Dios no es bueno (20 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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Se plantean algunas preguntas acerca de si el islam es una religión absolutamente independiente. En un principio cumplió con una necesidad que los árabes tenían de poseer un credo diferenciado o especial, y se ha identificado para siempre con su lengua y con sus imponentes conquistas posteriores que, si bien no son tan asombrosas como las del joven Alejandro de Macedonia, transmitieron sin duda la idea de venir respaldadas por una voluntad divina que se perdía en los confines de los Balcanes y el mar Mediterráneo. Pero cuando analizamos el islam, no es mucho más que un conjunto de plagios bastante evidente y mal estructurado que se sirve de libros y tradiciones anteriores a medida que la ocasión parece exigírselo. Por tanto, lejos de haber «nacido bajo la nítida luz de la historia», como manifestó Ernest Renán con tanta generosidad, los orígenes del islam son igual de turbios y aproximados que los de aquellas otras religiones de las que tomó prestados sus elementos. Realiza afirmaciones grandilocuentes sobre sí mismo, invoca en sus fieles la máxima de la sumisión postrada o «rendición» y, por si fuera poco, exige la deferencia y el respeto de los escépticos. No hay en sus enseñanzas nada, absolutamente nada, que pueda siquiera aproximarse a justificar semejante arrogancia y presunción.

El profeta murió aproximadamente en el año 632 de nuestro calendario. El primer relato de su vida quedó fijado por Ibn Ishaq nada menos que ciento veinte años después, cuyo texto original se perdió y solo puede consultarse en su nueva redacción, obra de Ibn Hisham, que murió en el año 834. A estas habladurías y oscuridad se suma el hecho de que no hay ningún relato aceptado por todos de cómo los discípulos del profeta confeccionaron el Corán, ni de cómo sus diferentes sentencias (algunas de ellas anotadas por secretarios) llegaron a codificarse. Y este ya famoso problema se complica más (aún más que en el caso cristiano) por el asunto de su sucesión. A diferencia de Jesús, del que según se cuenta regresó a la tierra muy poco después de morir y al que
(con el debido respeto
a Dan Brown) no se le conocen descendientes, Mahoma fue un general, un político y (aunque a diferencia de Alejandro de Macedonia, sí fue un padre prolífico) no dejó ninguna instrucción acerca de quién debía asumir su sucesión. Las disputas sobre el liderazgo comenzaron casi tan pronto como murió, y así el islam sufrió su primer cisma importante, entre suníes y chiíes, antes incluso de que se hubiera asentado como sistema general. No tenemos por qué tomar partido en el cisma más allá de señalar que al menos una de las escuelas de interpretación debe de estar bastante equivocada. Y la identificación inicial del islam con un califato terrenal, repleto de aspirantes en liza a dicho cargo, la dejaron marcada desde sus mismos comienzos como una religión construida por el ser humano.

Algunas autoridades musulmanas afirman que durante el primer califato de Abu Bakr, inmediatamente posterior a la muerte de Mahoma, cundió la preocupación por si se olvidaban sus palabras, transmitidas de forma oral. Habían muerto en batalla tantos soldados musulmanes que el número de los que habían guardado en su memoria el Corán a buen recaudo se había vuelto alarmantemente pequeño. Se decidió por tanto reunir a todos los testigos vivos, junto con los «pedazos de papel, piedras, hojas de palma, omóplatos, costillas y trozos de cuero» sobre los que se habían garabateado las sentencias, y entregárselas a Zaid ibn Thabit, uno de los primeros secretarios del profeta, para que realizara una recopilación fidedigna. Una vez hecho esto, los creyentes pudieron disponer de algo parecido a una versión autorizada.

