Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
—Bien, ¿qué esperabas? No viene nunca nadie por aquí, no hay vida social, ¿qué esperabas?
—Espero —le dije— que, como el resto de los revolucionarios, te organices tú misma una vida social... llámala como quieras —se rió, al final. Pero hoy se sentía demasiado amenazada como para reír.
—No importa —dije—, se morirá pronto. Pronto se habrá acabado todo.
—Me parece ridículo, ridículo —dijo furiosa, agresiva—. Horas y horas, cada día. ¿Quién
es
ella, quién
es
Maudie?... Lo que quiero decir, naturalmente, es sólo una substituta de la abuela, no te portaste bien con ella, lo arreglas ahora con Maudie Fowler.
—¡Menuda sutileza, menuda penetración, menuda perspicacia!
—Bien, Janna, resulta obvio, ¿no?
—De ser así, ¿qué?
—Bien, es tan propio de ti, debes verlo.
—Préstame atención, querida, cuando viniste a vivir aquí, nunca te prometí ajustar mi vida según lo que prescribe mi hermana, tú... ni nadie.
Silencio. Un auténtico silencio, resentido, profundo, adolescentes pucheros, lágrimas inminentes, miradas al suelo.
Pero ha sido la primera vez, y le pongo un diez, pues en casa de su madre este tipo de cosas son
de rigueur
. También ésta fue nuestra primera discusión.
—Si te apetece —le dije—, cuando haya muerto Maudie, podemos organizar cenas con poca gente. Soy muy buena en eso. Puedes invitar a tus camaradas y podemos hablar de la lucha de clases.
Casi
se rió.
Maudie ya lleva una semana en el antiguo hospital. No está menos furiosa que antes, pero se muestra más silenciosa. Sombría. Se aferra. Tiene tan poca energía, por el dolor, que es mucho peor. La hermana, sin hablar, me mostró el vaso que le llevó ayer por la noche, con un gesto que significaba, ¿Lo ve? Lo hice. Es la pócima que utilizan cuando el dolor es muy fuerte, a pesar de que es algo asesino, una mezcla de morfina y alcohol.
Maudie está sentada muy erguida, mirando, con el labio inferior como un péndulo, una gota de saliva que se forma allí y cae, se forma y cae, los ojos hoscos. Tan pronto llego, empieza a decir: Levántame, levántame. Me pongo a su lado, la levanto en brazos para que se siente erguida. Pero cuando acabo de hacerlo y me siento, murmura: Levántame, levántame.
La levanto, me siento. La levanto, me siento. Luego me quedo a su lado, la levanto de manera que se inclina hacia adelante, incapaz de pararse.
—¡Maudie, pero si ya está incorporada!
Pero:
¡Levántame, levántame!
Lo hago porque, por lo menos, siente que es capaz de ejercer cierta influencia en el mundo en que se encuentra, donde le hacen cosas y no puede combatirlas; y porque la puedo tener en brazos y tocarla. A pesar de que nunca dice: Cógeme en brazos, quiero cogerla; ella dice: Levántame, levántame.
Estos dos últimos días he estado junto a ella, levantándola e instalándola y sosteniéndola en brazos, cada hora. Le he dicho:
—Maudie, estoy cansada y debo descansar.
Lo reconoce con un movimiento rápido de cabeza, pero al cabo de un momento empieza:
—Levántame, levántame.
Pienso que es una manera de mantenerse despierta, porque la pócima ahora es muy fuerte.
Está amodorrada la mayor parte del tiempo. Dicen que duerme casi toda la noche. Pero está consciente, sabe lo que pasa, sufre, mucho, por los ruidos y golpes, los pasos ruidosos en el pasillo sin alfombra, las ruedas chirriantes de los carros con la comida. Un golpe, las puertas, a cada minuto. Me encuentro sentada allí, los nervios alerta, esperándolo.
