Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
Habló de la anciana, que era muy buena, y de la casita de campo, que no tenía agua corriente y sólo un excusado fuera, en un pequeño cobertizo de ladrillo, y de aquellos cálidos veranos, toda la tarde. Ella hablaba y yo la escuchaba. Me quedé hasta las siete. Volví a casa, encendí la calefacción y pensé que era la hora de que limpiara un poco. Pensé en la señora Fowler, sola, con las llamas que salían en la puertecilla abierta de su hogar. Abrí una lata de sopa y miré la televisión.
Al sábado siguiente, le llevé unas violetas africanas y otro pastel.
Todo era igual: el fuego encendido, el gato amarillo y la sucia blusa a lunares de seda.
Se mostraba reticente; pensé que se debía a que el sábado anterior había hablado durante tres horas, sin parar apenas.
Pero no se trataba de esto. Surgió cuando me iba.
—¿Es usted una Buena Vecina? —dijo.
—Confío en serlo algún día —dije, riendo.
—Entonces, ¿está haciendo prácticas?
No le comprendí y ella lo advirtió. Resulta que el Ayuntamiento emplea a mujeres, por regla general entradas en años, que van a las casas de ancianas para tomar una taza de té, o ver si están bien: no hacen gran cosa, pero las vigilan. Se llaman las Buenas Vecinas y les pagan tan poco que no lo hacen por dinero. Me ocupé de informarme al respecto a través de mi oficina. Al tercer sábado le llevé un poco de fruta y vi que era un error. No dijo nada, una vez más, hasta más tarde, cuando observó que su dentadura no le permitía comer fruta.
—¿No puede comer uvas? ¿Plátanos?
Dijo, con humor, que su pensión no le alcanzaba para uvas.
Y se disparó a hablar de su pensión y lo que costaba el carbón, lo que costaba la comida y de «aquella mujer del Ayuntamiento que no sabe de qué habla». De nuevo, le escuché. Aún no tengo todas las piezas del rompecabezas. Veo que tardaré tiempo, debido a mi ignorancia, mi falta de experiencia y su reticencia, sus enfados —porque ahora los veo salir a la superficie, cuando alumbran sus ojos con lo que pensarías, en un principio, que debe ser alegría o, incluso, un sentido de la comedia—, mucho tiempo, debido a cómo es ella, su naturaleza, y a cómo soy yo, mi tosquedad, antes de poder trazarme una imagen completa de ella.
La «mujer del Ayuntamiento», una tal señora Rogers, quería que ella, la señora Fowler, tuviera una auxiliar que viniera a ayudarla. Pero la auxiliar la estafó y no le hizo trabajo alguno, tampoco quería fregar el suelo. Era como son todas estas jóvenes: perezosas, se creen demasiado buenas para trabajar. Ella, la señora Fowler, no era demasiado buena, ella sí friega el suelo, carga con el carbón por todo el pasillo; deshollina su chimenea una vez por semana hasta tan arriba como le alcanzan las escobas, porque le aterrorizan los incendios. Y así sucesivamente sobre las asistentes sociales y las auxiliares y... una Buena Vecina, que fue lo bastante amable como para personarse en una ocasión, y me dijo que me había llegado la hora de vivir en un asilo, por lo que yo le dije: Ya sabe dónde está la puerta.
—Pero, señora Fowler, nos conocimos en la farmacia, ¿cómo podría ser una Buena Vecina... es decir, de oficio?
—Se meten en todo —dijo, con amargura pero perturbada, puesto que temía que me ofendiera y no volviera.
Cuando me fui, me acompañó hasta la puerta de entrada e hizo algo que he visto en el teatro o he leído en las novelas. Llevaba un viejo delantal a rayas, que se había colocado para preparar el té, y se lo plisaba con las dos manos y, dejando que recobrara su forma, luego volvía a plisarlo.
—¿Puedo pasar entre semana? —le pregunté.
