Buliwyf seguía sin responder. Sentado junto al enano, aguardaba.
—El gran desafío para un héroe —dijo el enano— se encuentra en el corazón, no en el adversario. ¿Qué habría importado que sorprendieses a los
wendol
en su guarida y matases a muchos de ellos mientras dormían? Podrías haber matado a muchos, pero ello no habría dado fin a la lucha, como cortar los dedos a un hombre no da cuenta de él. Para matarlo hay que perforarle la cabeza o el corazón, y lo mismo sucede con los
wendol
. Todo esto lo sabes y no necesitas de mi consejo para saberlo.
En estos términos, mientras se mecía, reprendió el enano a Buliwyf. Y Buliwyf aceptó la reprimenda, ya que no replicó, sino que inclinó la cabeza.
—Has hecho la tarea de un hombre común —prosiguió el enano—, no la de un verdadero héroe. El héroe realiza lo que ningún otro hombre osa realizar. Para matar al
wendol
tienes que perforarle la cabeza y el corazón. Debes vencer a su madre misma en las cuevas de los truenos.
No comprendí el sentido de estas palabras.
—Tú lo sabes, pues siempre ha sido así, en toda la historia del hombre. ¿Habrán de morir tus guerreros, uno por uno? ¿O bien atacarás a la madre en las cuevas? No se trata de una profecía, sino de la elección entre ser hombre o héroe.
Por fin Buliwyf respondió, pero lo hizo en voz tan baja que no pude oír con los murmullos del viento que barría la entrada de la cueva. Fueran cuales fueran sus palabras, el enano habló otra vez:
—Esta es la respuesta del héroe, Buliwyf, y no habría esperado otra de ti. Por ello te ayudaré en tu empresa.
En aquel momento varios enanos se adelantaron entre los huecos sombríos de la cueva. Todos llevaban muchos objetos.
—Aquí tienes —dijo el
tengol
— trozos de cuerdas trenzadas con la piel de focas atrapadas cuando se producen los primeros deshielos. Estas cuerdas te ayudarán a llegar por el océano a la entrada de las cuevas de los truenos.
—Gracias —dijo Buliwyf.
—Y aquí tienes siete dagas, forjadas con vapor y magia, para ti y tus guerreros. Las espadas de gran tamaño no tendrán utilidad en las cuevas de los truenos. Llevad estas armas con valor y se cumplirán vuestros deseos.
Buliwyf tomó las dagas y volvió a agradecer al enano. Se puso entonces en pie y preguntó:
—¿Cuándo haremos esto?
—Ayer es mejor que hoy —repuso el
tengol
—, y mañana es mejor que pasado mañana. Debéis apresuraros y cumplir vuestras intenciones con el corazón firme y la mano vigorosa.
—¿Y qué vendrá después de nuestro triunfo? —preguntó Buliwyf.
—En tal caso el
wendol
será mortalmente herido y se agitará por última vez en los estertores de la muerte, y pasada esta última agonía, esta tierra tendrá paz y felicidad siempre. Y tu nombre será cantado en loas de gloria en todas las fortalezas del Norte y por la eternidad.
—Así se cantan las proezas de los hombres muertos —señaló Buliwyf.
—Es verdad —dijo el enano, y volvió a reír con la risa del niño o de la muchacha—. Pero también se cantan las de los héroes que sobreviven, mientras que nunca se cantan los hechos realizados por los hombres comunes. Todo esto lo sabes ya.
Buliwyf salió entonces de la cueva y entregó a cada uno de nosotros una daga de los enanos. Descendimos después de los escollos rocosos y batidos por los vientos y volvimos al reino y a la gran fortaleza de Rothgar al caer la noche.
Todos estos hechos se registraron y yo los vi con mis propios ojos.
Aquella noche no llegó la niebla. Descendió algo de bruma de las colinas, pero quedó suspendida entre los árboles y no se aproximó reptando sobre la llanura. En el gran salón de Rothgar tuvo lugar un gran festín y Buliwyf con todos sus guerreros participó en las celebraciones. Se sacrificaron dos grandes carneros,
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comiéndoselos inmediatamente. Todos bebieron copiosas cantidades de hidromiel. El mismo Buliwyf violó a media docena de jóvenes esclavas, o quizá a un número mayor. Sin embargo, a pesar de todo este regocijo aparente, ni él ni sus guerreros estaban de verdad alegres. De cuando en cuando veía yo a algunos de ellos mirar las cuerdas de piel de foca y las dagas de los enanos, que estaban amontonadas en un sector.
Me incorporé a la fiesta por sentirme ya como uno de ellos después de haber pasado tanto tiempo en su compañía, o por lo menos tenía la sensación de ser uno de ellos. Diré que aquella noche llegué a sentirme como si hubiese nacido nórdico.
