Dios no es bueno (19 page)

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Authors: Christopher Hitchens

BOOK: Dios no es bueno
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Una vez más, he seleccionado mis fuentes con el criterio de buscar «evidencias desinteresadas»: dicho de otro modo, pruebas aportadas por alguien cuyos conocimientos especializados originales y trayectoria intelectual no pretendieran en absoluto poner en cuestión los textos sagrados. Los argumentos en favor de la coherencia, la autenticidad o la «inspiración» bíblicas llevan hechos jirones ya algún tiempo, y esos jirones y rasgaduras no hacen sino quedar aún más patentes a medida que las investigaciones profundizan; así que no se puede inferir ninguna «revelación» en esa dirección. De modo, pues, que los defensores y partidarios de la religión se apoyen exclusivamente en la fe… y ojalá sean lo bastante valientes para reconocer que es eso lo que están haciendo.

9. El Corán se nutre de los mitos judíos y cristianos

Dado que los actos y las «sentencias» de Moisés, Abraham y Jesús están tan poco fundados y son tan inconsistentes, además de a menudo inmorales, debemos mostrar idéntico espíritu indagador con lo que muchos creen que es la última revelación: la del profeta Mahoma y su Corán o «recitación». Aquí encontramos de nuevo en acción al ángel (o arcángel) Gabriel dictando suras o versículos a una persona con escasos estudios o ninguno. Aparecen de nuevo episodios de una inundación similar a la de Noé y mandamientos contra la idolatría. Aquí los judíos son de nuevo los primeros depositarios del mensaje y los primeros en escucharlo y despreciarlo. Y aquí también hay un vasto y dudoso anecdotario sobre las recopilaciones de actos y sentencias verdaderos del profeta, en esta ocasión conocidos como hadices.

El islam es ahora mismo el más interesante y el menos interesante de los monoteísmos del mundo. Se asienta sobre sus primitivos predecesores judío y cristiano, escogiendo un fragmento de aquí y un trozo de allá y, por tanto, si aquellos se vienen abajo, este en parte también. Su narración fundacional tiene lugar igualmente en el marco de un espacio asombrosamente reducido y refiere hechos acerca de unas disputas locales extremadamente tediosas. Ninguno de estos documentos originales puede contrastarse con ningún texto hebreo, griego o latino. Casi toda la tradición es oral y toda ella en árabe. De hecho, muchas autoridades coinciden en que el Corán solo es inteligible en dicha lengua, que a su vez está sujeta a infinidad de inflexiones idiomáticas y regionales. Esto nos situaría, en apariencia, ante la absurda y potencialmente peligrosa conclusión de que dios era monolingüe. Ante mí hay un libro,
Introducing Mohammed,
escrito por dos musulmanes británicos empalagosos hasta el extremo que confían en presentar a Occidente una versión amable del islam. Pese a que su texto es halagador y selectivo, insisten en que «como el Corán es literalmente la Palabra de Dios, solo es verdaderamente el Corán en su texto revelado original. Una traducción no puede ser nunca el Corán, esa inimitable sinfonía, "el auténtico sonido que conmueve a hombres y mujeres". Una traducción solo puede ser una tentativa de evocar del modo más escueto el significado de las palabras contenidas en el Corán. Esta es la razón por la que los musulmanes, sea cual sea su lengua materna, recitan siempre el Corán en el árabe original».
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A continuación los autores hacen algún comentario muy poco amable sobre la traducción al inglés de N.J. Dawood publicada por Penguin, que me lleva a alegrarme por haber utilizado siempre la versión de Pickthall; pero no me convence en igual medida de que si deseo convertirme a otra religión deba dominar otra lengua. Soy tristemente consciente de que en mi país natal existe una hermosa tradición poética inaccesible para mí porque jamás dominaré la maravillosa lengua conocida como gaélico. Aun cuando dios sea o fuera árabe (una suposición imprudente), ¿cómo esperaba «revelarse» a través de una persona analfabeta que, a su vez, no podía estar seguro de transmitir aquellas palabras inalteradas (y además inalterables)?

Esta cuestión puede parecer secundaria, pero no lo es. Para los musulmanes, el anuncio de la divinidad a una persona iletrada y de extrema humildad tiene un poco el mismo valor que el modesto receptáculo de la Virgen María para los cristianos. También posee el idéntico y valioso mérito de ser absolutamente imposible de verificar o refutar. Como debemos suponer que María hablaba arameo y Mahoma árabe, supongo que podemos dar por hecho que dios es en realidad multilingüe y puede hablar la lengua que quiera. (En ambos casos escogió utilizar al arcángel Gabriel como mediador para transmitir su mensaje.) Sin embargo, sigue siendo asombroso el hecho de que todas las religiones se hayan resistido sin paliativos a cualquier tentativa de traducir sus textos sagrados a lenguas que en palabras del devocionario de Cranmer «comprenda el pueblo». Jamás habría habido Reforma protestante de no haber sido por la prolongada lucha para que la Biblia se convirtiera en «la Vulgata» y el monopolio sacerdotal quedara, por tanto, roto. Hombres devotos como Wycliffe, Coverdal o Tyndale ardieron vivos incluso por acometer las primeras traducciones. La Iglesia católica jamás se ha recuperado de su abandono del desconcertante ritual latino y la corriente protestante dominante ha sufrido muchísimo a la hora de presentar sus propias biblias con un lenguaje más cotidiano. Algunas sectas místicas judías continúan insistiendo en el hebreo y realizan juegos de palabras cabalísticos hasta con los espacios blancos entre letras, pero también la mayoría de los judíos han abandonado los presuntos rituales inalterables. El hechizo de la clase clerical se ha roto. Solo el islam no ha sido objeto de ninguna reforma y, hasta la fecha, todas las versiones del Corán en lenguas vernáculas deben editarse todavía con el texto paralelo en árabe. Esto debería levantar sospechas incluso en la mente menos despierta.