—Si le da tiempo —dijo y no pudo resistir la tentación de agregar—: Ganará un poco más —pero casi jadeó al decirlo: no quería decirlo, porque no quería creer que yo era una persona oficial, pagada, sino sólo un ser humano que la quería.
Cuando la visité, al salir del trabajo, el miércoles, le lleve un ejemplar de nuestra revista. Me avergonzaba, tan brillante, lisa y lustrosa, tan
aguda:
se presenta así, es su imagen. Pero me la arrebató con la sonrisa maliciosa de una colegiala y con una especie de respingo con la cabeza –remotamente, el gesto de una muchacha que se sacude la cabellera—, me dijo:
—Ah, me encantan estas cosas, me encantan, ver las cosas que imaginan.
Como eran las siete de la tarde, yo no sabía qué tal le iba que estuviera allí. ¿A qué hora cenaba? ¿Cuándo se iba a la cama? Encima de los periódicos que cubrían la mesa había una botella de leche y un vaso.
—Me la he bebido; si no, le ofrecería un vaso —dijo.
Me senté frente a ella y vi que la habitación, con las cortinas corridas y la luz eléctrica, parecía bastante acogedora, no tan sucia y lóbrega. Pero ¿por qué me fijo en la suciedad de esta manera? ¿Por qué juzgamos a la gente así?
Ella
no estaba peor debido a la mugre y al polvo, ni siquiera por los olores. Decidí no advertirlo, si podía remediarlo; no juzgarla, que era lo que hacía, por su sordidez. Vi que los interruptores eléctricos no funcionaban e inventé un pretexto para ir a la «cocina»: cordones deshilachados por las paredes, sólo un interruptor para toda la habitación, encima mismo de la luz, y al que ella apenas podría llegar.
Estaba mirando la revista, con una sonrisa que era toda disfrute.
—Trabajo en esta revista —le dije y ella la cerró mirándome con su forma peculiar, como si intentara que encajara todo, adquiriera sentido.
—¿Sí? Y qué hace... —pero no sabía qué preguntas hacer. Yo no podía decirle que era la ayudante de la directora.
—Mecanografío... y muchas cosas más —dije sólo.
Lo cual es bastante cierto.
—Eso es lo más importante —dijo—, aprender. Es lo que hace la diferencia entre una persona y nada. Eso y una casa propia para vivir.
Aquella tarde refirió lo mucho que había luchado para tener aquel piso, puesto que, en un principio, se había instalado en la parte trasera del último piso, en una sola habitación, pero se había fijado en el piso del sótano y lo quería, y esperó y conspiró para tenerlo y, al fin, lo consiguió.
Y no me van a sacar, ni lo piensen
. Hablaba como si todo hubiera sucedido el día antes, pero era, más o menos, durante la Primera Guerra Mundial.
Habló de que no tenía el dinero para el alquiler de aquel espacio y cómo había ahorrado, penique a penique, y luego se lo habían robado, dos años de escatimar y ahorrar; se lo había robado la malvada mujer del primer piso, y ella había ahorrado de nuevo y, finalmente, se dirigió al administrador y le dijo: Déjeme instalar aquí. Tengo el dinero necesario. Él me dijo: ¿Cómo conseguirás pagar el alquiler en adelante? Eres una sombrerera, ¿no es así? Le dije: Déjelo por mi cuenta. Cuando deje de pagarle, me echa a la calle.
—Y no he dejado de pagar nunca. Ni una sola vez. A pesar de que he pasado sin comer. No, lo aprendí muy pronto. Con tu casa propia, lo tienes todo. Sin una casa, eres un perro. No eres nada. ¿Tiene su propia casa? —y cuando le contesté afirmativamente, dijo, sacudiendo la cabeza con orgullo, furiosa—: Eso está bien y no lo deje perder porque, de ser así, nada puede afectarle.