Si todo esto fuera cierto, el Corán dataría de una época bastante próxima a la de la propia vida de Mahoma. Pero descubrimos enseguida que no hay certidumbre ni consenso algunos sobre la veracidad de esta historia. Algunos dicen que fue Alí, el cuarto califa y fundador del chiísmo, y no el primero, a quien se le ocurrió la idea. Otros muchos, la mayoría suní, aseveran que quien concretó la decisión fue el califa Uthman, que gobernó desde el año 644 hasta el 656. Informado por uno de sus generales de que había soldados de diferentes provincias combatiendo por versiones discrepantes del Corán, Uthman ordenó a Zaid ibn Thabit que reuniera los diversos textos, los unificara y los transcribiera para componer uno solo. Una vez finalizada esta labor, Uthman ordenó que se enviaran copias normalizadas a Kufa, Basora, Damasco y otros lugares, dejando el ejemplar maestro en Medina. Uthman desempeñó así la función canónica que habían llevado a cabo Ireneo y el obispo Atanasio de Alejandría en la normalización, purga y censura de la Biblia cristiana. Se repasó la lista y entonces algunos textos fueron declarados sagrados y libres de error, mientras que otros se volvieron «apócrifos». Superando al propio Atanasio, Uthman ordenó que todas las ediciones anteriores y rivales fueran destruidas.

Aun suponiendo que esta versión de los hechos fuera correcta, lo que significaría que no existía ninguna posibilidad de que los especialistas determinaran jamás lo que realmente sucedió en la época de Mahoma o siquiera disputaran acerca de ellos, la tentativa de Uthman de abolir la discrepancia fue vana. La lengua árabe escrita tiene dos rasgos que dificultan que un extranjero la aprenda: emplea puntos para diferenciar consonantes como la «b» y la «t» y en su forma original no disponía de ningún signo o símbolo para las vocales breves, que se podían representar mediante diferentes guiones o marcas muy similares a las comas. Estas variaciones favorecieron que se hicieran lecturas sumamente distintas incluso de la versión de Uthman. La escritura árabe no se normalizó a su vez hasta la segunda mitad del siglo IX y, entretanto, un Corán sin puntos y curiosamente sin vocales arrojaba explicaciones radicalmente distintas de sí mismo, cosa que todavía sucede. Tal vez esto no importara en el caso de la
Ilíada,
pero recordemos que se supone que estamos hablando de la inalterable (y
definitiva)
palabra de dios. Es evidente que existe cierta relación entre la pura debilidad de esta afirmación y la certeza absolutamente fanática con la que se expone. Por poner un ejemplo que difícilmente puede considerarse insignificante, las palabras árabes escritas en el exterior de la mezquita de la Cúpula de la Roca de Jerusalén son diferentes de todas las versiones de las mismas que aparecen en el Corán.

La situación es aún menos firme y más deplorable cuando llegamos a los hadices, esa vasta literatura secundaria generada de forma que supuestamente transmite las sentencias y acciones de Mahoma, la historia de la recopilación del Corán y las sentencias de «los acompañantes del profeta». Para que se considere auténtico, cada
hadi
debe estar apoyado a su vez por una
isnad
o cadena supuestamente fiable de testimonios. Muchos musulmanes permiten que su actitud hacia la vida cotidiana quede determinada por estas anécdotas: alusiones a que los perros son impuros, por ejemplo, con el único fundamento de que se dice que Mahoma así lo consideraba. (Mi episodio favorito dice lo contrario: se cuenta que el profeta cortó una manga larga de su túnica para no molestar a un gato que dormía sobre ella. En territorio musulmán a los gatos no se les ha prodigado en general el trato atroz que sí les impusieron los cristianos, quienes solían considerarlos parientes satánicos de las brujas.)

