Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
Un mes.
Ah, sigue y sigue y sigue y sigue... Estoy tan
cansada
. Estoy totalmente
agotada
. Me digo: ¿De qué estás tan cansada? Nada que ver con cuando ibas a casa de Maudie un par de veces al día, hacías la compra, limpiabas y lavabas su colada y la lavabas a ella. Esto es una merienda campestre, entrar cada día en aquel bonito pabellón, nuevo y limpio, amables y sonrientes enfermeras y Maudie cuidada; todo cuanto debes hacer es sentarte allí y sostenerle la mano. Naturalmente, intentar no reaccionar cuando te lanza miradas y te dice: ¿Por qué, por qué,
por qué?
, o: «Es una tragedia, ¡eso es lo que es!» porque aún es capaz de decir tales cosas. La verdad es que me está matando y no parece haber un final. Sé que las enfermeras esperaban que estuviera peor de lo que está ahora: puedes adivinar lo que piensan, en general, ¡porque así lo quieren! No ha habido nunca lugar mejor que un hospital para las cosas no dichas, no habladas, para que la gente se comprenda sólo con una mirada. Me llamaron a la mesa de guardia y me dijeron que, probablemente, trasladarían a Maudie al antiguo hospital, para ancianos, al final de la calle. Me dejó consternada. Porque será horrible para Maudie. Porque, sinceramente, quiero que Maudie muera. Todo es
terrible
. Y, no obstante, no puedo pensar así. Ella no quiere morir, ¡eso es todo! Me parece legítimo que quieras que alguien se muera si quiere morir, pero no cuando no está preparado.
He estado observando en busca de señales del inicio del «tercer estadio». Maudie parece tan enfadada como siempre. Quizá sólo existan dos estadios: ¡No es justo!, que con toda seguridad es rabia; y la aceptación. ¡Oh, por favor, haced que Maudie lo acepte, y que lo acepte pronto! Hay algo terrible en el hecho de ver morir a esta anciana de esta manera, como si le robaran algo. Si considera que le han robado su vida —con la muerte temprana de su madre, el juerguista de su padre, su amiguita cargada de plumas, su desagradable hermana—, muy bien, supongamos, ¿pero dónde acaba esto? Lo importante es, ¿qué considera
aún
que se le debe y no se le paga? ¿ Qué considera que se le debe
ahora
y se le roba?
Si por lo menos consiguiera que me hablara. Pero estamos en aquella inmensa y limpia habitación, en el último piso del gran hospital, rodeadas de cielo y aire, pasan pájaros, afuera las palomas se arrullan, hay dos o tres personas más en aquella habitación con las enfermeras que entran y salen, las visitas, los médicos...
El médico de guardia la mayoría de las veces es agradable, y a Maudie le gusta... puedo verlo, aunque a él se le podría perdonar si pensara que ella lo odia. Sin embargo, el gran médico aparece con su coro una o dos veces por semana y Maudie aún está furiosa, más que furiosa, incandescente de rabia, cuando llego a la noche.
—Hoy ha estado aquí —su carita amarillenta en acción, los labios temblorosos.
—¿Cómo fue? —le pregunto, aunque, claro, ya lo sé.
—Se quedan en la puerta,
él
y todos aquellos chicos y chicas. ¿Son médicos? A mí me parecen niños. También los hay negros.
Maudie, escrupulosa, cuando está en sus cabales, siempre recuerda decir, si ha criticado a una persona negra: Son seres humanos, como nosotros, pero ahora lo ha olvidado y sólo sabe que son distintos y extraños. Está agitada y es un torbellino de contradicciones, porque dos de las enfermeras son negras y las aprecia mucho. Sin embargo, son negras y un objetivo para sus furias. Le gusta, en particular, cómo una de ellas la levanta y la instala en la cama, sin lastimarla. Puedo ver la suavidad de su cara, sólo un momento, antes de que desaparezca... pero
es
negra y le recuerda a Maudie que ella no eligió estar aquí, en este hospital, donde no puede tomar decisiones por su cuenta.
