Devoradores de cadáveres (14 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

BOOK: Devoradores de cadáveres
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He aquí la manera de tratar las heridas, según sea su tipo. Si un guerrero está herido en una extremidad, sea el brazo o la pierna, se le ata una ligadura y se colocan paños hervidos en agua sobre la herida para cubrirla. Me dijeron asimismo que se suele colocar telaraña o vellones de lana sobre la herida para espesar la sangre e impedir que fluya. Esto no lo vi en ninguna oportunidad.

Si un guerrero es herido en la cabeza o en el cuello, se le baña la herida hasta limpiarla y luego las esclavas la examinan. Si la piel está rota, pero los huesos blancos intactos, dicen de este género de herida: «No tiene importancia». Si, en cambio, los huesos están fracturados o separados de algún otro modo, dicen: «Se le escapa la vida y pronto se le escapará del todo».

Si un guerrero es herido en el pecho, le palpan las manos y los pies, y si los tiene tibios, dicen de tal herida «no tiene importancia». En cambio si este guerrero tose o vomita sangre, dicen: «Habla con sangre», y consideran esto de suma gravedad. Un hombre puede morir de este mal de hablar con sangre, o bien no morir, según sea su destino.

Si un guerrero es herido en el estómago, se le alimenta con una sopa de cebollas y hierbas. Las mujeres le huelen entonces las heridas, y si huelen a cebolla, dicen: «Tiene la enfermedad de la cebolla», y saben que morirá.

Vi con mis propios ojos a las mujeres preparar una sopa de cebollas para Rethel, quien tomó una buena porción. Las mujeres le olieron las heridas y olieron el olor de la cebolla. Al ver esto, Rethel rió a carcajadas y dijo algún chiste espontáneo, pidiendo luego hidromiel, que le sirvieron. No mostraba el menor signo de preocupación.

Buliwyf, el jefe y todos sus guerreros se congregaron en seguida en otro punto del gran hall. Me uní al grupo, pero nadie me saludó; Herger, a quien había salvado la vida, no reparó en mí, ya que los guerreros estaban absortos en una solemne conversación. Había aprendido algo de la lengua nórdica, pero no lo suficiente como para seguir aquellas palabras pronunciadas en voz baja y con rapidez, en vista de lo cual me alejé y bebí un poco de hidromiel mientras tenía conciencia de mis males físicos. A poco se acercó una esclava a lavarme las heridas. Eran un corte en la pantorrilla y otro en el pecho. Por mi parte no había tenido mucha sensación de dolor en estas heridas hasta que la mujer me las lavó.

Los nórdicos bañan las heridas con agua de mar, por creer que esta agua posee mayores propiedades curativas que el agua dulce. Estos lavados con agua salada no son muy agradables para la parte herida. La verdad es que gemí, y al oírme, Rethel echó a reír y dijo a una de las esclavas:

—Sigue siendo un árabe.

Al oír esto, diré que me sentí avergonzado.

También acostumbran los nórdicos bañar las heridas con orina de vaca caliente. Me negué a que lo hicieran cuando me ofrecieron este tratamiento.

Consideran la orina de vaca una sustancia excelente y la guardan en recipientes de madera. Por lo general, la hierven hasta que se concentra y su olor hace arder las fosas nasales. A continuación emplean este líquido vil para el lavado, especialmente de las prendas ásperas de color blanco.
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Me contaron asimismo que en una u otra época los nórdicos pueden emprender largos viajes por mar y no contar con reservas de agua dulce, en cuyo caso cada hombre bebe su propia orina y puede sobrevivir de esta manera hasta llegar a tierra firme. Me contaron esto, pero nunca lo vi, gracias a Alá.

Se me acercó en aquel momento Herger, por haber terminado la conferencia entre los guerreros. La esclava que me atendía me había hecho arder las heridas en forma atroz. A pesar de ello estaba yo decidido a observar la actitud alegre de cualquier nórdico. Dije, pues, a Herger:

—¿Qué tontería debemos hacer próximamente?

Herger observó mis heridas y me dijo:

—Puedes cabalgar sin dificultad.

Pregunté entonces a dónde iríamos, y la verdad es que inmediatamente perdí toda mi alegría, ya que me sentía muy fatigado y sin fuerzas para nada, salvo descansar. Herger repuso:

—Esta noche el dragón luciérnaga volverá a atacarnos. Desgraciadamente, estamos ahora muy débiles y nuestro número ha sido diezmado. Nuestras defensas están quemadas o destruidas. El dragón luciérnaga nos matará a todos.

Dijo estas palabras con calma. Lo advertí y le dije:

—¿A dónde iremos a caballo entonces? —se me ocurría que a causa de sus fuertes bajas, Buliwyf y sus hombres contemplaban la posibilidad de abandonar el reino de los Rothgar. No me oponía a este proyecto.

—El lobo que permanece en su guarida —dijo Herger— nunca consigue alimento, como tampoco obtiene la victoria el hombre que duerme.

Es éste un proverbio nórdico y por él inferí que el plan era otro. Saldríamos a atacar a los monstruos de la niebla, usando nuestros caballos, en sus propias guaridas en las montañas o en las colinas. De bastante mala gana pregunté a Herger cuándo tendría lugar esto, y él me dijo que hacia mediodía.

En aquel momento vi entrar en el hall a un niño que llevaba en las manos un objeto de piedra que fue examinado por Herger. Era una de esas tallas decapitadas de una mujer encinta, hinchada y fea. Herger lanzó una imprecación y dejó caer la talla de sus manos temblorosas. Llamó entonces a la esclava, quien tomó la talla y la arrojó al fuego, donde el calor de las llamas hizo que se rajara y rompiera en pedazos. En seguida se arrojaron estos fragmentos al mar, o por lo menos así me lo dijo Herger.

Pregunté qué significaba la talla y Herger me dijo:

—Es la imagen de los que se comen a los muertos, de la que preside sus festines y dirige sus comilonas.

Vi entonces que Buliwyf, que estaba en pie en el centro del gran hall, estaba contemplando el brazo de uno de los demonios, colgado aún de las vigas. Miró luego los cuerpos de sus dos camaradas muertos y luego a Rethel, ya moribundo, y al hacerlo se encorvó y hundió el mentón en el pecho. Por fin pasó junto a ellos y salió por la puerta, y vi que se colocaba la armadura, tomaba su espada y se preparaba una vez más para la batalla.

El páramo del terror

Buliwyf pidió siete caballos robustos, y en las primeras horas del día salimos cabalgando del gran hall de Rothgar en dirección a la llanura y a las colinas detrás de ella. Nos acompañaban cuatro galgos de color blanco puro, grandes animales que yo juzgaría se encuentran más cerca de los lobos que de los perros, por ser tanta su fiereza. Era ésta toda nuestra fuerza de ataque, hecho que me llevó a considerar la empresa como un débil gesto contra tan importante enemigo, a pesar de que los nórdicos tienen mucha fe en el elemento sorpresa y en el ataque astuto. Además, según sus propios cálculos, cada uno de ellos equivalía en valor a tres o cuatro de sus contrincantes.

No estaba yo dispuesto a embarcarme en una nueva aventura bélica y me sorprendió sobremanera que los nórdicos no se hicieran eco de tal punto de vista, que surgía, sin duda, de la fatiga que me invadía. Respecto de ello, Herger manifestó:

—Siempre es así, ahora y en Valhalla —su idea del cielo.

En este cielo que ellos imaginan como un gran hall, los guerreros libran combate de la mañana hasta el atardecer. Entonces los muertos resucitan, todos comparten un festín durante la noche con infinita cantidad de comida y de bebida y al día siguiente vuelven a batirse. Y aquellos que mueren resucitan y hay otro festín. Tal es la naturaleza de su cielo por toda la eternidad.
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Determinó la dirección de nuestra marcha el reguero de sangre dejado durante la noche por los jinetes en retirada. Abrían la marcha los galgos, que corrían siguiendo este rastro de sangre. En una ocasión nos detuvimos en la llanura para recoger un arma dejada por los demonios durante su trayecto. He aquí la naturaleza del arma: era un hacha de mano con un mango de madera y una hoja de piedra afilada y fijada al mango por medio de lazos de cuero. Los bordes eran sumamente afilados y la hoja había sido hecha con destreza, como si esta piedra fuera una joya femenina destinada a satisfacer la vanidad de una dama noble. Hasta este punto llegaba la calidad de la artesanía y era un arma formidable por el filo de su borde. Nunca he visto un objeto semejante en ninguna otra parte del mundo. Me dijo Herger que los
wendol
hacían sus armas y utensilios de esta piedra, o por lo menos así lo creían los nórdicos.

Seguimos avanzando a buen paso, precedidos siempre por los ruidosos galgos, cuyos ladridos animaban algo. Por fin llegamos a las colinas. Nos internamos en ellas sin vacilar o titubear, cada uno de los guerreros de Buliwyf empeñado en su propósito, todos nosotros un grupo de nombres silenciosos y con el rostro lleno de determinación. También reflejaban algo de temor, pero a pesar de ello ninguno de los hombres se detuvo ni vaciló, sino que prosiguió la marcha a caballo.

Hacía ya mucho frío en las colinas, en los bosques de árboles de color verde oscuro, y el viento helado soplaba entre nuestras ropas. Veíamos además el hálito de la respiración de nuestras cabalgaduras y de nuestros perros, semejantes a penachos blancos. A pesar de todo, seguíamos avanzando. Después de un trayecto que se prolongó hasta mediodía, nos encontramos frente a un paisaje distinto. Había allí una meseta o páramo con maleza áspera, una región desolada, que se parecía más que nada a un desierto, aunque no era arenoso o seco, sino húmedo y anegado, y sobre esta tierra se extendía una ligerísima niebla. Los nórdicos llaman a esta región el páramo del terror.
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Vi entonces con mis propios ojos que esta niebla estaba esparcida sobre la tierra en pequeños bolsillos o manchas, como nubes diminutas sentadas sobre la superficie. En un sector el aire está despejado. En otro, en cambio, se veían manchas de niebla junto a la tierra, que llegaban hasta las rodillas de los caballos, y en lugares como éstos perdíamos de vista a los perros, que quedaban envueltos en la niebla. Momentos más tarde ésta se disipaba y nos encontrábamos otra vez en un espacio abierto. Tal es el paisaje en el páramo.

Hallé este espectáculo notable, aunque los nórdicos no veían en él nada especial. Comentaron que la región tiene muchos lagos de agua amarga y también aguas surgentes a alta temperatura, que proviene de grietas en la tierra. En estos puntos se concentran nieblas aisladas que permanecen allí día y noche. Llaman a esto la región de los lagos hirvientes.

El terreno resulta difícil para las cabalgaduras y debimos avanzar con mayor lentitud. Los perros corrían a su vez más despacio y observé que ladraban con menos energía. Muy pronto el aspecto del grupo había cambiado, y de un galope con perros bulliciosos al frente, pasamos a una marcha lenta, precedida por perros silenciosos que nos conducían de mala gana y aun retrocedían y llegaban a meterse entre las patas de los caballos, lo cual creaba dificultades de cuando en cuando. Hacía aún mucho frío, mucho más, diré, que aquí y allí vi alguna mancha pequeña de nieve en el suelo, si bien estábamos, según mis cálculos, en el período del verano.

Avanzamos una buena distancia a este paso lento y me pregunté si acaso no perderíamos el camino, sin volver a hallar nunca más el de regreso a través de este páramo. Sin embargo, en un lugar determinado los perros se detuvieron. No había diferencias en el terreno, ni tampoco rastros de objetos en el suelo. A pesar de ello los perros se detuvieron como si hubiesen llegado a una valla u obstáculo palpable. El grupo se detuvo allí, y todos miramos en una y otra dirección. No había viento ni se oía ningún ruido, ni aun el de aves o animales vivos, sólo silencio.

—Estamos en la tierra de los
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—dijo Buliwyf, y los guerreros dieron unas palmadas a sus cabalgaduras en el cuello para animarlas, ya que los animales se mostraban aprensivos y nerviosos en esta región. También estaban nerviosos sus jinetes. Buliwyf tenía los labios apretados. Las manos de Etchgow temblaban al aferrar las riendas. Herger estaba sumamente pálido y miraba con ojos inquietos en una y otra dirección. También miraban inquietos los demás.

Los nórdicos suelen decir: «El miedo tiene la boca blanca», y pude comprobar en aquel momento que era verdad, pues todos estaban pálidos alrededor de los labios y la boca. Nadie habló, no obstante, de su temor.

Dejamos atrás a los perros y seguimos cabalgando sobre un terreno más nevado, en el que la nieve era ligera y crujiente a nuestro paso, hasta que nos internamos en una niebla más espesa. Nadie hablaba, salvo para dirigirse a los caballos. Con cada paso que dábamos resultaba más difícil hacer moverse a los animales. Los guerreros optaron entonces por instarlos a seguir mediante susurros o bien hundiéndoles los talones en los lomos. Pronto vimos siluetas borrosas en medio de la niebla frente a nosotros y nos aproximamos con cautela. Vi entonces con mis propios ojos lo siguiente: Sobre ambos lados del sendero y montados muy alto sobre gruesos postes estaban los cráneos de animales enormes con las fauces abiertas como para atacar. Proseguimos y vi que eran los cráneos de osos gigantescos, venerados por los
wendol
. Herger me dijo que los cráneos de oso protegen las fronteras de la tierra de los
wendol
.

Seguidamente avistamos otro obstáculo, gris, lejano y grande. Se trataba de una roca gigantesca también, que llegaba a la altura de nuestras monturas y estaba tallada en forma de una mujer encinta, con abdomen y pechos hinchados, pero sin cabeza, ni brazos, ni piernas. Esta roca estaba salpicada por la sangre de algún sacrificio reciente. En verdad estaba cubierta de regueros de sangre y era muy desagradable mirarla.

Nadie del grupo hizo comentario alguno sobre lo visto. Avanzamos al mismo paso. Los guerreros sacaron sus espadas y las esgrimieron, listas para defenderse. Mencionaré en este punto una cualidad de los nórdicos, la de que previamente mostraron temor, pero una vez llegados a la tierra de los
wendol
, próximos a la fuente de sus temores, su propia aprensión se disipó. Así es como parecen hacerlo todo al revés y de un modo desconcertante, ya que en verdad en aquel momento parecían estar del todo serenos. Sólo los caballos resultaban cada vez más difíciles de manejar.

Olí entonces el olor a carroña percibido con anterioridad en el gran hall de Rothgar. Al volver a sentirlo, me invadió una ola de miedo. Herger se me aproximó con su cabalgadura y me preguntó:

—¿Cómo te sientes?

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