Como era de esperar, las seis recopilaciones autorizadas de
hadies
, que acumulan rumor tras rumor desenrollando la larga bobina de
isnad
(«A supo de ello por B, que se lo había escuchado a C, que se entero de ello por D»), fueron reunidas siglos después de los acontecimientos que pretenden describir. Uno de los seis compiladores más famosos, al-Bujari, murió 238 años después de la muerte de Mahoma: Los musulmanes consideran inusualmente fiable y honesto a al-Bujari, quien parece haberse ganado su fama a pulso, por cuanto dictaminó que de los
trescientos mil
testimonios que acumuló a lo largo de toda una vida dedicada al proyecto,
doscientos mil
de ellos carecían por entero de valor y de respaldo. Una posterior eliminación de tradiciones dudosas e
isnad
cuestionables redujo su grandiosa suma a diez mil hadices. Uno es libre de creer, si así lo decide, que de esta masa informe de testimonios iletrados y medio olvidados el devoto al-Bujari consiguiera seleccionar más de doscientos años después solo las
isnad
puras y no corrompidas que superaran el escrutinio.

Tal vez algunas de estas candidatas a la autenticidad fueran más fáciles de tamizar que otras. El erudito húngaro Ignaz Goldziher, por citar un estudio reciente de Reza Asian, fue uno de los primeros en demostrar que muchos de los hadices no eran más que «versículos de la Tora y de los evangelios, fragmentos de sentencias rabínicas, antiguas máximas persas, pasajes de la filosofía griega, proverbios indios e incluso una reproducción literal, casi palabra por palabra, del Padrenuestro». En los hadices pueden encontrarse grandes fragmentos de citas bíblicas más o menos literales, incluida la parábola de los trabajadores a quienes se contrata en el último momento y el mandamiento de «que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha», ejemplo este último de que este retazo de pseudoprofundidad sin sentido está presente en dos conjuntos de escrituras reveladas. Asian apunta que en el siglo IX, cuando los juristas musulmanes estaban tratando de formular y codificar la ley islámica mediante el proceso conocido como
ijtíhad,
fueron obligados a clasificar muchos hadices en las siguientes categorías: «mentiras proferidas para obtener ventajas materiales y mentiras proferidas para obtener ventajas ideológicas». Con bastante acierto, el islam reniega efectivamente de la idea de ser un nuevo credo, y menos aún que suponga una cancelación de los anteriores, y utiliza las profecías del Antiguo Testamento y de los evangelios del Nuevo Testamento como una muleta o fondo perpetuo sobre el que apoyarse o del que extraer elementos. A cambio de su modestia y su falta de originalidad, lo único que pide es ser aceptado como la revelación absoluta y definitiva.

Como podría esperarse, presenta muchas contradicciones internas. Suele decirse que afirma que «no hay apremio en la religión» y que se muestra tranquilizadoramente comprensivo con el hecho de que los fieles de otros cultos sean las gentes «del libro» o los «seguidores de una revelación anterior». La idea de ser «tolerado» por un musulmán me resulta tan repulsiva como las demás condescendencias mediante las que los cristianos católicos y protestantes acordaron «tolerarse» entre sí o hacer extensible la «tolerancia» a los judíos. El mundo cristiano fue tan nauseabundo en este aspecto y durante tanto tiempo que muchos judíos prefirieron vivir bajo el régimen otomano y someterse a pagar tributos especiales o sufrir otras distinciones similares. Sin embargo, la actual referencia coránica a la benévola tolerancia del islam tiene sus reservas, porque algunos de esos mismos «pueblos» y «seguidores» pueden «ser proclives a obrar mal». Y basta un conocimiento superficial del Corán y de los hadices para descubrir otros imperativos, como el siguiente:

Nadie que muera y encuentre el bien de Alá (en el más allá) desearía regresar a este mundo aunque le concedieran el mundo entero y todo lo que contiene, salvo el mártir, a quien, percibiendo la superioridad del martirio, le gustaría regresar al mundo y volver a morir.

O:

Dios no perdona que se le asocie; perdona, prescindiendo de esto, a quien quiere. Quien asocia a Dios comete un pecado enorme.