Sin embargo, la puerta debe permanecer abierta, porque Maudie teme el silencio y la indiferencia de la tumba, donde la encerrarán.
Maudie no está preparada para morir.
Ahora no tengo tiempo de sentarme a su lado, junto a sus pensamientos, porque estoy demasiado ocupada con levantarla, acomodar los almohadones, mimarla, pero en casa, en el baño, pienso. ¿Qué decir de estas sociedades de eutanasia? No creo que mi madre, o Freddie, quisieran irse antes del momento obligado; se resignaron, eran
gente adulta
, pero tengo la certeza de que me habría enterado si hubieran deseado que uno de nosotros les pasara una droga letal. (¿Me habría enterado yo? Debo preguntárselo a mi hermana Georgie, cuando la vea. Si la veo alguna vez.)
¿Porqué es
tan difícil morir? ¿Es justo preguntárselo? ¿Útil? Ah, es duro, duro, duro morir, el cuerpo no quiere ceder. Hay una lucha en marcha, es un campo de batalla.
Pero supongamos que la voluntad y la mente de Maudie quisieran que ella desapareciera, ¿significaría que su cuerpo lucharía menos? Si
es
su cuerpo el que lucha.
Maudie está allí, no quiere morir. No lo comprendo; ¡esto es todo!
Me comparo con Maudie, pero sé que a veces no es posible colocarse en el lugar de otro. A pesar de que sé que lo que hago es contrastar mi presente estado mental, el de una mujer de cincuenta años que, físicamente, no está cerca de la muerte, con el de una mujer de más de noventa que está cerca de la muerte. ¿Cambia nuestra estructura mental al acercarnos a la muerte? Naturalmente, hay una barrera absoluta, un muro, entre mi mente y el conocimiento de que voy a morir. Eso es, sé que voy a morir, pero no como un hecho sensible y de intensa violencia. Quizás estemos programados, como los animales, para no saberlo; porque saberlo nos impediría vivir. No importa en lo que se interese la naturaleza, quiere que vivamos, criemos, poblemos la tierra, nos perpetuemos... a la naturaleza no le puede importar nada más allá de esto. Por eso es que yo, Janna, o Jane Somers, me siento junto a una mujer agonizante, me debato para que mi mente cambie de marcha, pierda una capa o sea más cruda y expuesta, para saber
verdaderamente
que deberé morir. Pero la naturaleza no me lo permitirá.
Me imagino, deliberadamente, todo tipo de pánico, de miedo: me proyecto a mí misma, Janna, sentada erguida en grandes almohadones, muy vieja, acabada por dentro. Elimino las fronteras externas, retrocediendo, primero tras mi caparazón de ropa, cómo me presento; luego, hacia mi cuerpo sano, que no suelta —aún— porquería y orina contra mi voluntad, sino que aún es atractivo y fresco; y más adentro, hacia mí, el conocimiento de mí, e imagino que sólo es un caparazón en el que me encuentro, esto es todo, un lío de carne y huesos. Pero de nada sirve. No temo la muerte. No la temo.
Y, paradójicamente, al contemplar a Maudie que se muere, la temo aún menos. Porque los que se relacionan con la muerte, estos profesionales, tienen una inteligencia rápida respecto a todo eso que es, exactamente, la que querría para mí. Incluso una honradez, porque ahora sé que si no le dicen «la verdad» a Maudie —como si no la supiera ya—, las enfermeras se la dirían, si lo preguntara. Aunque no lo dijeran con todas las palabras, Maudie Fowler, se está muriendo, se lo harían vislumbrar. Pero ahora, debido a su actitud, no lo hacen: no, comprenden que no está «preparada para saberlo»... la frase que me dijo la hermana. Por lo tanto, el ambiente en su habitación sigue siendo amistoso, casual, casi indiferente, como si sólo tuviera un resfriado o una pierna rota.