El «piso» de la señora Fowler es de renta limitada, veintidós chelines semanales. Casi una libra esterlina en moneda actual. Como es natural, ella no piensa en términos de moneda actual, no se maneja con ella. Dice que la casa la compró «aquel griego» después de la guerra —la guerra nueva, sabe, no la antigua— por cuatrocientas libras. Y ahora está valorada en sesenta mil.
—Quiere verme fuera, para sacarle a alguien hasta el último céntimo por este piso. Pero sé un par de trucos. Siempre lo tengo aquí, siempre, y si no se presenta, me voy a una cabina telefónica y llamo a su oficina y le digo: ¿Por qué no ha pasado a cobrar el alquiler?
Yo sabía tan poco del asunto, que le dije: —Pero, señora Fowler, veintidós chelines no justifican la molestia de pasar a cobrar —y centellearon sus ojos, su cara estaba blanca y terrible, me dijo:
—Lo ve así, ¿es así? Entonces, ¿la manda él aquí? Pero el alquiler es éste y voy a pagarlo. No vale nada, ¿le parece? Vale por un techo sobre mi cabeza.
En los tres pisos encima del suyo viven familias irlandesas, con niños, gente que entra y sale, ruido de pasos por todas partes: la señora Fowler dice que «ella» hace que la puerta de su nevera traquetee para mantenerla despierta durante la noche porque «ella» quiere este piso... La señora Fowler vive en una pesadilla de persecuciones imaginarias. Me contó su campaña de diez años de duración, después de la primera guerra, no la nueva, en que «aquella bruja de Nottingham» intentaba apoderarse de su vivienda y ella... Según parece, ella lo hizo todo, no dejó nada por hacer y todo resulta convincente. Pero ahora, en el piso de arriba, vive una pareja irlandesa, cuatro hijos y vi a la mujer en la escalera. ¿Qué tal está la anciana?, me preguntó, sus azulados ojos de irlandesa cansados y solitarios, puesto que su marido la está abandonando, aparentemente, por otra mujer: He intentado bajar, pero parece que no le gustó cuando lo hice, así que no bajo.
Le mostré a la señora Fowler el ejemplar de
Lilith
con «Imágenes de la mujer». Lo cogió cortésmente y lo dejó en sus rodillas. Sólo cuando iba a entrar en máquinas, se me ocurrió que no aparecía ninguna anciana entre las «imágenes». Se lo comenté a Joyce y contemplé una serie de reacciones por su parte: la primera, sorpresa. Seguidamente, conmoción, pequeños movimientos de cabeza y ojos me dijeron que se alertaba ante el peligro. Luego, desconectó, por así decirlo, se mostró vaga y apartó su mirada de mi persona. Suspiró.
—Ah, pero ¿qué pasa? No apuntamos a ese grupo de edad.
Me vi reflejada en ella y comenté:
—Todas tienen madres y abuelas.
Qué miedo tenemos a la edad: ¡cómo desviamos la mirada!
—No —dijo, con cierta vaguedad, un aire de abstracción, como si hiciera justicia a un tema difícil en el que había pensado mucho—. No, al fin y al cabo, no, pero quizá dedicaremos un artículo a las «parientes mayores» más adelante. Pasaré nota.
Acto seguido me lanzó una sonrisa breve, era una sonrisa compleja: culpabilidad, alivio y —aún estaba allí— sorpresa. En alguna parte se preguntaba, ¿qué le pasa a Janna? Había una petición en ello: no me amenaces, ¡no lo hagas! Y, a pesar de que había querido tomar una taza de té conmigo mientras comentábamos la salida del siguiente número de la revista, dijo que tenía que irse volando. Y se fue volando.
Acababa de ocurrírseme algo interesante.
Joyce es la innovadora, la iconoclasta, la que es capaz de echar a la papelera un número que acabamos de montar, empezarlo de nuevo, trabajando durante toda la noche, para tenerlo listo
así;
Joyce se presenta —y lo es— como un alma impulsiva, dinámica, atrevida, nada convencional.