He seleccionado el primero de estos dos violentos fragmentos (entre todo un tesauro de otros muchos desagradables) porque invalida completamente lo que se cuenta que Sócrates dijo en
La apología
de Platón (a la que me referiré más adelante). Y he seleccionado el segundo porque es un préstamo manifiesto y vil de los «Diez Mandamientos».

La probabilidad de que algo de esta retórica de fabricación humana esté «libre de error», por no hablar de que sea «definitiva», queda desacreditada de forma concluyente no solo por sus innumerables contradicciones e incoherencias, sino también por el famoso episodio de los supuestos «versos satánicos» del Corán, a partir de los cuales Salman Rushdie elaboraría con posterioridad un proyecto literario. En esta muy debatida ocasión, Mahoma trataba de conciliar a algunos destacados politeístas de La Meca y experimentó a su debido tiempo una «revelación» que les permitía al fin y al cabo continuar rindiendo culto a alguna de las deidades locales tradicionales. Más adelante le pareció que tal vez no fuera adecuado y que tal vez se dejó «orientar» inadvertidamente por Satán, que por alguna razón había decidido suavizar momentáneamente su costumbre de combatir a los monoteístas en su propio terreno. (Mahoma no solo creía fervientemente en el propio demonio, sino también en otros demonios menores del desierto, o
djinns
.) Algunas de sus esposas señalaron incluso que el profeta había sido capaz de experimentar una «revelación» que parecía ajustarse a sus necesidades a corto plazo, y a veces se burlaban de él por ello. Más adelante se nos dice, sin que se citen fuentes que debamos creer, que cuando experimentaba revelaciones en público a veces había que sujetarlo por los dolores que sufría y que le zumbaban con fuerza los oídos. Le caían de repente gotas de sudor, incluso en los días más fríos. Algunos críticos cristianos despiadados han señalado que era epiléptico (si bien no aciertan a percibir esos mismos síntomas en el ataque sufrido por Pablo en el camino a Damasco), pero no tenemos necesidad de especular en esa dirección. Basta con reformular la ineludible pregunta de David Hume. ¿Qué es más probable: que un hombre sea utilizado como medio de transmisión de dios para difundir algunas revelaciones ya conocidas o que profiera revelaciones ya conocidas y crea o afirme recibir órdenes de dios para hacerlo? Por lo que respecta a los dolores y los zumbidos, o al sudor, únicamente podemos lamentar el aparente hecho de que la comunicación directa con dios no constituya una experiencia de serenidad, belleza y lucidez.

La existencia física de Mahoma, pese a los débiles testimonios de los hadices, es al mismo tiempo una fuente de fortaleza y de debilidad para el islam. Parece situarlo adecuadamente en el mundo y nos facilita descripciones físicas plausibles del hombre en sí; pero también torna mundano, material y burdo el conjunto de la historia. Podemos estremecernos un poco ante los esponsales de este mamífero con una niña de nueve años y ante el entusiasta interés que mostraba por los placeres de la mesa y por el reparto de los botines tras sus muchas batallas e innumerables matanzas. Por encima de todo (y en esto reside la trampa que el cristianismo ha evitado en buena medida otorgando a su profeta un cuerpo humano pero una naturaleza no humana), fue bendecido con numerosos descendientes y de ese modo convirtió a su posteridad religiosa en rehén de su posteridad física. Nada es más humano y falible que el principio dinástico o hereditario, y el islam se ha visto sacudido desde sus orígenes por las disputas entre príncipes y pretendientes, todos los cuales afirmaban portar la importante gota de sangre original. Si sumáramos el total de todos aquellos que afirmaban descender del fundador, tal vez su número superaría el de los clavos sagrados y las astillas que pasaron a componer la cruz de tres mil metros de longitud en la que evidentemente, a juzgar por el número de reliquias con forma de astilla, Jesús sufrió tormento. Al igual que sucede con el linaje de las
isnad,
se puede establecer una relación de parentesco directa con el profeta por casualidad si uno conoce y puede pagar al imán local adecuado.

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