Diario de una buena vecina (5 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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—Me gustaba estar allí, muy orgullosa de él, que ayudaba a los pobres...

Luego vino la buena suerte y, de repente, la casa grande, el calor y su padre que salía casi cada noche, porque le gustaba ir donde iba la gente fina, iba a cenar y al teatro, al music hall y allí la conoció a
ella
y a la madre de Maudie se le rompió el corazón y la envenenaron.

Maudie dice que tuvo una bonita infancia, que no podría desear nada mejor para nadie, ni para la propia reina. Habla constantemente de un columpio en un jardín, bajo unos manzanos y con césped alto, sin cortar:

—Solía columpiarme, a veces durante horas, arriba y abajo, y cantaba las canciones que sabía y, luego, mi pobre madre salía y me llamaba, y yo corría hasta ella y me daba pasteles, leche y me besaba; y yo volvía al columpio. O nos vestía, a mi hermana Polly y a mí, y salíamos a la calle. Teníamos un penique y nos comprábamos una pastilla de chocolate. Yo solía lamerla pedazo a pedazo y confiaba en no toparme con nadie y tenerla que compartir. Pero mi hermana siempre se comía la suya de golpe y luego no me dejaba en paz hasta que le daba de la mía.

—¿Qué edad tenía, en el columpio, señora Fowler?

—Uf, cinco o seis años...

Nada tiene sentido. Con toda certeza, era imposible que hubiera un frondoso jardín tras la ferretería en Bell Street. Y en St John's Wood, ¿habría sido ya demasiado mayor para columpios y para jugar sola en el césped mientras cantaban los pájaros? Y cuando su padre salía a elegantes cenas y al teatro, ¿cuándo fue aquello? Se lo pregunto, pero a ella no le gusta seguir un hilo temporal, en su mente hay brillantes imágenes que se ha creado para sí misma y con las que ha vivido durante todas estas décadas.

¿En qué casa fue en la que entró su padre y le dijo a su madre: Tú, cara de culo, ¿no sabes hacer otra cosa que lloriquear? Y le pegó. Pero no lo repitió porque Maudie corrió hasta él y le pegó en las piernas hasta que él comenzó a reír y la levantó en el aire y le dijo a su esposa: Si tuvieras parte de su ardor, serías algo, y se fue con su lío. Seguidamente, la madre de Maudie la mandaba al pub con un jarro, para pedir en medio del público cerveza Guinness a presión.

—Sí, tenía que plantarme allí para que me viera todo el mundo, para que
ella
se avergonzara. Pero no se avergonzaba, no, me hacía pasar detrás de la barra y entrar en su trastienda, que estaba tan caliente que nuestras caras eran como carne hervida. Esto sucedió antes de que envenenara a mi madre y empezara a odiarme, por remordimiento.

Todo cuanto he escrito es una recapitulación, un resumen. Ahora escribiré día a día, si puedo. Hoy es sábado, he ido de compras y he vuelto para trabajar un par de horas; luego he pasado por casa de la señora F. Cuando he llamado a la puerta, ninguna respuesta; he desandado su vieja escalera hacia la calle y la he visto arrastrarse, tirando de la cesta de la compra. La he visto como la vi el primer día: una vieja bruja encorvada. Bastante horrible, con la nariz y el mentón que casi se encuentran, abultadas cejas grises, mechones de pelo canoso esparcidos bajo la mancha negra del sombrero. Respiraba con dificultad al acercarse a mí. Cuando la saludé sacudió con impaciencia la cabeza, como siempre, bajando la escalera sin hablarme. Abrió la puerta, aún sin hablarme, y entró. Tuve ganas de irme. Pero la seguí y, sin que me invitara, me metí en la habitación con el fuego. Entró al cabo de un buen rato, quizá media hora, mientras tanto la oí trajinar por la casa. Vino su viejo gato amarillo y se instaló a mis pies. Ella entró con una bandeja con su tetera marrón y galletas, bastante agradable y sonriendo. Corrió las mugrientas cortinas, encendió la luz y añadió carbón a la estufa. No quedaba carbón en el cubo. Se lo cogí de las manos y atravesé el pasillo hasta la carbonera. Estaba oscuro y sin luz. Olía a gato. Metí carbón en el cubo y volví; ella adelantó la mano hacia el cubo sin darme las gracias.

