sí mismo)
no es ni siquiera una teoría.
Pese a toda su bien financiada propaganda, jamás ha tratado siquiera de demostrar cómo un solo pedazo de la naturaleza se explica mejor mediante el «diseño» que mediante la competencia evolutiva. Por su parte, se disuelve en tautologías pueriles. Uno de los «cuestionarios» de los creacionistas pretende ser un interrogatorio al que contestar con «un sí o un no» como el que sigue:
¿Conoce usted algún edificio que no tuviera arquitecto?
¿Conoce usted algún cuadro que no tuviera pintor?
¿Conoce usted algún coche que no tuviera fabricante?
Si ha respondido SÍ a alguna de las preguntas anteriores, aporte detalles.
Conocemos la respuesta en todos los casos: han sido invenciones esforzadas de la humanidad (realizadas también mediante ensayo y error), han sido fruto de muchas manos y continúan «evolucionando». Esto es lo que vuelve despreciables las paparruchas del creacionista, que compara la evolución con un torbellino que soplara sobre un depósito de chatarra y nos presentara después la forma de un avión jumbo. Para empezar, no hay «partes» que estén por ahí flotando a la espera de ser ensambladas. Por otra parte, el proceso de adquisición y descarte de «elementos» (de manera muy especial, las alas) dista mucho de parecerse a un torbellino, tal como puede imaginarse que fue. El tiempo empleado en ello se parece más al de la vida de un glaciar que al de la de una tormenta. Además, los aviones jumbo no se montan con «elementos» inservibles o superfluos heredados tangencialmente de un avión con menos éxito. ¿Por qué hemos aceptado con tanta facilidad llamar a esta antigua no teoría ya refutada por su nuevo disfraz arteramente escogido de «diseño inteligente»? No tiene nada en absoluto de «inteligente». Son las mismas supercherías.
Los aviones, concebidos por el hombre, «evolucionan» a su modo. Y también evolucionamos nosotros, de un modo un tanto distinto. A principios de abril de 2006 se publicó en la revista
Science
un amplio estudio de la Universidad de Oregón. Basándose en la reconstrucción de genes antiguos procedentes de animales extinguidos, los investigadores consiguieron demostrar cómo la no teoría de la «complejidad irreductible» es una burla. Descubrieron que las moléculas de proteínas utilizaron lentamente el procedimiento de ensayo y error reutilizando y alterando sus elementos existentes para actuar como una especie de mecanismo de cerradura que activa y desactiva hormonas discrepantes
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. Esta marcha genética se inauguró ciegamente nace 450 millones de años, antes de que la vida abandonara el océano y mucho antes de que aparecieran los huesos. En la actualidad sabemos cosas acerca de nuestra naturaleza que los fundadores de la religión ni siquiera podrían haber imaginado y que, en caso de haberes conocido, habrían acallado sus lenguas, demasiado seguras de sí mismas. Pero, una vez más, en el momento en que uno se ha deshecho a las presuposiciones superfluas, la especulación acerca de quién nos diseñó para que fuéramos diseñadores se vuelve tan infructuosa e irrelevante como la pregunta de quién diseñó al diseñador. Aristóteles, cuya argumentación acerca del motor inmóvil y la causa incausada representa los orígenes de este argumento, concluyó que la lógica necesitaría cuarenta y siete o cincuenta y cinco dioses. Seguramente, hasta un monoteísta agradecería en este aspecto la navaja de Ockham. Partiendo de una pluralidad de motores primigenios, los monoteístas los han ido reduciendo a uno solo. Cada vez se acercan más a la cifra redonda y verdadera.