Yo, Janna, soy clásica y precavida, conservadora y cuidadosa: ésta es mi apariencia y como me considero.
No obstante, se dan a menudo estos momentos entre nosotras, siempre han existido. Joyce dice:
—No podemos hacer esto, no les gustará a nuestras lectoras.
Por mi parte, siempre he creído que nuestras lectoras —o los lectores de quien sea— aceptarían mucho más de lo que se les da.
—Joyce, ¿por qué no lo intentamos? ¿Qué opinas? —le digo.
Pero con harta frecuencia, mis ideas aterrizan en el archivo que he marcado con un Demasiado Difícil y que dejo encima de mi mesa para que Joyce lo vea y —ésa es mi esperanza, pero a menudo es vana— se vea empujada a pensar de forma distinta.
Las imágenes, a) Una muchacha de doce o trece años, que nos planteó muchos problemas. Descartamos un centenar de fotografías y, al final, hicimos que Michael fotografiara a la sobrina de Joyce, que en realidad tiene quince pero es bastante aniñada. Conseguimos una abierta y sana sensualidad, nada de Lolita, nos preocupamos de evitarlo. Miss Promesa, b) Una muchacha de unos diecisiete años, acentuando su independencia y confianza. Aún con la familia pero preparada para dejar el nido, c) Muchacha independiente. De unos veinticinco años. Puesto que según nuestra experiencia las mujeres que viven su propia vida comparten un piso, conservan su empleo, sienten que avanzan en la cuerda floja, escogimos algo bonito y vulnerable. Con la necesidad de un príncipe azul, pero capaces de pasarse sin él.
d) Joven casada, con un hijo. Acentuando al hijo.
e) Mujer casada con un empleo de media jornada, dos hijos, al cuidado de la casa y del marido.
Y esto era todo.
Unas semanas antes, no veía ancianos en absoluto. Mi mirada se dirigía,
veía
, a los jóvenes, atractivos, bien vestidos y guapos. Ahora es como si se hubiera superpuesto una transparencia en aquella fotografía previa y allí, de súbito, están los viejos, los enfermos.
Casi le dije a Joyce: Pero algún día seremos viejas, pero es un tópico tan obvio, ¡tan aburrido! Parece que la oyera decir: Ah, Janna, ¿tenemos que ser tan aburridas, tan obvias?, no nos compran para que lo seamos. Siempre dice:
nos
compran, tenemos que conseguir que
nos
compren. En una ocasión entré en una estación de servicio, cansada después de un trayecto largo, y dije: Por favor, lléneme. El hombre del garaje me dijo: Me conformaré con llenarle el coche, señora.
Cuando la señora Fowler fue a la cocina en busca de unas galletas, la acompañé y la vi subirse a un taburete, para poder encender la luz del techo. Examiné los cables raídos, las paredes húmedas. Más tarde le dije:
—Le pediré a mi electricista que venga, si no acabará usted matándose.
Permaneció sentada, inmóvil, unos minutos, luego levantó la mirada, me observó y suspiró. Supe que era un momento importante. Le había dicho algo que ella había soñado que alguien dijera: pero ahora, le resultaba un estorbo y deseaba que desaparecieran el momento y yo. Me dijo:
—Me las he arreglado bastante bien —una observación tímida, una súplica, un resentimiento.
—Es una vergüenza que usted se encuentre en estas condiciones. Su instalación eléctrica es una trampa mortal.
Ante esto, rió con un bufido:
—Una trampa mortal, ¿sí? —y nos reímos. Pero yo estaba aterrada, algo en mi interior pugnaba por salir, huir, alejarme de aquella situación.
Me sentía atrapada. Estoy atrapada. Por la promesa que le hice. En silencio. Pero es una promesa.
Me fui a casa y, al abrir la puerta, se abrió lentamente la puerta de enfrente: la señora Penny, al acecho: