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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Devorador de almas (25 page)

BOOK: Devorador de almas
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Malus apenas tuvo tiempo de considerar las implicaciones de ese movimiento mientras cabalgaba hacia una verja de hierro alta, imponente, que se alzaba al pie de la ciudadela de Calamidad. Una falange de lanceros con armadura montaba guardia ante la puerta y sus lanzas apuntaron al noble, que se aproximaba. A cada lado de la falange de arqueros, media docena de ballesteros también apuntó cuidadosamente a Malus, lo que le hizo pensar en sus heridas.

El capitán de la compañía de la guardia dio un paso adelante con su espada apuntando al suelo, por el momento.

—¡Alto! —ordenó—. Qué asunto os trae.

—Sirvo a lord Tennucyr —respondió Malus, deteniendo a
Rencor
a unos diez metros del capitán—. Traigo un mensaje urgente para el Señor Brujo.

El noble reprimió el impulso de ordenar al hombre que se apartara. Éste no era un cobrador de peaje temeroso de provocar la ira de un noble. Amenazar al capitán no haría más que atraer sobre él una atención que no deseaba.

A pesar del tono formal del noble, el capitán frunció el entrecejo.

—¿Tennucyr, decís?

Malus hizo una pausa al percibir la sospecha en la voz del capitán. Sopesó muy bien su respuesta.

—Fui enviado al barrio de los Esclavistas por mi señor para evaluar allí la situación y ahora debo presentar mi informe al Señor Brujo. —Impulsivamente, añadió—: Varios recintos están ardiendo, capitán. El tiempo es de vital importancia.

Ante eso, el capitán asintió.

—Muy bien —dijo, y dio orden a sus lanceros de que abrieran paso. A continuación se volvió hacia las almenas que dominaban la verja—. ¡Un mensajero para el Señor Brujo! —declaró con voz potente—. ¡Abrid la verja!

Hubo un par de golpes sordos cuando se quitaron los pernos, y la verja de casi cinco metros de altura se abrió sin apenas hacer ruido. Malus hizo una breve reverencia al capitán y mantuvo una expresión cuidadosamente neutra mientras espoleaba a su montura y entraba en la ciudadela de Balneth Calamidad. Al entrar en un corto túnel que atravesaba la gruesa muralla de la ciudadela, el demonio susurró:

—Te lo advertí, Darkblade. No lo olvides cuando la trampa se cierre sobre ti.

—Di las cosas claras o cállate, demonio —dijo Malus con desdén—. Hasta ahora no me has dicho nada que yo no supiera.

El túnel daba a un pequeño patio rodeado de establos, un corral para nauglirs y un herradero. En el centro del espacio abierto se alzaba una imponente estatua de un druchii lujosamente ataviado, que portaba un bastón con runas grabadas. Un palafrenero esperó a que Malus se detuviera y desmontara, y el noble le entregó las riendas.

—Mantenlo ensillado a menos que se te indique lo contrario —le dijo antes de dirigirse con paso ágil a la entrada de la ciudadela.

Malus reprimió el impulso de sujetarse y acomodarse la incómoda armadura al acercarse a la puerta de madera rematada en arco de la ciudadela. La puerta se abrió silenciosamente cuando se aproximó, y un sirviente de librea salió a su encuentro en el umbral.

—¿Dónde está el Señor Brujo? —le preguntó al sirviente con tono imperativo.

El hombre hizo una reverencia y se apartó para darle entrada al vestíbulo de la ciudadela.

—Mi señor celebra consejo en sus habitaciones privadas —dijo con la mirada baja—. No debe ser interrumpido, temido señor.

—Eso seré yo quien lo juzgue —le espetó el noble—. Traigo un mensaje urgente para él de los hombres que combaten en el barrio de los Esclavistas. Llévame a su presencia.

El sirviente no lo dudó.

—En seguida, temido señor —dijo el hombre en voz baja antes de volverse y conducir a Malus por el pequeño vestíbulo hacia la gran cámara que había al otro lado.