—Bien —le digo—, hay que preparar a enfermeras y a médicos negros y éste es un hospital de la Facultad de Medicina.
—¿Por qué tengo que ser un conejito de Indias? No me han preguntado nunca. Y son tan jóvenes, ¿cómo pueden saber nada estas criaturitas? Apareció lord Mierda, y se lanzaron encima de mí, y él les hablaba constantemente de mí. ¡Oh, creen que soy tonta! Y luego todos alrededor de mí... —siguió hablando y yo podía visualizar la escena, la minúscula y amarillenta Maudie apoyada en los almohadones blancos y un bosque de muchachos y muchachas y (no entre ellos, sino frente a ellos) el gran médico...—. Después de acabar su charla, me dijo: ¿Cómo se encuentra hoy, señora Fowler?, y empezó a hablar de nuevo a aquellas criaturas, de mí. ¿Cree que soy una idiota? (esto último es un grito dolorido, está tan furiosa y dolida). Me dijo, Por favor, súbase el camisón, señora Fowler, y yo no quería, ¿por qué debía hacerlo? Y la enfermera avanzó, dispuesta a forzarme y arriba mi camisón, delante de todos ellos, todo a la vista. Entonces él empezó a pinchar y a empujar, yo parecía un pastel en una artesa, y les dijo a
ellos:
¿Ven esta hinchazón aquí? Pálpenla. Ni una palabra para mí. Me palparon el estómago, uno tras otro. Gracias, señora Fowler, dijo, pero ni siquiera me había pedido permiso, ¿no? Vean esta hinchazón, como si yo no pudiera verla y tocarla, no soy tonta... —y Maudie está fuera de sí, de rabia—.
El ni siquiera me miró una sola vez
. Yo podía haber sido un palo o una piedra. Los miraba a
ellos
, son lo que le importa. Yo sólo estaba allí para su conveniencia.
Le van a anunciar a Maudie que la trasladarán al otro hospital. Naturalmente no es tonta y... lo temo.
Se lo han dicho. Al llegar esta noche, estaba sentada sin mirarme, sin mirar nada. Al cabo de media hora de estar allí, sin haber dicho ni una palabra, empezó a musitar:
—No iré, no iré al hospicio.
—¿Qué hospicio? ¿A qué se refiere, Maudie?
—¡No voy a acabar en un hospicio! —insistió.
Descubrí que el hospital al que iba había sido, hace años, el hospicio para los pobres. Llamé a Vera Rogers. Parece cansada, distraída.
—¿Por qué me llamas?
—Quisiera saber qué quiere decir Maudie cuando habla incesantemente de que la van a llevar al hospicio.
—Oh, cielos —dice Vera en un suspiro—, ya estamos con ésas. Todos estos ancianitos lo dicen, No nos meterán en el hospicio, dicen. Ya no hay hospicios de pobres desde hace... bien, no lo sé. Pero ves, cuando eran jóvenes, temían los hospicios. La idea era que, si te mandaban allí, aunque fueras muy viejo, tenías que trabajar. Fregaban suelos, limpiaban linóleos y cocinaban. No lo repitas, pero déjame decirte algo, no me parece tan horrible. ¿Qué sucede ahora? Los metemos en residencias donde no se les permite levantar ni un dedo y se mueren o enloquecen de aburrimiento. Si tuviera alguna influencia, los tendría trabajando del alba al crepúsculo, no les dejaría que pensaran en sí mismos. Ah, no me hagas caso, Janna, me desahogo.
Debería visitar a Annie Reeves y a Eliza Bates, sólo alguna vez, pero no me quedan energías después de Maudie.
Hoy acompañé a Maudie al «hospicio». Una muchacha, agradable e indiferente, llamada Rosemary, vino con nosotras. Según dijo, su función consistía en que Maudie pudiera ver una cara familiar y no se sintiera abandonada. Pero Maudie le preguntó:
—¿Quién eres?