Herger, que estaba muy ebrio, me habló sin reservas de la madre de los
wendol
, diciéndome lo siguiente:
—La madre de los
wendol
es muy vieja y vive en las cuevas del trueno. Estas cuevas se encuentran en las rocas de los acantilados, no lejos de aquí. Las cuevas tienen dos aberturas, una sobre la tierra firme y otra sobre el mar. La entrada sobre tierra firme, no obstante, está guardada por los
wendol
, quienes protegen a su anciana madre. Por esta razón no podemos atacarlos por el lado de la tierra, pues nos matarán. Atacaremos, pues, por el mar.
—¿Cómo es esta madre de los
wendol
? —le pregunté.
Herger me dijo que ningún nórdico lo sabía, pero que se decía entre ellos que era vieja, más vieja que la anciana a quien llaman el ángel de la muerte, que además tenía un aspecto horripilante, que llevaba una corona de serpientes retorcidas y, por último, que tenía una fuerza extraordinaria. Agregó, en fin, que los
wendol
recurrían a ella para desenvolverse en todas las actividades de su vida.
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Dicho esto, Herger se volvió y se quedó dormido.
Ahora bien, tuvo lugar el siguiente hecho: En mitad de la noche, cuando terminaban ya las celebraciones y los guerreros iban quedándose dormidos, Buliwyf me llamó aparte. Sentado junto a mí, bebió hidromiel de un cuerno. Vi que no estaba ebrio y que hablaba la lengua nórdica con lentitud para que yo pudiese comprender bien. Primero me preguntó:
—¿Comprendiste bien las palabras del enano?
Repliqué afirmativamente que había comprendido merced a la ayuda de Herger, quien roncaba en este momento cerca de nosotros. Buliwyf dijo entonces:
—Sabes, por tanto, que moriré —pronunció estas palabras mirándome de frente y sin pestañear. No supe qué decirle ni cómo responder, más por fin le dije, según la manera nórdica:
—No creas en profecías hasta que rindan fruto.
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Buliwyf dijo a su vez:
—Has observado muchas de nuestras costumbres. Dime la verdad, ¿sabes dibujar los sonidos?
Repuse que sí.
—Cuida entonces tu vida y no seas excesivamente valiente. Ahora vistes y hablas como un nórdico y no como un extranjero. Vela por tu vida.
Dichas estas palabras se volvió y dirigió sus atenciones a una esclava a la cual hizo gozar a no más de unos cuantos pasos de donde yo estaba, mientras yo oía los gemidos y la risa de la mujer. Por fin me sumí yo también en el sueño.
Antes de que las primeras nubes sonrosadas del amanecer tiñeran el cielo, Buliwyf y sus guerreros, conmigo entre ellos, salimos a caballo del reino de Rothgar y seguimos el camino sobre los acantilados al borde del mar. Aquel día no me sentía bien y me dolía la cabeza. Tenía además acidez de estómago a causa de las celebraciones de la noche anterior. Sin duda los guerreros de Buliwyf estaban como yo, pero a pesar de ello nadie mostró señales de malestar, íbamos a buen paso, siguiendo el borde de los acantilados que en toda esta costa son elevados, impresionantes, además de caer a plomo. Como una sábana de piedra gris, se dejan caer en el mar espumoso y turbulento al pie. En algunos puntos de esta costa hay playas rocosas, pero con frecuencia mar y tierra se unen directamente y las olas rompen con el fragor del trueno contra las rocas. Tal era el caso en casi todo el trayecto.
Vi a Herger, quien llevaba sobre su caballo las cuerdas de piel de foca de los enanos, y fui junto a él para viajar a su lado. Le pregunté qué planes había para ese día. Debo decir que no me importaban mucho, porque el dolor de cabeza que tenía era muy intenso, aparte de mi ardor de estómago.
Herger me dijo:
—Esta mañana atacaremos a la madre de los
wendol
en las cuevas del trueno. Haremos esto atacando desde el mar, como te dije ayer.
Mientras cabalgaba podía mirar hacia abajo en dirección al mar, que se estrellaba contra las rocas.
—¿Atacaremos utilizando un bote? —pregunté.
—No —repuso Herger a la vez que tocaba las cuerdas de piel de foca.
Interpreté este gesto como que deberíamos bajar al pie de las rocas con ayuda de las cuerdas y de algún modo llegar desde allí hasta la entrada de las cuevas. Me alarmó mucho esta perspectiva, pues nunca me ha agradado permanecer en lugares de gran altura. He llegado a evitar aun los edificios altos de la Ciudad de la Paz. Así se lo dije a Herger, quien me contestó:
—Da gracias, porque eres afortunado.
Quise saber el origen de mi fortuna, a lo cual repuso Herger:
—Si temes los lugares elevados, hoy vencerás ese miedo. Además deberás enfrentar un gran desafío, y por último, ello hará que seas considerado un héroe.
—No quiero ser un héroe —le dije.
Herger se echó a reír al oír esto, comentando que opinaba así sólo porque era árabe. Añadió luego que yo era un «cabeza hueca», con lo cual los nórdicos se refieren a las consecuencias de haber bebido en exceso. Era verdad, como lo dije ya.