Por lo que se refiere a una vida posterior: la verdad es que no puedo convencerme de que este fardo de furiosa energía que es Maudie va a desaparecer totalmente. Es más de lo que puedo creer. Dios mío, Maudie le pide tanto a una, sana o enferma; hace tal afirmación de sí misma, de la vida, de la naturaleza de lo que ha experimentado; Maudie se apodera de ti de una forma tan fuerte, que no puedo creer que se disuelva como el vapor cuando el aire lo calienta. No.
Estoy tan metida en el
ahora
de Maudie que lo que de ella pueda sobrevivir me impresiona de tal manera que no me pregunto cosas como qué aspecto tendrá, será joven o vieja, la reconocerá «su hombre», o su hijo como un niño de corta edad o un hombre de mediana edad, porque todo esto es irrelevante.
Levántame, levántame, dice Maudie y cojo en brazos este saquito de huesos y la incorporo, le aliso el pelo fino y le digo:
—Ya basta, Maudie, debo sentarme. Porque, aunque sea un saquito de ingravidez, con varias repeticiones mi espalda empieza a quejarse. Mi espalda es muy vocal, en suma, y muy pronto me encuentro apostrofándola: Aguarda, espera un poco, tienes que aguantar, no puedes ceder aún.
Por vez primera la oficina me supone un esfuerzo, estoy demasiado cansada para hacer algo más que guardar las apariencias y Phyllis me suple, también Jill, en lo que sabe hacer.
Cuando vuelvo del trabajo a casa con Jill, le dejo conducir, subo la escalera como un zombie, caigo en el sillón, totalmente agotada, sin apenas moverme, reuniendo energía para conducir hasta el hospital. Jill me dice:
—No vayas, Janna, no vayas, enfermarás.
—Claro que debo ir.
Vuelvo a casa a las diez, o más tarde, me meto en el baño durante una hora o más, o me quedo tendida en el suelo del salón con un cojín bajo la cabeza. Jill me da té, sopa. Como Eliza Bates, en más de una ocasión no me he molestado en meterme en la cama, sino que me he quedado sentada toda la noche contemplando el drama de Maudie, como si se representara dentro de mí, en mi escenario, mientras la vida sigue, se levanta el telón, en otra parte. Jill aparece a las dos, las tres de la madrugada y le digo:
—No importa, déjame.
De no estar viviendo ella aquí, yo no habría visto nada funesto en todo esto. Naturalmente, puede que esté «perturbada», según lo expresa Jill, pero es cuestión de superarlo. La que está perturbada es Jill, que se asusta cuando no me meto en la cama o me quedo dormida en el suelo. Sin embargo, se muestra cariñosa, considerada; digna hija de su madre.
Esto no le ha impedido, en más de una ocasión, decir:
—Al vivir contigo, Janna, voy a ser algo así como de tal palo tal astilla.
Se refiere a mí. Esto con miradas duras, divertidas y una expresión de, bien, si es así, ¡tendré que cuidar de mí misma!
—¿Te refieres a que soy una patrona realmente dura?
—No es eso exactamente, pero debo dar tanto como recibo, ¿no?
—No me he dado cuenta de que yo fuera tan horrible.
—No me importa en realidad. Le dije a mi madre que es bueno para mí. Me fortalece.
—Como baños de agua fría.
Está, además, el problema de la señora Penny.
—¿Por qué la detestas tanto? —me pregunta Jill, con cierta sorpresa, por lo que debo preguntarme por qué—. La verdad es que es muy agradable, bastante interesante, cuenta todas esas cosas de la India y está tan sola, es una viejecita tan encantadora.
—La verdad es que he perjudicado mucho mi carácter siendo poco amable con la señora Penny, pero es del tipo de personas que sí le das un centímetro se tomará un kilómetro.
—Visitas a todas esas viejecitas, las aguantas. Cuando muera la señora Fowler, ¿visitarás a las otras dos?
—¿Acaso puedo abandonarlas?