—Ah, señora Fowler, ya me conoce, la he visitado varias veces —le dijo Rosemary.
—No te conozco —dijo Maudie.
—Pero si casi la he visto cada día, señora Fowler.
—¿Janna? —preguntó Maudie, con vocecita llorosa—. ¿Janna, estás aquí?
—Sí, estoy aquí.
Las tres en la ambulancia, con Rosemary a cargo de las posesiones de Maudie, una bolsa de supermercado con un peine, una manopla, jabón y su bolso de mano. En el bolso de mano, su certificado matrimonial y una fotografía de «su hombre», un guapo y malhumorado héroe de unos cuarenta años, vestido informal, y otra de un muchachito, vestido con pulcritud, con una sonrisa infeliz al fotógrafo.
En la entrada del hospital, el conductor de la ambulancia, bonachón y alentador, subió la silla de ruedas por la escalera Maudie se agarró con fuerza y no advirtió, hasta estar dentro, que ahí estaba, en el temido hospicio.
—¿Es esto? ¿Es esto? —me dijo en un susurro, al avanzar por los pasillos, en los que figuraba una exposición de arte realizado por los residentes, personal y pacientes. Y, en la rampa, un cartel de
Salomé con la cabeza de san Juan Bautista
, de Beardsley, colocado por algún bromista (supongo). Pero con la sorpresa de Maudie ante esto, llegamos al primer piso. ¿Es esto?, iba preguntando, agarrada a la silla, resbalando de un lado para otro, a pesar del cuidado de los hombres, porque pesa tan poco que podría salir volando.
—Es el antiguo hospital —dijo Rosemary con alegría.
—Entonces, lo han cambiado —dijo Maudie.
—¿Sí? —dijo Rosemary—. Sé que lo han pintado hace poco.
Maudie visitó este lugar por los años de la Primera Guerra Mundial, para ver a una tía, y su recuerdo no coincidía con lo que veía.
Los pabellones que vislumbramos son los típicos de un hospital, unas veinte camas y grandes ventanas. Pero cuando llegamos a la habitación de Maudie, era una habitación de una cama.
Allí se instaló Maudie, tiesa en la cama, a plena luz de la ventana, que dejaba ver su color amarillo sobre los almohadones blancos. A través de la ventana, la aguja de una iglesia, un cielo gris, la copa de los árboles. Maudie en silencio, una mirada amarga a la habitación —por lo que a mí se refiere, una habitación de hospital, eso es todo—, y luego miró hacia la ventana.
—Conque esto es el antiguo hospital —confirmó, después de mirarme a mí, a la enfermera que la había instalado, a Rosemary, que se preparaba para irse, con los brazos cobijando un montón de expedientes.
—Sí, cariño, esto es el antiguo hospital.
Maudie nos mostró sus dientes, en un jadeo susurrante y dijo:
—¿Conque esto es el antiguo hospital? ¿Aquí estoy? ¿Es el final, entonces?
—Ah, señora Fowler —dijo Rosemary, benevolente—, no sea así. Bien, me voy, ya la veré cuando venga por aquí.
Y se largó Rosemary, de vuelta al nuevo hospital.
Me quedé con Maudie toda la tarde. Quería descubrir entre el personal a la persona con la que necesitaba hablar, establecer relación. Este hospital tiene un ambiente distinto del otro, hay algo más relajado, descuidado, amistoso. Claro, el otro es uno de los hospitales más grandes del mundo y las enfermeras son la flor y nata, también los médicos. La mayoría de ancianos y ancianas de este lugar no lo abandonarán hasta que se mueran. No es exactamente un hospital; no es un asilo... es un compromiso. El gran médico del otro hospital aparece con su séquito para enseñar geriatría. Algunas de las enfermeras son las ambiciosas del otro hospital, aquí paran unas pocas semanas para aprender lo que se puede aprender en un lugar semejante, lleno de ancianos y ancianas que nunca abandonarán el lugar y que tienen el tipo de enfermedades largas propias de su condición.