El problema con un resumen posterior, una recapitulación, es que te olvidas de lo laborioso del encuentro. Podría decir, para empezar, que ella estaba molesta, luego volvió a su manera de ser habitual y lo pasamos muy bien tomando té, me habló de... Pero, ¿qué decir de los cambios de actitud, la rabia, la irritación... ah, tanta rabia, en ambas?

Me enfurecí cuando pasó delante de mí sin hablarme y, probablemente, ella estaba furiosa, pensando, ¡esto es demasiado! Y sentada en aquella habitación, con el gato, yo estaba furiosa, pensaba, ¡si se me agradece de esta manera! Después, todas las irritaciones fundiéndose en placer, con el brillo del fuego y la lluvia fuera. Y siempre hay estos malos momentos para mí, cuando cojo la taza grasienta y tengo que acercármela a los labios; cuando me llega a bocanadas aquel olor penetrante y dulzón que ella despide, cuando veo cómo me mira, a veces, cuando le hierve una antigua rabia... Son subidas y bajadas de emoción, en cada encuentro.

Me habló de unas vacaciones de verano.

—Naturalmente, no podíamos permitirnos vacaciones de verano, no como las que tenéis las chicas de ahora. ¡Las dais por descontado! Me habían despedido de la sombrerería. No sabía cuándo me llamarían de nuevo. Me sentía cansada y acabada, porque entonces no comía como es debido, nos pagaban muy mal. Respondí a un anuncio para una criada en un hotel junto al mar, en Brighton. Selecto, decía. Se precisan referencias. No tenía referencias. Jamás había servido. Mi madre se habría muerto sólo de pensarlo. Escribí una carta y me respondieron para pedirme que me presentara, con el viaje pagado. Preparé mi bolsa y fui. Sabía que estaba bien, había un no sé qué en su carta. Era una casa grande, un poco apartada de la carretera. Subí por el camino principal, pensando, bien, ¡aún no estoy de servicio! Me abrió el ama de llaves, una mujer muy encantadora y me dijo que la señora Privett me recibiría en seguida. Bueno, debo decir que era una de las mejores personas que he conocido en mi vida. La más amable. Pienso a menudo en ella. Sabe, cuando todo va lo peor posible y parece que uno no puede ir a ninguna parte en busca de ayuda, siempre hay aquella persona, aquella persona en especial... Me miró de arriba abajo y me dijo: Bien, Maudie, dices que no tienes experiencia y valoro tu sinceridad. Pero quiero una buena chica porque tenemos buena gente. ¿Cuándo puedes empezar? Ahora, le dije, y ambas nos reímos y, más adelante, me dijo que había tenido la misma intuición conmigo, que cuando llegara todo marcharía bien. El ama de llaves me acompañó al último piso de la casa. Había una cocinera, una fregona, un botones y el ama de llaves; dos doncellas para servir las mesas y cuatro criadas. Yo era una de las criadas. Vivíamos en uno de los áticos, con dos camas grandes, dos en una cama. No tenía que empezar hasta la mañana siguiente, por lo que corrí hacia la playa y me saqué los zapatos. El mar era precioso. No había visto el mar desde la muerte de mi madre, me senté en la playa y contemplé el oscuro mar que se movía arriba y abajo y me sentí tan feliz, tan feliz... volví cuando anocheció, más asustada que nadie por el Estrangulador...

—¿Por qué?

Entonces me contó una larga historia a propósito de un terror periodístico de la época, un hombre que estrangulaba a las muchachas cuando las veía solas... Resultaba fuera de lugar respecto al resto de lo que me contaba y, no obstante, esto era, es, algo de Maudie, una cierta vena de masoquismo, que la hace temblar de miedo, que aparece de repente y luego desaparece. En cualquier caso, corrió temblorosa por la oscuridad, a través del oscuro jardín, con el aliento caliente del Estrangulador en su cuello y el ama de llaves que le abrió la puerta, dijo: Ah, estás aquí, Maudie, me preocupaba por ti, pero la señora me dijo: No te preocupes, sé dónde estará...

—Sabe, he pensado muchas veces en esto, cuando es tan fácil ser agradable, ¿por qué la gente es desagradable? En aquella casa inmensa todo era agradable, toda la gente, incluso los huéspedes; nadie rudo ni malhumorado ni cortante. Era por ella, la señora Privett. ¿Por qué la gente es desagradable mutuamente?

»Me había guardado la cena, una cena muy buena, y se sentó a mi lado mientras comía. Luego, me fui a la cama. La casa estaba a oscuras, con luces de gas en los rellanos, pero en lo más alto el cielo estaba claro; también estaban las tres chicas restantes y, ah, nos divertimos tanto. Nos pasamos media noche en la cama y venga contar historias, historias de fantasmas y todo eso, nos metíamos miedo mutuamente con el Estrangulador, comíamos dulces y nos reíamos...

»Y a la mañana siguiente, teníamos que levantarnos a las seis. A la hora del desayuno estaba hambrienta, pero ella, la señora Privett, nos daba lo mismo que comían los huéspedes del hotel, mejor incluso, y se presentaba en la cocina mientras todas comíamos para asegurarse de que así fuera. Nos comíamos grandes platos
de porridge y
leche de verdad y, luego, arenques ahumados o pescadilla si nos apetecía; o huevos preparados a nuestro gusto; y cuantas tostadas y mermelada y mantequilla pudiéramos comer. A veces, también nos acompañaba y decía que le gustaba ver cómo comía la gente joven. Debéis comer mucho o no podréis hacer vuestro trabajo. Así eran todas las comidas. Jamás había comido de aquella manera ni lo he hecho después. Y, luego...

—¿Qué trabajo hacía? ¿Era duro?

—Sí, me parece que era duro. Pero en aquellos tiempos sabíamos trabajar. Nos levantábamos a las seis y limpiábamos las chimeneas de toda la casa y encendíamos los fuegos y teníamos limpio y brillante el comedor antes de servir las bandejas con té y galletas a los huéspedes. Acto seguido, limpiábamos los servicios, todo a punto y lustroso, antes de desayunar. Y, luego, hacíamos las habitaciones, en seguida, sin escatimar nada a la limpieza. La señora Privett no lo habría perdonado. Arreglábamos las flores con ella o limpiábamos la plata o las ventanas. Y, luego, tomábamos nuestras comidas, comida espléndida, lo que comían los huéspedes. Después nos subíamos los remiendos al ático y mientras zurcíamos hacíamos un poco de juerga. A ella no le importaba. Decía que le gustaba oírnos reír, siempre que tuviéramos el trabajo listo. Y, luego, bajábamos para preparar el té, bandejas y bandejas de pan, mantequilla, pasteles y acompañamientos, que servíamos las cuatro mientras las camareras tenían su tarde libre. Y, luego, teníamos tiempo libre y nos encaminábamos a la playa una hora o más. Y, luego, nosotras, las cuatro criadas, nos quedábamos con los pequeñines mientras los padres salían al teatro o a alguna parte. Me encantaba, me encantan los niños pequeños. A todas nos encantaban. Y había una cena, hacia las diez de la noche, con pasteles, jamón y todo. Y todas teníamos una tarde libre, sábado o domingo. Ah, era maravilloso. Pasé tres meses allí y engordé tanto y fui tan feliz que no me entraba ningún vestido.

—¿Y luego?

—Llegó el otoño y el hotel cerró sus puertas. La señora Privett me dijo, Maudie, quiero que te quedes conmigo. En invierno abro un lugar junto al mar, en Niza, en Francia. Quería que fuera con ella. Pero le dije que no, yo era una sombrerera, éste era mi oficio, pero me rompió el corazón no acompañarla.

