Devorador de almas (26 page)

Read Devorador de almas Online

Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: Devorador de almas
9.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

El noble se preguntó qué sabría esa maldita bruja.

Otros tres aristócratas formaban una especie de semicírculo delante de Calamidad. Todos ellos estaban reclinados en sus sillones de ébano y miraban a Malus fijamente. También ellos llevaban armadura y estaban sentados en torno a una mesa baja en la que estaba desplegado un pergamino con un mapa del norte de Naggaroth. La parte del mapa que ocupaba el centro de la mesa correspondía al Camino de la Lanza entre el Arca Negra y Hag Graef.

Entonces se dio cuenta Malus contra quiénes iba a marchar el ejército de Calamidad. Sonrió, inclinando la cabeza en respetuoso saludo.

—Ya veo que habéis oído la noticia —dijo.

Calamidad miró a Malus con detenimiento, aunque su expresión no dejaba traslucir nada de lo que pensaba.

—¿Es cierto? —preguntó—. ¿Ha muerto Lurhan?

Malus asintió.

—Tu enemigo más encarnizado ya no existe, temido señor. Lo maté yo mismo. Y ahora vengo a ofreceros una alianza como primo y como enemigo de Hag Graef.

—¿Una alianza? ¿De verdad? —Balneth sonrió, pero la alegría no se extendió a las motas de obsidiana de sus ojos—. ¿Y qué queréis a cambio?

—Sólo lo que es el derecho de cualquier noble: propiedad y posición dentro de tu reino y un lugar en tu ejército. —Malus se volvió hacia Tennucyr, a quien estaba ayudando uno de sus hombres a ponerse de pie—. Podríais darme sus posesiones, por ejemplo.

—¿Mis posesiones? —Tennucyr no podía creer lo que oía—. ¡Soy el primo del Señor Brujo!

—Pero yo soy su sobrino —replicó Malus—, a quien vos capturasteis, torturasteis y tratasteis de vender como un esclavo en la casa de maese Noros. —El noble miró a Calamidad con gesto inquisitivo—. Si no me equivoco, incluso según las leyes del Arca Negra, eso podría considerarse traición. Por eso os podrían desnudar y empalar sobre las murallas del arca, señor mío. A mi entender, sólo desposeeros de vuestras posesiones sería demasiado generoso.

Ahora la sonrisa del Señor Brujo se acentuó.

—Ya empiezo a ver un aire de familia —dijo—. Decidme: ¿hay alguna posesión en especial que os gustaría arrebatarle a mi primo?

Malus frunció el entrecejo. Había estado pensando específicamente en recuperar las reliquias del demonio, pero no tenía intención de revelar su importancia ni a Calamidad ni a ningún otro.

—Yo... no estoy seguro de lo que queréis decir, temido señor.

Calamidad alzó un guantelete e hizo un leve gesto. De inmediato, una guerrera se deslizó silenciosamente desde detrás de una colgadura cercana y se puso de rodillas junto a su señor. Sostenía en las manos una pulida caja de madera, que le entregó a Calamidad para que la inspeccionara. Calamidad alargó la mano y abrió la tapa de la caja con su dedo cubierto de acero. Dentro de la caja, sobre terciopelo rojo, estaban el
Octágono de Praan
, el
Ídolo de Kolkuth
y la
Daga de Torxus
.

—¿Tal vez ahora me entendéis mejor, Malus de Hag Graef?

Tz'arkan se removió, incómodo, en el pecho de Malus, constriñéndole el corazón. El noble procuró mantener un tono reposado.

—No entiendo.

Calamidad se rió: un sonido hueco, sin sentimiento.

—Vuestra llegada no nos ha cogido por sorpresa, Malus. De hecho, había sido anunciada. —El Señor Brujo buscó la mano de la vidente y la sostuvo en la suya mientras una fugaz sonrisa iluminaba las crueles facciones del oráculo.

Malus se dispuso a decir algo, pero le faltaron las palabras. Mentalmente trataba de entender las implicaciones de lo dicho por Calamidad y tuvo la sensación de que la habitación daba vueltas a su alrededor. Calamidad se rió y sus hombres lo acompañaron, mientras que una estridente carcajada extrañamente familiar salía de entre las sombras.

El noble se volvió y se abalanzó hacia la puerta, buscando una espada que ya no poseía. Los hombres de Tennucyr se apresuraron a bloquear la salida, pero entonces Malus oyó un siseo, y el aire se cargó de fuerza a su alrededor. El noble sintió como si una red de fuego invisible se hubiera cerrado en torno a él y lo inmovilizara. Haces de calor lacerante recorrieron la superficie de su armadura y, sin saber cómo, quemaron la piel que había debajo. Malus soltó un gruñido de furia, pero la magia lo tenía atenazado.

Malus observó que la fiera expresión de Tennucyr y sus hombres se convertía en un terror atávico; sin decir una sola palabra al Señor Brujo, abandonaron la cámara. El noble oyó otro siseo, y los hilos de fuego que lo rodeaban se retorcieron y contrajeron, obligando a sus miembros a obedecer a una voluntad que no era la suya. Lentamente, titubeando, se volvió de frente al Señor Brujo, con una expresión que era una máscara de miedo y de odio. La aguda carcajada continuaba y se acercaba cada vez más.

Balneth Calamidad seguía reclinado, con un brillo de triunfo en los negros ojos. Dos figuras salieron de la oscuridad detrás del trono. Una era contrahecha, temblorosa, y su risa era la de un loco. La otra vestía una capa y se cubría con una capucha, era de estatura mediana y sostenía a la primera con su mano tendida.

—Estaréis a nuestro servicio, Malus Darkblade —dijo Balneth Calamidad—. Podéis estar seguro de ello. Ya habéis cumplido nuestro mandato y habéis matado al vaulkhar de Hag Graef. Pronto os convertiréis en el instrumento de la derrota absoluta del Hag.

La figura que reía avanzó hacia la penumbra teñida de rojo. Mechones ralos de pelo negro y lacio caían a los lados de un rostro joven cruzado con unas cicatrices profundas y mal cerradas. Dos anillos de plata lucían en el muñón de su oreja derecha y una perilla gris e irregular era el único pelo que quedaba en la cabeza estragada del hombre.

Malus lo reconoció de inmediato.

Fuerlan, el hijo de Balneth Calamidad y antiguo rehén del Arca Negra en Hag Graef, miró a Malus con ojos en los que no había ni rastro de piedad ni de cordura. Cuando habló, su voz rechinaba como cristal roto, quebrada por las horas de gritos de agonía.

—Y cuando tomemos esa ciudad maldita tendréis el honor de colocar la corona del drachau sobre mi cabeza —dijo Fuerlan en un susurro cargado de odio.

Malus temblaba; apresado en la trampa embrujada, impotente en poder de sus enemigos.

«Tz'arkan tenía razón —pensó—. Madre de la Noche, protégeme, el demonio tenía razón.»

Viendo quizá el horror en los ojos de Malus, Fuerlan echó atrás la cabeza y rió como un loco. En ese momento, la figura que acompañaba a Fuerlan retiró su mano del brazo del naggorita y apuntó con un dedo pálido a la frente de Malus. Al hacerlo, la luz de los braseros llegó a las profundidades de su capucha y Malus vio un par de ojos oscuros, cargados de odio que le resultaban familiares y que quemaban los suyos.

«¡Nagaira!», pensó. Luego el dedo se apoyó levemente en su frente y el mundo se disolvió en una explosión de luz blanca.

14. Consejos de guerra

Malus se despertó sintiendo el sol en la cara. Estaba tendido en una cama ancha y cubierto con pilas de pesadas mantas y pieles.

Abrió los ojos un poco indeciso, tratando de protegerlos de tanta claridad. Sentía la boca tan seca como si se la hubieran llenado de pasta y la hubieran dejado secar toda la noche. Se puso de lado con un gruñido, ya que tenía un poco dolorido el hombro y el brazo izquierdos y sentía debilidad en los miembros, como si hubiera tenido mucha fiebre. A pocos pasos de la alcoba había una pequeña mesa, y encima, una jarra y una copa de metal bruñido. Malus respiró hondo, para reunir fuerzas y sacó las piernas desnudas de entre las mantas. En la habitación hacía frío, y el piso de piedra estaba todavía más frío cuando se despojó de las mantas y se puso de pie. Desnudo, fue rápidamente hacia la jarra y se sirvió una copa rebosante de vino tinto. Bebió la primera copa con avidez. Luego, se sirvió otra y la fue tomando a sorbos mientras estudiaba el entorno.

Era una habitación alargada, muy adecuada para un noble de posición desahogada. La cama, la mesa y las sillas estaban talladas por una mano experta de madera de roble cobrizo, y había gruesos cortinajes que cubrían las paredes de piedra lisa para proteger algo del frío. Contra una pared había un arcón alto de madera de ébano. Cuando la abrió, Malus encontró espléndidas ropas de lana y un kheitan de color azul, junto con un par de hermosas botas negras. Al lado del arcón había un soporte de armadura vacío que le hizo preguntarse dónde estarían sus arreos de plata y sus armas. Lo más curioso de todo era que la pregunta no lo preocupaba en lo más mínimo. Se sentía totalmente cómodo, a pesar de que no reconocía la habitación y no tenía la menor idea de dónde se encontraba.

Malus acabó su segunda copa de vino, notando con satisfacción cómo le llenaba el estómago, y un poco a regañadientes volvió a dejar la copa sobre la mesa. La única iluminación del cuarto era un haz grisáceo de sol que entraba por la alta ventana que había frente a la cama. Los visillos se removían sin parar por la brisa que se colaba de fuera. El noble anduvo hasta la ventana y apartó las cortinas lo suficiente como para echar una mirada al exterior. Vio profusión de altas torres con techo de pizarra y tres mástiles desgastados, ennegrecidos, que se alzaban a más de cuarenta y cinco metros de altura.

Se sobresaltó al darse cuenta de que estaba en el Arca Negra de Naggor. Entonces, reparó en que la mano que había apartado las cortinas estaba cubierta con líneas de bella escritura negra. Con curiosidad, Malus se revisó todo el cuerpo lleno de cicatrices y vio que estaba cubierto en su totalidad de escritura arcaica.

—Uno de mis mejores trabajos, si me está permitido decirlo —dijo una voz detrás de él—. Me llevó horas hacerlo bien, pero el resultado fue bastante satisfactorio.

La voz hizo que un escalofrío estremeciera a Malus de arriba abajo. Era una voz familiar, seductora..., y sin embargo extraña en cierto modo. Algo en el timbre de la voz, o en el tono..., no sabía precisamente qué, lo llenaba de inquietud. Se volvió con torpeza y la vio sentada en una butaca baja en un rincón oscuro de la habitación. Iba vestida con pesados ropajes de lana teñida de rojo oscuro y con un kheitan de piel de enano ennegrecida. Los dedos fuertes de Nagaira se juntaban formando un ángulo mientras lo estudiaba. Podía sentir sus ojos sobre él como una espada sobre su piel, aunque tenía el rostro oculto en las sombras.

—Dime, querido hermano, ¿cómo te encuentras?

A Malus se le ocurrieron una docena de respuestas intempestivas, pero procuró conservar la compostura.

—Ahora mismo, con ganas de tomarme otra copa —dijo por fin—. ¿Quieres acompañarme, hermana?

Nagaira sonrió. Malus no podía ver su expresión, pero sí podía sentir su mirada risueña cuando negó levemente con la cabeza.

—Yo que tú tendría mucho cuidado con el vino de este país —dijo—. Es fuerte y has estado enfermo durante mucho tiempo.

Malus volvió a la mesa y se sirvió otra copa mientras hurgaba en su memoria para encontrar las claves de su situación. Todo era turbio y desdibujado, y cuanto más se concentraba, menos precisos se hacían sus recuerdos.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó.

—Algo más de una semana. La corrupción de tus heridas era muy profunda. Sin mis encantamientos no creo que hubieras podido sobrevivir.

Malus frunció el entrecejo mientras bebía otro sorbo de vino. Ya sentía la cabeza ligera, pero le gustaba la sensación. Se miró el hombro y el brazo izquierdos, y vio una cicatriz rosada en el bíceps.

—¿Dices que estaba herido?

Por un momento, Nagaira guardó silencio.

—¿Cuánto recuerdas, hermano?

Malus respiró hondo, tratando de apresar mentalmente unas volutas de niebla. Las imágenes fragmentarias iban y venían, y se le escapaban como trocitos de cristal roto.

Cristal. Una imagen de una sala en alguna torre lejana. Muertos que yacían en charcos de sangre y una cabeza que dejaba un rastro de sangre humeante mientras rodaba por el suelo de piedra.

El noble miró a Nagaira.

—Padre está muerto —dijo con sencillez—. Yo lo maté.

—Sí. ¿Y recuerdas por qué?

—¿Necesitaba un motivo? —preguntó Malus con una sonrisa no del todo sincera. Inmediatamente su expresión cambió por otra de preocupación—. La verdad, no estoy seguro de ello. Estaba en una torre en algún lugar.

—Vaelgor Keep —dijo Nagaira—. Es una torre fortificada en el Camino de los Esclavistas, cerca de Har Ganeth, o al menos eso me dijeron. Luthan había terminado cierta campaña secreta en las colinas y se encaminaba a casa cuando apareciste como por arte de magia y te enfrentaste a él.

—¿Yo? ¿Por qué me enfrenté a él?

Nagaira hizo con las manos un gesto de impotencia.

—Sólo tú puedes responder a eso, hermano. Nadie más sobrevivió para contarlo. Tú solo mataste a Lurhan y a los jefes de su guardia personal y desapareciste en plena noche.

Malus asintió pensativo, tratando de reunir más fragmentos de recuerdos.

—Hubo una pelea en el camino...

—Más de una, diría yo. Te dispararon varias veces y las heridas estaban infectadas cuando llegaste. Desvariabas como un loco cuando te encontraste con una patrulla naggorita. Por fortuna para ti, el que la encabezaba era uno de los primos del Señor Brujo y debe de haber reparado en el parecido familiar. Puso en fuga a los hombres de Lurhan y te trajo aquí, donde he pasado el tiempo tratando de curarte. —Cruzó los brazos e inclinó la cabeza con aire pensativo—. La pérdida de la memoria es frecuente después de un largo período de fiebre, pero deberías recuperarla con el tiempo.

Malus miró a Nagaira con desconfianza cuando terminó el vino.

—Debo reconocer que me sorprenden tus esfuerzos por mí.

Nagaira rió entre dientes.

—Veo que hay algunas cosas que no tienes problemas para recordar.

La recordaba suspendida en el aire por encima de su torre en ruinas, rodeada por un torbellino vertiginoso de poder extraterrenal. Había tratado de atraerlo al culto prohibido de Slaanesh, y él la había denunciado al templo de Khaine porque. ¡Vaya!, no podía recordar exactamente el porqué.

—Estaba seguro de que habías muerto en aquella explosión, hermana.

—Eso es porque no eres mago —dijo Nagaira, muy pagada de sí misma—. Convenía a mis intereses que Lurhan y los drachau me creyeran muerta.

—Y por eso viniste aquí.

—¿Qué mejor refugio para una bruja perseguida por la justicia? Balneth Calamidad simpatizaba con mi causa por numerosos motivos —dijo—. Me atrevería a decir que tú pensabas más o menos lo mismo, o no habrías venido aquí.

Other books

The Violin Maker by John Marchese
The Slaves of Solitude by Patrick Hamilton
First Date by Melody Carlson
For Honor We Stand by Harvey G. Phillips, H. Paul Honsinger
Training Rain by A. S. Fenichel
The Vacationers: A Novel by Straub, Emma
Home for the Holidays by Johanna Lindsey
Soul Fire by Legacy, Aprille
Upon Your Return by Lavender, Marie