Devoradores de cadáveres (13 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

BOOK: Devoradores de cadáveres
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De manera parecida Herger estaba controlando y probando su arco y su flecha, como también lo hacía Skeld, ya que estos dos eran los más diestros arqueros entre los soldados nórdicos. Sus flechas tienen puntas de hierro y son de excelente construcción, con palos muy rectos. En cada aldea cuentan con un hombre que a menudo está lisiado o cojo y que es conocido como el almsmann. Este hombre está encargado de hacer las flechas y también los arcos para los guerreros de la región y por estas armas se le paga con oro, caracoles, o bien, como yo mismo lo he visto, con carne y alimentos.
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Los arcos de los nórdicos se aproximan en longitud a la de sus propios cuerpos y están hechos de abedul. Los utilizan del siguiente modo: se tira hacia atrás la vara de la flecha hasta que el extremo les toca una oreja, en lugar de un ojo, y desde allí la disparan. El impulso es tal que la flecha puede atravesar el cuerpo de un hombre sin quedarse hundida en él. Del mismo modo puede atravesar una lámina de madera del grosor de un puño de hombre. En verdad vi con mis propios ojos el poder de estas flechas, y yo mismo intenté utilizar uno de sus arcos, pero descubrí que era difícil hacerlo, ya que era demasiado grande y duro para mí.

Estos nórdicos son expertos en todas las formas de la guerra y de la matanza mediante el uso de las diversas armas que aprecian. Hablan de las líneas de batalla, que no tienen referencia alguna a la disposición de los soldados en el campo de lucha. Para ellos todo reside en el combate cuerpo a cuerpo con el hombre que es su enemigo. Las dos líneas de batalla se diferencian en cuanto a las armas utilizadas. La espada de hoja ancha, esgrimida siempre describiendo un amplio arco y nunca para hundirla, es descrita en la siguiente expresión: «La espada busca la línea del ancho», lo cual significa para ellos el cuello, y por tanto la decapitación. Para la lanza, la flecha, el hacha de mano, la daga y otras armas usadas para hundir en el cuerpo, se expresan así: «Estas armas buscan la línea gorda».
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Con estas palabras aluden a la parte central del cuerpo, entre la cabeza y la ingle. Cualquier herida en esta parte central significa para ellos la muerte segura de su contrincante. Creen asimismo que es más eficaz atacar el abdomen, por ser blando, que el pecho o la cabeza.

En verdad Buliwyf y sus hombres habían mantenido una estrecha vigilancia aquella noche, encontrándome yo entre esta guardia. Me provocó una gran fatiga y muy pronto me sentí tan agotado como si hubiese librado una batalla, a pesar de no haberse registrado ninguna. Los nórdicos no estaban fatigados, sino, por el contrario, sumamente alertas. Es verdad que son los seres más vigilantes del mundo y que siempre están preparados para afrontar cualquier batalla o peligro. No hallan nada fatigoso en esta actitud de alerta, que para ellos resulta natural desde que nacen. En todo momento se muestran prudentes y vigilantes.

Al cabo de un rato dormí y Herger me despertó con brusquedad y de la siguiente manera: sentí un golpe seco y el silbido del aire encima de mi cabeza y al abrir los ojos vi una flecha que se estremecía hundida a medias en la madera y a la distancia de un pelo de mi propia nariz. La había disparado Herger, y al ver mi sobresalto, él y el resto estallaron en grandes risotadas. A mí me dijo:

—Si duermes, perderás la batalla.

Le di como respuesta que ello no me resultaría muy duro, según lo que yo pensaba al respecto.

Herger retiró su flecha y al ver que yo estaba ofendido por su broma, se sentó a mi lado y me habló en términos muy amistosos. Aquella noche Herger estaba muy inclinado a hacer chistes y reír. Compartió conmigo una copa de hidromiel y a continuación dijo:

—Skeld está hechizado —y echó a reír.

Skeld no estaba lejos y Herger habló en voz alta, lo cual me hizo comprender que la intención era que Skeld nos oyese. Con todo, Herger estaba hablando en latín, idioma incomprensible para Skeld. Había, pues, en todo ello alguna otra razón que yo no conocía. Entre tanto, Skeld afilaba las puntas de sus flechas y aguardaba la batalla. Dije entonces a Herger:

—¿En qué sentido está hechizado?

—Si no está hechizado —repuso Herger—; puede que esté volviéndose árabe, porque se lava la ropa interior y también el cuerpo todos los días. ¿No has observado tú mismo esto?

Volví a responder que no lo había observado, a lo cual Herger replicó:

—¿Qué ves, entonces?

Rióse mucho por su propio ingenio, el cual yo no compartía ni aun fingía que compartía, ya que no sentía ganas de reír. Herger dijo entonces:

—Ustedes los árabes son demasiado melancólicos. Todo el tiempo se quejan. Nada es digno de risa para ustedes.