—¿ Por qué
realmente
no la acompañó ? —pregunté.

—Es lista —dijo—. Tiene razón. Fue por Laurie. Me fui de Londres a Brighton sin decir dónde estaba, para que él me valorara y así fue. Me esperaba al bajarme del tren, aunque nunca supe cómo se enteró. Me dijo: ¿Conque has vuelto? Ya lo ves, le dije. Mañana darás un paseo conmigo, me dijo. ¿Yo?, le dije.

»Y así me casé con él. Me casé con él en vez del alemán. Me casé con el hombre que no debía.

Me salió una mueca ante esto y ella me dijo:

—¿También se casó con el hombre que no debía?

—No —le dije—, él se casó con la mujer que no debía.

Esto la divirtió tanto que se recostó en su silla, pellizcándose las rodillas con sus manos obscuras y arrugadas, reía y reía. Tiene una risa joven y fresca, para nada la risa de una anciana.

—Ah, ah, ah —exclamó—. Nunca lo había pensado. Bien, Laurie pensaba que se había casado con la mujer que no debía, pero ¿con qué tipo de mujer debería haberse casado? El caso es que nunca se quedó con ninguna.

Todo esto tuvo lugar esta tarde. Estuve junto a ella hasta pasadas las seis. Salió conmigo hasta la puerta de la calle y dijo:

—Gracias por traer el carbón. No me haga caso, querida, no haga caso de mi comportamiento.

Domingo.

Vi
The White Raven
. Veo que soy como Maudie, las criadas... me encanta tener miedo. Después de la película volví aquí para mi habitual ocupación dominical, asegurarme de que tengo toda la ropa a punto para la semana siguiente, cuidada. Vi que había pasado todo el día sola, y así, por regla general, es como paso los fines de semana. Solitaria. No sabía que lo era hasta que Freddie murió. A él le gustaba organizar cenas más o menos cada semana, recibíamos a sus colegas con las mujeres y yo invitaba a compañeras de trabajo, por regla general a Joyce y a su mando. Mi comida era perfecta y Freddie se ocupaba del vino. Estábamos orgullosos de lo bien que lo hacíamos. Todo voló, desapareció. Nunca más he vuelto a ver a sus socios después del entierro. Cuando he pensado si debía organizar de nuevo aquellas cenas perfectas, con poca gente, no he tenido ganas. En el trabajo, todo el mundo cree que soy una mujer autosuficiente y competente, con una vida llena. Amigos, fines de semana, diversiones. Tengo tres o cuatro comidas sociales cada semana, cocktails, presentaciones para la revi. Ni me gusta ni me disgusta, forma parte de mi trabajo. Conozco a casi todo el mundo, todos nos conocemos. Después del trabajo, vuelvo a casa, si no ceno con Joyce para comentar algo, y compro comida preparada, luego... empieza mi noche. Me meto en el baño y allí me paso dos o tres horas. Miro un poco de televisión. Durante los fines de semana voy a algún lugar sola. ¿Cómo describirían a una persona así? Sin embargo, no me siento sola. Si alguien me hubiera dicho, antes de que Freddie muriera, que podía vivir así, sin querer nada distinto... No obstante, ¿será que quiero algo distinto? Pasaré un fin de semana con Georgie.
Lo intentaré de nuevo
. Hoy no visité a Maudie y pensé demasiado en ello. Estoy instalada en la cama para escribir esto y me pregunto si me esperaba. Si se sintió decepcionada.

Lunes.

Pasé después del trabajo, con unos bombones. Parecía reservada. ¿Molesta porque no la visité ayer? Dijo que no había salido a la calle porque hacía frío y se sentía mal. Al llegar a mi casa, me he preguntado si quería que yo saliera a comprarle sus cosas. Pero, en fin de cuentas, se las apañaba bien antes de que yo amaneciera en su vida...
topara
con ella.

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