Las posteriores conquistas musulmanas, asombrosas por su rapidez, alcance y resolución, han dado pábulo a la idea de que estos ensalmos en árabe deben de haber tenido algo que ver con ellas. Pero si se concede valor probatorio a esta pobre victoria terrenal, se debe conceder también a los miembros de la tribu de Josué bañados en sangre o a los cruzados y conquistadores cristianos. Hay una objeción adicional. Todas las religiones se ocupan de silenciar o ejecutar a aquellos que las ponen en duda (y me inclino a considerar que esta recurrente tendencia es un indicio de su debilidad, más que de su fuerza). Sin embargo, ha pasado ya algún tiempo desde que el judaísmo y el cristianismo recurrieran abiertamente a la tortura y la censura. El islam no solo empezó condenando a los escépticos al fuego eterno, sino que todavía se arroga el derecho a hacerlo en casi todos sus dominios y aún predica que dichos dominios pueden y deben ensancharse mediante la guerra. Jamás, en ninguna época, ha habido un intento de poner en cuestión o siquiera investigar las afirmaciones del islam que no haya sido recibido con la máxima dureza y rauda represión. De manera provisional, pues, tenemos derecho a concluir que la aparente unidad y seguridad de un credo es una máscara para ocultar una inseguridad muy profunda y seguramente justificable. Como es natural, no hace falta decir que hay y siempre ha habido sanguinarias enemistades
entre
diferentes escuelas del islam, lo cual se ha traducido en acusaciones de herejía y profanación y en terribles actos de violencia estrictamente entre musulmanes.

He hecho el máximo esfuerzo posible con esta religión, que para mí es tan extraña como para los muchos millones de personas que siempre dudarán de que dios confiara a un no lector (a través de un intermediario) la exigente demanda de «leer». Como ya he dicho, hace mucho tiempo adquirí un ejemplar de la traducción del Corán de Marmaduke Pickthall, a la que fuentes experimentadas de los ulemas, o autoridades religiosas islámicas, han acreditado como la que más se acerca a una versión aceptable en inglés. He asistido a innumerables reuniones, desde plegarias de los viernes en Teherán hasta otras en mezquitas de Damasco, Jerusalén, Doha, Estambul y Washington, D. C, y puedo atestiguar que «la recitación» en árabe tiene ciertamente la aparente capacidad de despertar dicha y también furia entre quienes la escuchan. (Asimismo he asistido a plegarias en Malaisia, Indonesia y Bosnia en las que, entre los musulmanes no hablantes del árabe, hay cierto resentimiento ante el privilegio que concede a los árabes, a la lengua árabe y a los movimientos y regímenes árabes una religión que pretende ser universal.) He recibido en mi propia casa a Sayed Husein Jomeini, nieto del ayatolá y clérigo de la ciudad santa de Qum, y le dejé cuidadosamente mi ejemplar del Corán. Él lo besó, lo comentó extensamente y con veneración y, para enseñarme, escribió en la solapa posterior los versículos que él consideraba que rebatían la reivindicación hecha por su abuelo de que era la máxima autoridad religiosa de este mundo, así como los que echaban por tierra la petición de arrebatar la vida a Salman Rushdie. ¿Quién soy yo para arbitrar en semejante disputa? No obstante, estoy por otros motivos bastante familiarizado con la idea de que un mismo texto puede dar lugar a diferentes mandamientos en distintas personas. No hay ninguna necesidad de exagerar la dificultad de comprensión de las supuestas honduras del islam. Si uno comprende las falacias de una religión «revelada», comprende las de todas.

En veinte años de discusiones a menudo acaloradas en Washington, D. C. solo he sido amenazado en una ocasión con violencia real.