Pensaba, qué suerte ha tenido Maudie de estar sola en una habitación; pero Maudie, lo sabía (y ahora sé que estaba en lo cierto), lo interpretaba como una condena a muerte. El lugar era abominablemente ruidoso. Como nos sucede a menudo, obligados a la sumisión por el ruido, el estruendo y el estrépito, hasta que vi que Maudie padecía el ruido no presté atención al abrir y cerrar de puertas, a los golpes y choques de los recipientes de comida en la cocinita delante mismo de la habitación de Maudie, al rechinar de los carros con la comida.
¡Ruido! Le dije a Maudie:
—Cerraremos la puerta.
—No, no, no —me dijo, sin aliento, sacudiendo la cabeza. Teme que la encierren.
Al llegar no le dieron medicinas y estaba sufriendo. Salí en busca de la hermana y le pedí si le podían dar algo a Maudie.
Es una mujer entrada en años, con aspecto de vieja inquilina, porque este lugar es probablemente más un hogar para ella que el suyo propio. Me miró con la mirada astuta y profesional que utilizan para clasificarte, Sensata, Tonta, Se puede confiar en ella, Se le puede decir la verdad, Hay que escondérsela...
—¿Ya sabe que intentamos darles el mínimo posible, para que cuando debamos darles dosis fuertes les haga efecto ?
—Sí, lo sé —le dije—. Pero ha sufrido este traslado y está asustada, porque es el antiguo hospital... y le duele.
—Ah, querida —dijo la hermana, con un suspiro—. Ya sabe que puede vivir semanas, incluso meses. Y es una cuestión del dolor al final, ¿ve?
—Sí, lo veo.
Pero a Maudie le dieron algo «para arreglarse» y no fue suficiente para que se durmiera, aunque lo fue para atontar el dolor, puesto que cuando me fui estaba despierta, alerta, lo escuchaba todo y guardaba un silencio sombrío. ¿Se trata del «estadio» de aceptación? Dios mío, confío en que lo sea.
¡No
entréis con suavidad en aquella buena noche!
Ciertamente. ¡Qué solemne tontería, llena de autocompasión! ¡Menuda autoindulgencia! Y cómo se nos parece, criaturas mimadas, con nuestras peticiones y nuestro «no es justo» y nuestro
No me han dado lo bastante
.
Jill y yo hemos llegado las dos temprano esta noche. Yo volvía del hospital tan cansada que no sabía dónde meterme.
Jill vio cómo me sentía y me preparó té y un bocadillo.
Se sentó frente a mí, en espera de que yo me recuperara. Bajo su buen carácter, sus ganas de agradar, su nueva confianza —porque, igual que lo hice yo, cada día aprende lo mucho que puede hacer, sabe que es inteligente y flexible—, se mostraba malhumorada y crítica. Yo sabía lo que seguiría.
—¿Por qué lo haces, Janna?
Tras de esto estaba la explosiva protesta de los jóvenes: No, no, no lo haré, no puedo, apartad todo esto de mí. Por encima de todo:
Si tú, tan cerca de mí, estás dispuesta a aceptar esta terrible y espantosa fealdad como parte de tu vida, ¿qué evitará que entre también en la mía?
—Supongo que discutís todo esto en la oficina, en relación con las circunstancias —le dije.
Se quedó desconcertada, porque la sobrina de Janna, que vive en el piso de Janna, no puede resistirlo: Janna dice, Janna hace, Janna es... esto y lo otro.
—Bien, supongo que así es.
—Típica conducta de clase alta —le dije—, la tradición de visitar a los pobres, la benevolencia inútil, pero la revolución acabará con todas estas tonterías.
Estaba roja de rabia. Jill se ha convertido en una revolucionaria. Cuando le tomé el pelo al respecto, me dijo, enfadada: