Diario de una buena vecina (2 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Una distinguida viuda de mediana edad, con empleo muy bueno en el mundo de la prensa periódica.

Mientras, yo pensaba en cómo debía vivir. En el piso de Freddie y mío me sentía casi como una pelusa o una pluma. Cuando entraba al volver del trabajo, era como si esperara encontrar una especie de peso o ancla que no estaba allí. Caí en la cuenta de mi debilidad y dependencia. Resultó doloroso verme tan dependiente. No económicamente, claro, sino como persona. Hija–niña, esposa–hija.

Mis pensamientos no discurrían, precisamente, hacia otro matrimonio. No podía verme casada de nuevo. Sin embargo, me decía: debes casarte, debes hacerlo, antes de que sea demasiado tarde. Es lo que incluso ahora quiero hacer, en ocasiones. En especial cuando pienso que no soy tan horrible como solía. Pero, cuando lo pienso, sé que no debería casarme. En cualquier caso, ¡nadie me lo ha pedido!

Me vendí el piso y conseguí éste. Una habitación dormitorio, una habitación para estar, un estudio. Un inmenso edificio de pisos caros. Apenas si estoy aquí. Cuando estoy, pienso mucho.

Esta manera de pensar... no es tanto pensar como tener cosas en la cabeza y dejar que ellas mismas se pongan de acuerdo. Si lo haces en serio, lentamente, surgen resultados sorprendentes. Por ejemplo, tus ideas son distintas a lo que creías.

Hay cosas que debo pensar mucho, a las que aún no he llegado.

Joyce, para empezar. Aquella oficina nuestra, en el último piso, luz natural y aire libre rodeándolo todo. Una larga mesa y ella instalada detrás, frente a mí, y yo detrás de la mía. Hace ya años que así, frente a frente, hacemos que la revista marche. Seguidamente, el caballete alargado a un lado, con todo lo necesario encima, las máquinas, los tableros de dibujo, las fotografías; al otro lado, la mesa baja donde se colocan las secretarias cuando vienen a tomar notas, o alguien con quien queremos hablar. Me gusta pensar en esto porque es tan correcto, tan apropiado, se ajusta perfectamente con lo que pasa. Pero debo pensar, debo pensar... hay una sensación de incomodidad, como si
algo
no acabara de estar bien.

Cuando me mudé al piso nuevo, muy pronto advertí que mi vida se desarrollaba enteramente en la oficina. En mi hogar no tenía vida. Hogar. ¡Menudo vocablo! Era donde me preparaba para la oficina, y donde descansaba del trabajo.

Una de las cosas que pienso es que, si perdiera mi empleo, no me quedaría mucha vida propia. Observo a las jóvenes listas, que luchan por abrirse paso. Me encuentro observando a una de ellas, a Phyllis, por ejemplo, y reflexiono. Sí, tiene madera, sabe poner una palabra al lado de la otra, entrevista a cualquiera, corrige, tiene una cabeza que parece un par de tijeras, jamás se siente presa del pánico.

¿Entiende cómo funciona todo? ¿Qué quiero decir con esto? Mucho. Todo. Es trepadora e impaciente, y hay que saber dejar que las cosas ocurran.

En lo que más pensaba era en que había dejado a Freddie en la estacada y había dejado a mi madre en la estacada y
así era yo
. Si surgiera algo más, algo de lo que tuviera que hacerme cargo, como la enfermedad o la muerte, si tuviera que decirme: Se acabó, tendrás que comportarte como un ser humano y no como una niña... entonces, no lo conseguiría. No es una cuestión de voluntad, sino de cómo eres.

Ésta fue la razón por la que decidí aprender algo distinto.

Vi el anuncio en el periódico: ¿Le gustaría hacerse amiga de una persona anciana? La imagen de una adorable anciana. Ay, la dulzura de la edad. La abuelita predilecta de cualquiera. ¡Aja! Telefoneé y las visité. La señorita Snow. Filántropa. Con ella visitamos a la señora York. Las tres tomamos té en un pisito de Kensington. Me pareció todo falso y horrible. Pensé que la señorita Snow se mostraba condescendiente y no lo advertía. La señora York era inválida, gruesa y lenta, pálida y con la cara hinchada y pastosa. Ojitos quejumbrosos. Pude advertir que no le gustaba la señorita Snow. Me senté y pensé: ¿Qué demonios hago aquí? ¿Qué bien le procura a la señora York? ¿La visitaré una vez por semana, los domingos, le traeré un pastel y le preguntaré cómo le va con el reuma? La señorita Snow vio lo que yo pensaba y, al despedirnos en la acera, se mostró escueta. Sí, llámeme, señora Somers, si cree que quiere hacer este trabajo, y se metió en su Mini y partió. Un fracaso. Bueno, a esto estoy acostumbrada, pensaba ella.

Habría que buscar a otra persona para la señora York. Pero no me sentí en falta en esta ocasión. Sencillamente, la señora York no era para mí. Solía mirar el anuncio con la encantadora ancianita y pensar en la horrible señora York, con una especie de sarcasmo

Mientras, en la misma planta que yo, la puerta de enfrente, está la señora Penny. Tiene setenta años, está sola y anhela mi amistad. Lo sé. No quiero. Lo sabe. Se apoderaría de mi vida. Me siento ahogada y me entra el pánico al pensar que pudiera tenerme a su disposición.

Pero estaba en la farmacia y sucedió esto.

Vi a una vieja bruja. Contemplaba a aquella anciana criatura y pensaba: una bruja. Era producto de que había trabajado en un artículo de fondo: «Estereotipos de mujeres, ayer y hoy.» El «ayer» no se especificaba mucho: finales de la época victoriana, la dama encantadora, la madre tradicional, la tía solterona y enferma, la Mujer Nueva, la esposa misionera, y así sucesivamente. Tenía alrededor de cuarenta fotografías y dibujos para elegir. Entre ellas, una bruja, que había desechado. Pero ahí estaba, a mi lado, en la farmacia. Una menudencia encorvada, con la nariz que casi le tocaba la barbilla, vestida de negro, polvorienta y tocada con algo que se parecía a una cofia. Advirtió que la miraba y me tendió una receta y me dijo: ¿ Qué es esto? Pídamelo. Ojos azules feroces, bajo unas cejas grises y prominentes, a pesar de que había algo maravillosamente tierno en ellos.

Por alguna razón, me gustó, desde aquel momento. Al cogerle el trozo de papel, supe que cogía algo más.

—Lo haré —le dije—, pero, ¿por qué? ¿No la atienden? —le dije bromeando y ella respondió en seguida, con sacudidas violentas de cabeza:

—No; oh, éste no sirve, nunca sé lo que me dice.

Éste era el joven farmacéutico que estaba allí, las manos encima del mostrador, alerta, sonriendo: la conocía, pude advertirlo.

—La receta es para un sedante —dije.

—Lo sé —dijo ella y golpeó el papel con los dedos, el papel que había dejado sobre mi bolso—. Pero no es aspirina, ¿verdad?

—Es algo que llaman Valium —dije.

—Es lo que yo pensaba. No mitiga el dolor, da sopor —dijo ella.

—Pero no es nada malo —dijo el hombre sonriendo.

—Yo lo he tomado —dije.

—Le dije al médico, aspirinas... esto es lo que pedí. Pero tampoco sirven de nada los médicos —dijo ella.

Todo ello con ardor y temblor, con cierta alegría. Allí estábamos los tres sonriendo y, no obstante, ella estaba furiosa.

—¿Quiere que le venda aspirinas, señora Fowler?

—Sí, sí, no me quedaré esta porquería que me produce sopor.

Le dio las aspirinas y cogió su dinero, que la mujer contó lentamente, moneda a moneda, en las profundidades de una gran bolsa cochambrosa. Luego, el hombre cobró mi importe: esmalte de uñas, colorete, lápiz de ojos, sombra de ojos, lápiz de labios, brillo de labios, polvos, rimel. Todo: lo había acabado todo. Ella se quedó contemplándolo, con una mirada que hoy sé que es la suya característica, una mirada feroz y reflexiva que quiere comprender. Intentando entenderlo todo.

Acoplé mi paso al suyo y salimos de la tienda. En la acera, no me miró, pero había una súplica en ello. Anduve a su lado. Resultaba difícil andar tan despacio. Por regla general, voy volando, pero no lo supe hasta aquel momento. Ella avanzaba un paso, hacía una pausa, examinaba la acera, otro paso. Pensé cómo yo iba a toda prisa por la acera a diario y nunca había visto a la señora Fowler, aunque vivía cerca, y, de repente, miré arriba y abajo de la calle y vi... ancianas. También ancianos, pero principalmente ancianas. Avanzaban con lentitud. Iban en parejas o en grupos, hablaban. O se habían sentado en el banco de la esquina, bajo el plátano. No las había visto. Era porque temía ser como ellas. Estaba asustada, andando junto a ella. Era su olor, una especie de olor dulce, agrio, polvoriento. Vi mugre en su delgado cuello de vieja y en sus manos.

La casa tenía el parapeto roto y peldaños partidos y astillados. Sin mirarme, puesto que no me iba a preguntar nada, bajó con todo cuidado los antiguos peldaños y se paró ante una puerta que no encajaba y la habían reparado con una tablilla de madera clavada en cruz. A pesar de que esta puerta no podía impedir la entrada a un gato decidido, rebuscó la llave y, al final, la encontró, y, fijándose en la cerradura, abrió la puerta. Entré con ella, con el corazón dolido, con el estómago revuelto debido al olor. Aquel día, era de pescado demasiado hervido. Nos encontrábamos en un largo pasillo oscuro.

Avanzamos hacia la «cocina». No he visto nunca nada semejante, excepto en nuestros archivos de la miseria, casas declaradas ruinosas y este tipo de cosas. Era una ampliación del pasillo, con una vieja cocina de gas, grasienta y negra, un viejo fregadero de porcelana, cascada y amarilla por la grasa, un grifo de agua fría envuelto con viejos trapos y goteando de forma constante. Una antigua mesa de madera bastante bonita con vajilla encima, todo «limpio» pero mugriento. Las paredes llenas de manchas y húmedas. El lugar apestaba, un olor terrible... No me miró mientras disponía pan, galletas y comida de gato. Los limpios y brillantes colores de los paquetes del colmado y las latas en aquel horrible lugar. Estaba avergonzada, pero no se disculparía. Dijo en tono informal aunque suplicante:

—Vaya a mi habitación y cójase una silla. La habitación en la que entré tenía una vieja estufa negra que mostraba destellos de llamas. Dos sillones increíblemente viejos y a jirones. Otra antigua y bonita mesa de madera con periódicos abiertos y esparcidos por toda la superficie. Un diván lleno de ropas y bultos y un gato amarillo en el suelo. Todo estaba tan sucio y cochambroso, sórdido y terrible. Pensé que nosotras escribimos sobre decoración, muebles y colores... en cómo cambia el gusto, y todo lo que tiramos y lo mucho que nos harta todo. Y allí estaba aquella cocina, que si la fotografiábamos nos procuraría donativos de nuestros lectores a vuelta de correo.

La señora Fowler sacó una antigua tetera marrón y un par de tazas y platillos bastante bonitos. Nunca había hecho algo tan desagradable como beber de aquella taza mugrienta. Casi no hablamos porque yo no deseaba hacer preguntas directas y ella temblaba llena de orgullo y dignidad. Acariciaba al gato, «mi pequeñito, mi compañerito», de una forma suplicante, y sin mirarme me dijo:

—Cuando era joven, mi padre era dueño de una tienda y, más tarde, tuvimos una casa en St John's Wood y sé lo que es correcto.

Cuando me fui me dijo, a su manera, sin mirarme:

—¿Imagino que no volveré a verla?

—Sí, si me invita —le dije—. Volveré el sábado a tomar el té, si está de acuerdo.

—Oh, me gustaría, sí, me gustaría.

Entre nosotras hubo un momento de intimidad: ésta es la palabra. Sin embargo, tenía mucho orgullo y no quería hacer preguntas, se dio vuelta apartándose de mí, mientras acariciaba al gato: Oh, mi pequeñito, mi hermosura.

Al llegar a casa aquella noche, estaba aterrorizada. Me había comprometido. Estaba llena de asco. El olor agrio, sucio, había empapado mi ropa y mi pelo. Me bañé, me lavé el pelo, me maquillé y llamé a Joyce para decirle: Salgamos a cenar. Cenamos muy bien en Alfredo's y hablamos. Naturalmente no le dije nada de la señora Fowler, pero pensé constantemente en ella: miraba a la gente del restaurante, todos muy bien vestidos, limpios, y pensaba, si ella entrara en este restaurante... bueno, no podría hacerlo. Ni siquiera como mujer de la limpieza o lavaplatos.

El sábado le llevé unas rosas y unos claveles, un pastel con nata de verdad. Yo estaba contenta conmigo misma y esto me ayudó a aceptar su reacción: estuvo contenta, pero me había excedido. No había ningún jarrón para las flores. Las coloqué dentro de una jarra de esmalte. Ella depositó el pastel en una vieja fuente descascarillada. Se mostraba bastante distante. Nos instalamos a cada lado de la estufa de hierro y encima se encontraba la vieja tetera marrón para conservar el calor; las llamas calentaban demasiado. Llevaba una blusa de seda, a topos negros sobre blanco. Seda auténtica. Con ella, todo es así. Una hermosa tetera de Worcester pero descascarillada. Su falda es de buena lana, pero manchada y deshilachada. No quería que yo viera el«dormitorio», pero eché un vistazo cuando se fue a la «cocina». Los muebles, en parte, eran muy buenos: librerías, una cómoda, un tocador cursi y un armario que parecía un cajón pintado. Encima de la cama, un edredón anticuado, blanco, de zaraza. Caí en la cuenta de que no dormía en la cama, sino en el diván del cuarto de al lado, donde nos encontrábamos. La habitación estaba llena de montones de basura por todas partes, harapos, bultos de periódicos, todo lo imaginable: esto era lo que no quería que yo viera.

—Oh, es nata de verdad —dijo cuando tomamos el pastel y me contó que, en verano, a ella y a sus hermanas las mandaban con una anciana a Essex.

—Cada día del verano estábamos al aire libre. Magníficos y cálidos veranos, no como los que tenemos ahora. Estábamos bronceadas como pastillas de café con leche. La anciana tenía una pequeña casa de campo, pero sin cocina. Había dispuesto un trípode bajo un cobertizo de paja en el patio y tenía una gran olla de hierro suspendida de cadenas y preparaba todas las comidas en la olla. Primero, colocaba un pedazo de carne y, alrededor, zanahorias y patatas, después envolvía el budín en un paño enharinado y lo metía para que cociera al mismo tiempo. Solía preguntarme cómo podía ser que el budín supiera a mermelada y fruta y no a carne, pero, claro, era obra de la harina que había en el paño. Nos daba grandes platos de sopa, nos colocaba en los peldaños y nos comíamos la carne y la verdura; luego, pelaba el paño del budín y salía con mucha corteza y muy cremoso; nos servía los trozos en los mismos platos de la carne... pero nosotras los habíamos lamido hasta dejarlos limpios. Luego decía: ¡Ahora, fuera!, y hervía agua en la olla de hierro para lavar nuestros platos y lavarse ella, después, y nosotras salíamos al campo a coger flores. Ah, me gusta recordar todo aquello.

—¿Qué edad tenía entonces? —Una niña. Éramos unas niñas. Íbamos cada verano... muchos veranos. Esto fue antes de que muriera mi pobre madre, ¿sabe?

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