La sala principal de la ciudadela era un espacio amplio, circular, hecho de una sola pieza de piedra gris y adornada con tapices arcaicos en los que se representaban las hazañas de brujos muertos hacía ya mucho tiempo. El techo abovedado se alzaba a casi diez metros por encima de la cabeza de Malus, y cuando miró hacia arriba quedó boquiabierto al ver una luna brillante y numerosas estrellas destacadas sobre un cielo de terciopelo negro. La luz de la falsa luna era la única iluminación de la sala, y envolvía el estrado y el trono de hierro que se alzaban en el centro de la sala con una pátina de bruñido peltre. En hornacinas que rodeaban toda la sala había estatuas de brujos y brujas, cuyas caras de mármol se veían sorprendentemente vibrantes bajo aquella luz irreal. Al otro lado del estrado, la estatua de un dragón sin alas formaba una columna en espiral que se alzaba hacia la oscuridad. La falsa luna arrancaba un brillo iridiscente a las escamas del dragón, hechas de madreperla machacada.

La grandiosidad de la estancia hizo que Malus se detuviera. El aire estaba cargado de antigüedad y solemnidad y, por primera vez, el noble tomó conciencia de que estaba en el interior de una torre que se había alzado en Nagarythe hacía miles de años. Era una pervivencia de glorias pasadas, y Malus se sorprendió ante la repentina sensación de pérdida que lo asaltó a la luz imperturbable de estrellas olvidadas.

«No perdonaré ni olvidaré —juró para su adentros—. Muerte y ruina a los hijos de Aenarion por todo aquello de lo que nos han despojado.»

El sirviente marchaba con rapidez por el reluciente suelo de mármol, ajeno a las maravillas que lo rodeaban. Malus se sacudió la ensoñación y se dio prisa para no perder a la figura que se alejaba. Al acercarse al imponente dragón de piedra, vio que la estatua era, en realidad, una escalera hábilmente consfruida que llevaba hacia las plantas superiores de la torre. Los escalones eran altos y estrechos, y no había nada en qué apoyarse al subir; pero el sirviente subía con paso rápido y ágil. El noble lo siguió con decisión, centrando su atención en los pies del sirviente apenas unos escalones por encima del nivel de sus ojos.

Se internaron en un fantasmal cielo nocturno. Malus se dio cuenta de que la luz de las supuestas estrellas no producía calor, pero el aire estaba cargado de olor a hechicería. Cuando extendió la mano para tocar la brillante luna, sus dedos la atravesaron sin dificultad y sintió en la piel el cosquilleo de la energía mágica.

Se fueron introduciendo en el falso crepúsculo, hasta que sus pasos se perdieron totalmente en las sombras. Dejaron atrás la sala principal y, después de un rato, Malus pudo entrever apenas el contorno de otras plantas de la torre mientras pasaban a oscuras. Volvió a sentir la magia en la piel y sospechó que algún conjuro de protección lo mantenía aislado de las zonas de la torre que Calamidad no quería que vieran los extraños.

Por fin, el sirviente detuvo su ágil ascenso y, dando un paso hacia un lado, abandonó la escalera. Malus lo siguió rápidamente, temiendo en el fondo que si no seguía el paso de su guía, jamás podría librarse de las garras del dragón. Apartarse de la escalera fue como salir de la noche a un falso amanecer. Malus pasó de estar escrutando una penumbra crepuscular a encontrarse en una habitación iluminada con un débil resplandor que parecía el del sol naciente. La cámara era más pequeña, pero no menos espléndida que la sala principal. Había antiguos tapices colgados a intervalos regulares a lo largo de la pared circular, alternando con estatuas de criaturas arcanas como hidras, basiliscos y grifones. La iluminación era tenue y sombría, y el aire estaba perfumado con el aroma leve del incienso. Al otro lado de la cámara había una arcada con puertas de roble negro y herrajes de hierro bruñido. En las bandas de hierro decorativas de la superficie de la puerta estaban representados un par de dragones enzarzados en una pelea en pleno vuelo por encima de una cordillera de empinadas montañas.

El sirviente se dirigió sin el menor ruido hacia la puerta y, por todo lo que lo rodeaba, Malus dedujo que habían llegado a las habitaciones privadas de Calamidad. El noble respiró hondo y adoptó un aire de compostura, acomodándose con impaciencia el hadrilkar, que no se adaptaba a su cuello. Arrojaría a un lado el maldito artilugio en cuanto fuera introducido a la presencia del Señor Brujo. Ya había sido bastante mortificante llevar el dichoso collar de servicio de camino a la torre, y no estaba dispuesto a llevarlo en presencia de otro noble.

Malus estaba pensado en cómo iba a plantear su oferta al Señor Brujo cuando el sirviente apoyó una mano en la puerta con herrajes de hierro y se hizo a un lado de forma respetuosa. La puerta se abrió lenta y silenciosamente en el preciso momento en que un noble con armadura avanzaba con pasos pesados desde el otro lado, flanqueado por su guardia personal.

Lord Tennucyr se detuvo justo a tiempo para no chocar con la puerta que se abría y miró con expresión hosca al hombre que esperaba al otro lado. Frunció el entrecejo con extrañeza al reconocer el collar que llevaba Malus al cuello y, a continuación, abrió mucho los ojos al darse cuenta de quién era el que lo lucía.

—¡Tú! —gritó Tennucyr—. Pero ¿cómo?

Malus disimuló su sorpresa con una sonrisa displicente.

—Me temo que es una historia muy larga. Digamos que tengo un talento especial para armar jaleo, y dejémoslo ahí.

El lord naggorita empalideció de rabia. Desenvainó su espada y apuntó con ella a la garganta de Malus.

—¡Asesino! —gritó—. ¡Matadlo!

Los hombres de Tennucyr se deslizaron rápidos como anguilas al lado de su señor, esgrimiendo sus relucientes aceros. Malus alzó la mano en gesto de protesta.

—¡Señor mío, estáis cometiendo un error! —dijo rápidamente, pero ya los dos guardias estaban sobre él con sus espadas dispuestas a asaltarlo como víboras.

Malus retrocedió ante el avance de los dos hombres y buscó a tientas su propia arma. Los dos hombres avanzaron a uno y otro lado del noble, aprovechando su ventaja y tratando de alcanzarlo en los codos y las rodillas. Las junturas de las placas de la armadura eran los puntos más débiles y los hombres estaban muy versados en el arte de derribar a caballeros vestidos con ella. Una espada cogió de refilón la articulación del codo derecho de Malus ladeando la pieza mal ajustada y trabando momentáneamente la juntura. El segundo guardia asestó el golpe hacia abajo y dio en la articulación de la rodilla izquierda, lo que hizo saltar los remaches y abrió la protección metálica. Malus sintió un estallido de dolor en su maltrecha rodilla y apenas tuvo tiempo de bajar la espada para bloquear una fiera cuchillada dirigida a su garganta por el hombre de la derecha.

El noble reprimió un juramento de rabia. Lo que menos necesitaba en ese momento era una pelea. Si Balneth Calamidad estaba en la cámara contigua, en segundos podía intervenir su guardia personal dando por tierra con cualquier posibilidad de exponer su caso ante el Señor Brujo. La desesperación lo llevó a invocar entre dientes a Tz'arkan.

—Demonio...

—No pidas más, necio —le soltó Tz'arkan—. Te he dado todo lo que tenía intención de darte. Lo que suceda ahora será por tu cuenta y riesgo.

Malus rugió de rabia y se abalanzó contra los dos guardias para lanzarles furiosos mandobles a la cara y recuperar en parte la iniciativa. Los guerreros perdieron el equilibrio por un momento y luego empezaron a trazar un círculo en torno a Malus desde lados opuestos. El noble reprimió el impulso de girar junto con ellos. Si se movía para no perderlos de vista, le daría la espalda a Tennucyr, que estaba apartado, espada en mano, esperando la oportunidad para atacar.

Malus sentía un dolor insoportable en el hombro, la pierna y el brazo, y le ardían los miembros al acercarse al límite de sus escasas fuerzas. Tenía que hacer algo, o todo estaba perdido.

Malus miró fijamente a Tennucyr en el preciso momento en que los dos guardias se lanzaban sobre él por ambos lados. El señor naggorita esbozó una sonrisa inclemente, y llevado por un impulso, Malus le lanzó su espada a la cara y cargó contra él.

La sonrisa de Tennucyr desapareció al ver la espada de Malus que daba vueltas en el aire delante de su cara, pero el aristócrata era hábil y rápido, y agachándose puso su propia arma en el camino de la otra para desviarla. Sin embargo, antes de que consiguiera recuperarse, Malus chocó con él y le hizo perder pie. Los dos nobles cayeron al suelo y se deslizaron por el enlosado pulido atravesando la puerta.

La habitación del otro lado estaba tenuemente iluminada y olía a humo de especias. A través de los remolinos de humo se veía el resplandor rojizo de los braseros encendidos que hacía resaltar los pesados tapices colgados de un techo invisible. Los tapices estaban dispuestos de una manera arcaica, que subdividía la cámara en espacios más reducidos, ocultando las actividades de sirvientes y guardias que atendían a los nobles reunidos en el centro de la cámara.

Malus abarcó todo eso con la mirada mientras apretaba con la mano la muñeca con la que Tennucyr sostenía la espada y hacía caer el arma al suelo. Su otra mano se cerró sobre la garganta del lord naggorita. Tennucyr abrió mucho los ojos y, con la mano que le quedaba libre, empezó a manotear tratando de alcanzar a Malus en el brazo y la cabeza. Malus oyó pasos a la carrera a sus espaldas y, sabiéndose casi perdido, alzó la cabeza hacia las figuras reunidas en la cámara central de la estancia.

—¡Balneth Calamidad! —gritó—. ¡Señor Brujo del Arca Negra! Soy pariente tuyo y he venido a ofrecerte algo.

El noble oyó los juramentos de burla de los hombres de Tennucyr, que entraban corriendo en la habitación. Malus tensó el cuerpo, presintiendo que le clavarían una espada en la parte posterior del cuello, pero una de las figuras oscuras que estaban delante de él se irguió levemente y alzó una mano imperativa.

—Ya basta —dijo con voz fría y autoritaria, y Malus oyó que los hombres que tenía a sus espaldas se paraban en seco. A continuación, la mano le hizo señas de que se acercara—. Soltad a mi primo y aproximaros, Malus de Hag Graef —dijo la figura—. Me interesa saber qué es lo que tenéis que ofrecerme.

Malus sintió un gran alivio. Con un esfuerzo, soltó a Tennucyr y se puso de pie a duras penas antes de echar mano del hadrilkar que llevaba al cuello y desprenderlo para arrojarlo al pecho de Tennucyr. Acto seguido, se acercó al Señor Brujo.

La penumbra se abrió como si fuera niebla al aproximarse Malus a los naggoritas allí reunidos. Balneth Calamidad se reclinó en su enorme trono formado de espinoso ébano y con tallas de cacerías de dragones. El Señor Brujo llevaba una armadura de hermosa factura recubierta de oro y plata, y el pelo negro le caía, suelto, sobre los estrechos hombros. Calamidad era un hombre apuesto, con su peculiar mandíbula cuadrada y sus pómulos altos y achatados. A Malus le recordó inmediatamente a su madre, Eldire, hermana de Calamidad y antigua vidente. El nuevo oráculo del Señor Brujo, una mujer de aspecto sorprendentemente juvenil, estaba sentada a su izquierda, un poco más atrás, y sostenía un reluciente orbe verde en sus delgadas manos. Tenía una figura voluptuosa, el pelo blanco y penetrantes ojos negros, y en sus facciones afiladas lucía una expresión de júbilo recóndito al observar a Malus que se acercaba.

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