También es verdad que me sentía muy afligido ante la perspectiva de descender por el acantilado. No puedo dejar de decir lo que sentía. Habría preferido hacer cualquier otra cosa en este mundo, ya hubiese sido acostarme con una mujer en plena menstruación, o beber de una copa de oro, o comer el excremento de un cerdo, o arrancarme los ojos, aun morir… cualquiera de estas cosas habría preferido a bajar por aquel maldito acantilado. Aparte de ello estaba de pésimo humor. Me encaré, pues, con Herger y le dije:
—Tú y Buliwyf y todo el resto podéis ser héroes, si os viene bien, pero yo no quiero tener nada que ver con esta empresa. No me contéis entre vosotros.
Herger rió al oír esto y llamando a Buliwyf le habló con rapidez. Buliwyf le respondió, hablando por encima del hombro. Entonces Herger me dijo:
—Buliwyf dice que harás lo que hagamos nosotros.
Me sentí, en verdad, desesperado y objeté:
—No puedo hacer esto. Si me obligáis a ello, estoy seguro de que moriré.
—¿Cómo morirás? —preguntó Herger.
—Soltaré las manos de las cuerdas —repuse.
Esta respuesta provocó una nueva carcajada de Herger, quien repitió mis palabras a todos y todos rieron de lo que yo había dicho. Le tocó entonces hablar a Buliwyf con palabras que Herger me tradujo.
—Dice Buliwyf que perderás pie sólo si sueltas las cuerdas y para hacer esto habría que ser un tonto. Según Buliwyf, eres árabe, pero no tonto.
Quiero señalar aquí un aspecto real de la naturaleza humana, que en aquellos términos Buliwyf dijo que era capaz de bajar con ayuda de las cuerdas y que como consecuencia de lo que dijo, lo creí tanto como él y me sentí algo más animado en el fondo de mi corazón. Herger advirtió esto y habló así:
—Todo hombre abriga algún temor que le es peculiar. Un hombre teme los espacios cerrados y otro teme ahogarse. Cada uno de los dos se burla del otro y lo llama tonto. Ello quiere decir que el temor no es más que una preferencia que cabe considerar igual a la preferencia por una determinada mujer u otra, por la carne de carnero o de cerdo, por el repollo o las cebollas. Nosotros decimos que el temor es el temor.
No estaba en estado de ánimo de escuchar sus disquisiciones filosóficas y así se lo dije, aunque en verdad me sentía más próximo al enfado que al temor. Esta vez Herger se echó a reír en mis barbas y dijo estas palabras:
—Loado sea Alá, quien puso la muerte al final de la vida y no al principio.
Le señalé en términos lacónicos que no veía ninguna ventaja en apresurar este final.
—La verdad es que ningún hombre la ve —repuso Herger, añadiendo—: Mira a Buliwyf. Mira qué erguido cabalga. Mira cómo marcha hacia adelante, porque sabe que pronto habrá de morir.
—Yo no sé si va a morir —observé.
—Tienes razón, pero Buliwyf lo sabe —Herger no volvió a hablarme y todos seguimos cabalgando durante un período bastante largo hasta que el sol se levantó bien alto y radiante sobre nuestras cabezas. Por fin Buliwyf dio la señal de alto y todos los jinetes desmontaron y se prepararon para buscar las cuevas del trueno.
Bien sabía yo, diré aquí, que los nórdicos son valientes en extremo, pero cuando contemplé aquel abismo debajo del acantilado, se me retorció el corazón dentro del pecho y temí que al instante me purgaría vomitando. La pared del acantilado era absolutamente vertical y carecía del menor saliente al cual aferrarse con pies o manos, cayendo a plomo a través de una distancia de unos cuatrocientos pasos. Es verdad que las violentas olas estaban tan debajo de nosotros que parecían olas en miniatura, diminutas como las que dibuja el más delicado de los artistas. Sabía yo, no obstante, que eran tan altas como cualquiera otra en el mundo cuando se descendía al nivel del mar.
Para mí el descenso por la pared del acantilado era una locura peor que la locura de un perro rabioso. Los nórdicos, en cambio, actuaban con la mayor serenidad. Buliwyf dirigió la tarea de clavar estacas de madera dura en la tierra, a las cuales ató las cuerdas de piel de foca, dejando colgar sueltos los extremos hacia abajo.
Las cuerdas no eran en realidad suficientemente largas y fue necesario volver a recogerlas y añadirlas hasta tener una sola cuerda de largo suficiente para llegar hasta las olas en el fondo.
A poco tuvimos dos cuerdas del largo necesario colgando paralelas a la pared del acantilado. Entonces Buliwyf se dirigió a los hombres:
—Primero bajaré yo, de modo que cuando llegue al fondo todos vosotros sabréis que las cuerdas son resistentes y que es posible hacer el descenso. Os esperaré abajo, en aquel saliente que veis.
Miré este estrecho saliente. Llamarlo estrecho es como decir que un camello es bondadoso. Era, a decir verdad, un estrechísimo trozo de roca aplanada que las olas barrían y golpeaban sin cesar.