Fue cuando acudí a cenar con algunos funcionarios y partidarios de la Casa Blanca de Clinton. Uno de los presentes, que entonces era un famoso recaudador de fondos y especialista en sondeos, me preguntó por mi reciente viaje a Oriente Próximo. Quería conocer mi opinión sobre por qué los musulmanes eran tan «rematada y
condenadamente fundamentalistas
». Derroché mi repertorio completo de explicaciones añadiendo que solía olvidarse que el islam era un credo relativamente joven y que todavía se encontraba al calor de su seguridad en sí mismo. La crisis de confianza en sí mismo que había asolado al cristianismo occidental no acompañaba a los musulmanes. Añadí que, por ejemplo, aunque había muy pocas o ninguna evidencia histórica de la vida de Jesús, la figura del profeta Mahoma era en contraposición a ella la de una persona con una historia fácil de determinar. El hombre cambió de color con una rapidez que no tenía parangón. Después de gritarme que Jesús había supuesto más para mucha más gente de la que yo pudiera imaginar y que no había palabras para decir lo repugnante que yo era por hablar con tanta indiferencia, cogió impulso con la pierna y pretendió darme una patada que únicamente el decoro (podemos imaginarnos que su cristianismo) evitó que aterrizara en mi espinilla. A continuación le pidió a su esposa que le acompañara porque se marchaban.

Ahora creo que le debo una disculpa o, al menos, media. Aunque sabemos casi con total seguridad que existió una persona llamada Mahoma en un intervalo del espacio y el tiempo bastante reducido, tenemos el mismo problema que en todos los casos anteriores. Las narraciones que refieren sus hechos y sus palabras se recopilaron muchos años después y están inevitablemente corrompidas hasta la incoherencia a causa del interés partidario, las habladurías y el analfabetismo.

La historia resulta bastante familiar aun cuando sea nueva para el lector. Algunos habitantes de La Meca del siglo VII seguían una tradición abrahámica y creían incluso que su santuario, la Kaaba, había sido erigido por Abraham. Se dice que el propio templo fue pervertido por la idolatría (la mayoría de su mobiliario original quedó destruido por fundamentalistas de época posterior, sobre todo por los Wahabíes). Mahoma, el hijo de Abdallah, acabó siendo uno de esos
hunafa
NDT8
que «se apartó» en busca de consuelo en otro lugar. (El libro de Isaías también insta a los verdaderos creyentes a «alejarse» y mantenerse apartados de los impíos.) Habiéndose retirado a una cueva del desierto en el monte Hira durante el mes del calor o ramadán, estaba «dormido o en trance» (cito la traducción de Pickthall) cuando oyó una voz que le exhortaba a leer. Él replicó en dos ocasiones que no sabía leer y fue instado a hacerlo una tercera vez. Finalmente, al preguntar qué debía leer, se le volvió a ordenar lo mismo en nombre de un dios que «ha creado al hombre de un coágulo». Cuando el ángel Gabriel (que así se identificó) le dijo a Mahoma que él iba a ser el mensajero de Alá y se hubo marchado, Mahoma confió lo sucedido a su esposa Jadiya. A su regreso a La Meca ella le llevó a ver a su primo, un anciano llamado Waraqa ibn Naufal, «que conocía las escrituras de los judíos y los cristianos». Este bigotudo veterano afirmó que el enviado divino que visitó en una ocasión a Moisés había vuelto al monte Hira. A partir de entonces, Mahoma adoptó el modesto título de «siervo de Alá», cuya última palabra significaba simplemente «dios» en árabe.

Las únicas personas que al principio se tomaron el máximo interés por la afirmación de Mahoma fueron los codiciosos guardianes del templo de La Meca, que lo consideraron una amenaza para su negocio de peregrinación, y los estudiosos judíos de Yathrib, una ciudad que se encuentra a trescientos kilómetros de distancia, quienes llevaban proclamando algún tiempo el advenimiento del Mesías. El primer grupo se volvió más amenazante y el segundo más amigable, como consecuencia de lo cual Mahoma realizó la travesía o Hégira a Yathrib, que en la actualidad se conoce como Medina. La fecha de la huida marca el comienzo de la era musulmana. Pero, al igual que sucede con la llegada del nazareno a la Palestina judía, que comenzó con tantos y tan alentadores augurios celestiales, aquello iba a terminar muy mal al descubrir los judíos árabes que debían hacer frente a otra decepción más, cuando no en realidad a otro impostor.

Según Karen Armstrong, una de las analistas del islam más comprensiva (por no decir apologista), los árabes de la época estaban dolidos porque habían quedado abandonados al margen de la historia, dios se había aparecido a los cristianos y a los judíos, «pero no había enviado a los árabes ningún profeta ni escritura alguna en su propia lengua». Así pues, aunque ella no lo formula de este modo, hacía mucho tiempo que se había cumplido el plazo para que alguien fuera objeto de una revelación local. Y, tras haberla recibido, Mahoma no estaba muy dispuesto a permitir que los fieles de otros credos la tildaran de ser una revelación de segunda mano. El registro de su trayectoria en el siglo VII, igual que los libros del Antiguo Testamento, se convierten enseguida en un relato de enconadas disputas entre unos cuantos cientos, o a veces unos cuantos miles, de aldeanos y vecinos ignorantes sobre los que se suponía que el dedo de dios establecía y determinaba el resultado de unas disputas provincianas. Al igual que las sangrías primigenias del Sinaí y de Canaán, de las que tampoco tenemos testimonio firme a través de alguna otra fuente independiente, millones de personas han quedado arrebatadas desde entonces por la naturaleza presuntamente providencial de estas desagradables peleas.

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