«Suecia», pensó. «Suecia». No se hace así. Aquí. Ahora.
El helicóptero pasó por encima de ellos y Gustav se puso tenso, esperaba oír una voz procedente de un megáfono que dijera: «Apaga el motor» o algo por el estilo, pero el aparato giró súbitamente hacia el sur y se fue empequeñeciendo en el cielo. Mahler sonrió con alivio al tiempo que se reprendía a sí mismo.
Las islas. La libertad. Sí. Y a menos de una milla náutica de Hamnskär, la mayor base militar de este archipiélago. Pero ¿qué más daba?
«¿Dónde esconderemos la carta que nadie puede encontrar? En el cajón de la correspondencia, por descontado».
Quizá sólo fuera una ventaja.
Siguió con la vista al helicóptero cada vez más pequeño y vio el estrecho, giró y siguió los pasos del enemigo.
El nivel del agua estaba tan bajo que muchos de los escollos más traicioneros sobresalían por encima de la superficie o se intuían como manchas verdes donde las olas rompían de un modo diferente. Para su propia sorpresa, recordaba bien el camino. Llegaron a su destino tras otros veinte minutos a velocidad media.
Su mayor preocupación, por supuesto, era que hubiese gente en la casa. Mahler no lo creía, dadas las fechas, pero no podía asegurarlo. Redujo la velocidad y avanzó a dos nudos por el estrecho que discurría entre las islas. No había ningún barco en el embarcadero y ésa era una prueba cien por cien segura de que no había nadie allí.
El viaje les había llevado casi una hora y Mahler había tenido tiempo suficiente de refrescarse con el viento. Apagó el motor y se deslizó hasta el embarcadero. Aquí entre las islas no corría apenas el viento y el silencio era maravilloso. El sol de la tarde se reflejaba en el mar y todo respiraba calma.
Habían estado aquí un par de veces antes, comiéndose unos bocadillos en las rocas y bañándose; les gustaba esta isla pelada en la frontera del mar de Åland. Gustav solía soñar con poder comprar algún día una de las dos casetas de pescadores con que contaba esa isla; otras construcciones no había.
Anna se levantó y miró por encima de la borda.
—¡Qué bonito es!
—Sí.
Las rocas, lisas en la orilla, empezaban a cubrirse bajo un manto de enebro conforme se avanzaba hacia el interior del islote, donde había prados de brezos y algunos alisos. Era una isla de vegetación poco variada y pequeña, podía rodearse en un cuarto de hora. Era un mundo que podía abarcarse con la vista.
Atracaron en silencio y se dirigieron con Elias y el equipaje hacia una de las cabañas. Mahler era quien más había hablado los últimos días. Se quedaron en silencio cuando ya no fue necesario decir nada.
Colocaron a Elias sobre un lecho de brezos envuelto en la manta y empezaron a buscar la llave. Miraron en la letrina que estaba a cincuenta metros de la casa y observaron que los excrementos que había en el agujero estaban secos. Hacía tiempo que no había estado nadie allí. Miraron debajo de las piedras sueltas próximas a las escaleras, en los agujeros y bajo los maderos, pero la llave no aparecía.
Mahler extendió las herramientas encima de la roca, buscó con la mirada la aprobación de Anna y la obtuvo. Introdujo la palanqueta en el resquicio de la puerta, golpeó con el martillo para que entrara más y la forzó. La cerradura cedió inmediatamente. El marco de la puerta estaba algo pasado: la placa de la cerradura quedó suelta y la puerta se abrió.
Por el quicio salió una tufarada de aire cerrado. Era una buena señal, eso indicaba que la cabaña no estaba tan mal aislada como hubieran podido imaginarse. Por si se veían obligados a permanecer allí mucho tiempo. Mahler revisó la cerradura. Un buen trozo de la madera del marco se había resquebrajado y al dueño le iba a resultar difícil la reparación. Mahler suspiró.
—Tendremos que dejarle un poco de dinero cuando nos marchemos.
Anna miraba a su alrededor, familiarizándose con la isla, reposada a la luz de la tarde, y dijo:
—O mucho dinero.
La casa de dos habitaciones tenía unos veinte metros cuadrados. Carecía de electricidad y agua corriente, pero la cocina disponía de un hornillo de gas con dos placas conectado a una bombona grande de propano. Sobre la encimera había un depósito de agua con su grifo. Mahler lo levantó. Estaba vacío. Se dio una palmada en la cabeza.