Debí decirle que estaba equivocado. Herger me desafió entonces a que le refiriera una historia humorística y yo le conté la del sermón de un predicador famoso. Creo que es bien conocida. Un famoso predicador está en el púlpito de su mezquita y todos a su alrededor, hombres y mujeres, se han congregado para escuchar sus nobles palabras. Un hombre, Hamid, se pone una túnica y un velo y se coloca entre las mujeres. El famoso predicador dice:

—Según la costumbre del Islam, conviene que nadie se deje crecer demasiado largo el pelo pubiano, se trate de hombres o de mujeres.

Alguien pregunta:

—¿Qué se considera largo, noble predicador?

Todos conocen la historia. Es muy grosera. El predicador responde:

—No debe crecer más alto que la cebada.

La mujer palpa debajo de las ropas de Hamid para tocar su bello pubiano y al hacerlo toca el órgano. Sorprendida, deja escapar un grito. Al oírla, el predicador se siente muy complacido y dice al auditorio:

—Todos ustedes deberían aprender a escuchar un sermón como lo ha hecho esta mujer, pues pueden ver cómo le tocó el corazón.

Y la mujer, sorprendida aún, responde así:

—No me tocó el corazón, noble predicador. Me tocó la mano.

Herger escuchó todas mis palabras con el rostro impasible. No rió ni sonrió en ningún momento. Cuando terminé de hablar, me preguntó:

—¿Qué es un predicador?

Al oír esto le dije que era un nórdico estúpido que no conocía nada de la gran amplitud del mundo. Al oír esto, en cambio, rió, aun cuando no había reído al oír mi anécdota.

En aquel momento Skeld lanzó un grito y todos los guerreros de Buliwyf, conmigo entre ellos, nos volvimos para mirar hacia las colinas, detrás del manto de niebla. He aquí lo que vi: Muy alto en el aire brillaba un punto de luz intensa, como una estrella reluciente a gran distancia. Todos los guerreros lo vieron y se oyeron murmullos y exclamaciones entre ellos.

Pronto apareció otro punto de luz, y luego otro, y otro. Conté una docena de ellos antes de dejar de contar. Estos puntos de fuego intenso aparecían en una línea que se ondulaba como una serpiente o, en verdad, como el cuerpo ondulante de un dragón.

—Prepárate —me dijo Herger, añadiendo el dicho común entre los nórdicos—: Suerte en la batalla.

Repetí el mismo voto para él antes que se alejara.

Los puntos relucientes estaban todavía distantes, pero se aproximaban. Oí entonces un ruido que tomé por el de truenos. Era un rumor profundo y lejano que se intensificaba en la atmósfera brumosa, como ocurre siempre cuando hay niebla. Es la pura verdad, en efecto, que cuando hay niebla el susurro de un hombre puede ser oído a una distancia de cien pasos con tanta claridad como si estuviera susurrando a nuestro oído.

Estaba yo ahora alerta, escuchando. Todos los guerreros de Buliwyf tomaron sus armas y quedaron en la misma actitud, observando y aguardando mientras el dragón luciérnaga de Korgon se aproximaba hacia nosotros con truenos y fuego. Cada punto reluciente se agrandó y adquirió un maligno color rojo que parpadeaba y titilaba. El cuerpo del dragón era largo y brillante, visión de aspecto horroroso, y con todo, yo no sentía miedo, ya que había decidido esta vez que éstos eran jinetes con antorchas, lo cual resultó exacto.

Muy pronto, pues, surgieron entre la niebla los hombres a caballo, sombras negras con antorchas levantadas, cabalgaduras negras que relinchaban y cargaban hasta que se inició la batalla. Inmediatamente el aire de la noche se llenó de gritos y alaridos terribles de dolor, ya que la primera carga había caído en el foso y muchos caballos cayeron y despidieron a sus jinetes, cuyas antorchas se apagaron, chisporroteando en el agua. Otros caballos intentaron salvar el foso, sólo para quedar atravesados en los postes afilados. Una sección del cerco se incendió, los guerreros corrían en todas direcciones.

Vi entonces a uno de los caballeros cabalgar a través del cerco en llamas y por primera vez pude ver con claridad a este
wendol
. Y lo que vi fue lo siguiente: sobre el caballo negro montaba una figura humana vestida de negro, pero su cabeza era la de un oso. Me apresó momentáneamente un miedo terrible y temí que este miedo sólo me provocaría la muerte, ya que nunca había visto una visión tan de pesadilla. No obstante ello, en aquel mismo instante el hacha de mano de Etchgow se enterró profundamente en la espalda del jinete, el cual fue derribado y cayó. La cabeza de oso se separó entonces de su tronco, y vi que debajo había la cabeza de un hombre.

Con la velocidad del rayo, Etchgow saltó sobre el hombre caído y le apuñaló sobre el pecho, y volviendo el cadáver, le retiró el hacha de la espalda y se alejó corriendo a incorporarse a la batalla. También yo me uní a ella, porque el golpe de una lanza me hizo perder el equilibrio. Había ya muchos caballeros dentro del cerco, con sus antorchas ardientes. Algunos tenían cabeza de oso y otros no. Cuando rodearon la fortaleza trataron de incendiar el gran recinto de Hurot. Tanto Buliwyf como sus hombres lucharon con bravura para impedirlo.

Pude incorporarme en el momento en que uno de estos monstruos de la niebla se abalanzaba sobre mí con su cabalgadura. Juro que hice lo siguiente: me planté con firmeza y esgrimí mi lanza y creí que el choque con el animal me destrozaría. Sin embargo, mi lanza atravesó el cuerpo del jinete, quien dio un alarido horrible, aunque no cayó de su caballo, sino que prosiguió su carrera. Por mi parte, caí de bruces, sin aliento, pero no estaba en verdad herido, sino golpeado.

En el curso de esta batalla Herger y Skeld dispararon sus numerosas flechas y el aire silbaba al paso de ellas y lograron muchos impactos. Vi una flecha de Skeld hundirse en el cuello de un jinete y quedar allí. Vi luego cómo Skeld y Herger juntos atravesaron el pecho de otro, y era tal la rapidez con que ambos volvieron a sacar flechas y a tender sus arcos, que este mismo jinete no tardó en tener cuatro flechas hundidas en el pecho. Los gritos que daba mientras seguía cabalgando eran terribles.

Me enteré, sin embargo, de que esta hazaña era considerada como una lucha de muy mala calidad por Herger y Skeld, porque los nórdicos creen que no hay nada sagrado en un animal. Para ello, pues, el uso principal de las flechas es matar a los caballos con el fin de derribar al jinete. Acerca de esto dicen: «Un hombre derribado de su cabalgadura es sólo medio hombre y dos veces más susceptible de ser muerto». Por ello es que actúan sin vacilar.
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Luego vi esto: un jinete llegó al galope dentro de la empalizada, se inclinó muy bajo sobre su cabalgadura y recogió el cuerpo del monstruo muerto por Etchgow y echándolo sobre el cuello del animal se alejó, puesto que, como he señalado ya, estos monstruos de la niebla nunca dejan sus muertos para que los hallen cuando llega el día.

La batalla arreció largo tiempo a la luz del violento incendio que atravesaba la niebla con su resplandor. Vi a Herger empeñado en combate mortal con uno de los demonios. Tomé entonces otra lanza y la clavé muy hondo en la espalda del hombre. Herger, bañado en sangre, levantó un brazo en señal de gratitud y volvió al combate. En aquel instante me sentí muy orgulloso.

Quise después recobrar mi lanza, pero mientras lo hacía, me derribó un jinete al pasar sobre mí y desde aquel momento debo decir que no recuerdo mucho. Vi que estaba ardiendo una de las viviendas de los nobles de Rothgar con llamas que escupían y lamían los muros, pero que el recinto humedecido de Hurot estaba todavía en pie, y me alegré de ello como si yo mismo fuera uno de los nórdicos. Estos fueron los últimos pensamientos que recuerdo.

Amanecía cuando me despertó una especie de baño suave sobre la piel del rostro y me agradó aquella especie de caricia húmeda. No tardé en percibir que era objeto de los cuidados de un perro que me lamía. Me sentí como si hubiese sido un borracho sin sentido, sumamente mortificado, como cabe imaginar.
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Vi en aquel momento que estaba tendido en el foso, en el cual el agua estaba teñida de sangre. Me levanté y recorrí el campamento humeante, frente a toda especie de escenas de muerte y destrucción. Vi que la tierra estaba empapada en sangre, como si hubiera llovido, y con numerosos charcos. Vi los cuerpos de nobles muertos y también de mujeres y niños. Vi después tres o cuatro cuerpos que estaban chamuscados o quemados por el fuego. Todos estos cuerpos estaban diseminados en el suelo y me vi obligado a caminar sin apartar los ojos del suelo para evitar pisar a ninguno, tantos de ellos había.

De las obras de defensa, buena parte del cerco de postes había sido quemado. En otros sectores había caballos atravesados y ya fríos. Aquí y allí se veían antorchas. No vi a ninguno de los guerreros de Buliwyf.

No llegaban tampoco lamentos o quejas del reino de Rothgar, ya que los nórdicos no lloran la muerte. Por el contrario, reinaba un silencio inusitado. Oí cantar a un gallo y ladrar a un perro, pero no oí voz humana alguna en el exterior.

Entré entonces dentro del gran hall de Hurot y encontré allí dos cadáveres colocados sobre juncos con sus cascos sobre el pecho. Uno era el de Skeld, noble de Buliwyf, y el otro el de Helfdane, que había sufrido heridas y ahora estaba frío y pálido. Los dos estaban muertos. Estaba también Rethel, el más joven de los guerreros, sentado muy erguido en un rincón y atendido por unas esclavas. Rethel había sufrido heridas con anterioridad, pero tenía una nueva herida en el estómago que sangraba copiosamente. Sin duda le dolía mucho, aunque él se mostraba alegre y sonreía y cambiaba chanzas con las esclavas además de complacerse en pellizcarles el pecho y las nalgas. Por su parte, las esclavas le reprendían porque las distraía y les impedía vendarle las heridas.

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