—La verdad es que eres muy obstinada, Janna, debes reconocerlo.
Lo que debo reconocer, en realidad reconozco, es que al dejar entrar a Jill en mi vida, con lo que mis puertas han sido derribadas, quebrantadas mis defensas, invadido mi territorio, no hay un lugar que pueda considerarlo el mío propio, y ante esto la señora Penny resulta irrelevante. Me la encuentro con Jill disfrutando de una taza de té en la cocina y la saludo con un serio ademán de cabeza, lleno de distracción calculada, una mujer ocupada con importantes cosas en las que pensar, me retiro a mi dormitorio, la puerta muy bien cerrada.
De allí, muy pronto, me voy junto a la pobre Maudie. Pienso en ella, en casa, cuando «descanso» como recomienda Jill, así que tanto mejor que esté junto a ella, como de hecho lo estoy todo el tiempo en el pensamiento. Las enfermeras y los médicos ya me conocen, voy a todas horas, sin que les importe.
He visto algo de la vida en el pabellón grande. Maudie se ha quedado dormida después de su pócima del mediodía y me quedé sentada allí, en espera de que despertara.
La hermana del pabellón se quedó a los pies de la cama de Maudie y empezó a charlar de aquella manera, aparentemente vaga, en la que se comunica la mayor parte de la información en los hospitales. Y directrices también. Me dijo que algunos de sus pacientes nunca reciben visitas.
—Podrían no pertenecer al mundo de los vivos, por lo que se refiere a sus familiares.
Por lo tanto, sin perder de vista a Maudie para poder estar a su lado cuando se despierte completamente, entro en el pabellón y hablo con quienquiera que parezca agradecerlo.
En el pasado temía tanto la vejez, la muerte, que me negaba a ver gente anciana por las calles... no existían para mí. Ahora, me paso horas en aquel pabellón y miro, me maravillo, me hago preguntas y me asombro.
Las enfermeras... ¡vaya paciencia, qué sentido común, qué buen humor! ¿Cómo lo hacen? Porque hay unas dieciocho ancianas aproximadamente, difíciles de alguna manera u otra, incontinentes, o cojas, o estúpidas, o indispuestas, o —como Maudie —muriéndose. Aquí están, criaturas ancianas, juntas en esta intimidad, en un pabellón con camas a ambos lados, y lo que tienen en común es su necesidad, su debilidad. Eso es todo. No eran amigas antes de entrar aquí. Al otro extremo de la habitación de Maudie hay una anciana de noventa y seis años, un payaso que hace muecas, totalmente sorda y bastante loca, que no sabe dónde se encuentra. La sientan en su butaca y allí se queda, quizá durante una hora, dos horas y, luego, da un respingo y pasea por entre las hileras de camas. Pero enseguida se pierde y todo el mundo la mira, quizá sonriendo, quizás irritadas, porque no sabe volver. Se para arbitrariamente en una cama o en otra, e intenta meterse dentro, sin importarle si ya está ocupada. Maggie, grita la ocupante, ¿no ves que yo estoy aquí? ¿Qué haces en mi cama?, chilla Maggie e inmediatamente se oyen gritos: «¡Enfermera, enfermera, es Maggie! Aparecen las enfermeras corriendo, por regla general riendo, y le dicen: Maggie, ¿qué haces? Y aprovechan la oportunidad para acompañarla al lavabo, porque ya que están allí...
En la cama al lado de Maggie está la «difícil».
Ah, eres tan difícil, suspiran las enfermeras, cuando se reafirma de nuevo. Es una mujer maciza, con una cara fuerte, siempre alerta a lo que pudiera amenazar lo que considera que se le debe. Tiene problemas en las piernas, levantadas delante de ella. Está sentada con los brazos cruzados, observando. O lee. Por regla general, novelas románticas o, en ocasiones, historias marinas, sus preferidas:
El mar cruel
y
Hornblower
.