—Agua —dijo—. Se me ha olvidado el agua.
Anna estaba a punto de entrar en la otra estancia para acostar a su hijo, pero en ese momento se detuvo y señaló al redivivo con un gesto de la cabeza.
—A ver, eso es algo que no entiendo. ¿Por qué no le damos agua del mar y ya está?
—Sí —admitió Mahler—. Seguro que podemos hacerlo. Pero ¿y nosotros? Nosotros no podemos beber agua del mar.
—¿No hay ni una gota de agua potable?
Mahler inspeccionó la cocina mientras Anna acostaba a Elias. Halló la mayor parte de las cosas que había esperado encontrar y por eso no se había molestado en traer: platos, cubiertos, dos cañas de pescar y una red, pero nada de agua. Finalmente abrió el frigorífico, también conectado a una bombona de gas, y encontró un frasco de
ketchup
y unas latas de sardinas en salsa de tomate. Desenroscó un poco la bombona de gas y verificó que estaba vacía.
La bombona del hornillo, sin embargo, soltó un fuerte silbido y Mahler la volvió a cerrar de inmediato.
«Agua».
Lo había olvidado por la misma razón que lo necesitaban: era algo esencial. Siempre había agua. No existía una casa sueca sin su pozo o uno en las inmediaciones.
Menos en el archipiélago, claro.
Se quedó parado en mitad de la cocina y vio delante de él la imagen de un trol asando un pescado en el fuego. Pensó que él había tenido de pequeño un cuadro casi igual encima de la cama. Aunque no lo había tenido. Esos troles fueron pintados muchos años después de su infancia.
Mahler recorrió la cocina con la vista una vez más, pero no apareció agua por ningún sitio.
Anna había tumbado a Elias en una de las camas y estaba ahora inclinada sobre ella observando el cuadro de la pared. La pintura representaba a unos troles que estaban asando pescado en el fuego.
—Mira —dijo ella—. Yo tenía una casi exactamente igual.
—Encima de la cama cuando eras pequeña —coincidió Mahler.
—Sí. ¿Y cómo lo sabes, si no estabas nunca en casa con mamá y conmigo?
Gustav se sentó en una silla.
—Lo he oído —respondió—. De vez en cuando oigo.
—¿Oyes... a Elias? —Ella señaló al niño.
—No, eso es... —se interrumpió—. ¿Tú le oyes?
—Sí.
—¿Por qué no me has dicho nada?
—Te lo he dicho.
—No lo has hecho.
—Sí, claro que sí, pero tú no has querido escuchar.
—Si tú hubieras dicho claramente que...
—Fíjate cómo hablas —le dijo Anna—. Ni siquiera ahora, cuando te estoy diciendo que sí, que puedo oír a Elias, que sé lo que se mueve dentro de su cabeza, ni siquiera ahora eres capaz de preguntar qué es lo que piensa, sino que sólo estás tratando de pillarme.
Mahler miró a su nieto, intentó no pensar en nada, ser receptivo, y convertirse en una pizarra limpia sobre la que pudiera escribir Elias. Le zumbaba la cabeza, centellearon algunos fragmentos de imágenes, desaparecieron antes de que él pudiera captarlos y podían muy bien ser sus propios pensamientos. Se levantó, abrió la cesta frigorífica y sacó un cartón de leche, bebió un poco directamente del envase. Sentía todo el tiempo los ojos de Anna encima de él. Le tendió el cartón de leche a ella, pensó: «¿Quieres?».
Anna negó meneando la cabeza. Gustav se limpió la boca con la mano y devolvió otra vez el envase a su sitio.
—¿Qué dice, entonces?
A ella se le dibujó una sonrisa en las comisuras de los labios.
—Nada que tú quieras oír.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo que habla conmigo, me dice cosas que no quiere que tú sepas y por eso no pienso contártelas, ¿entendido?
—Esto es una estupidez.
—Tal vez, pero es así.
Mahler dio unos pasos por la habitación, cogió el libro de visitas que estaba sobre la cómoda y echó un vistazo a los elogios hechos a la casa y los agradecimientos por dejarles quedarse en ella. Se preguntó si escribirían algo ellos antes de marcharse. Se dio la vuelta.
—Te lo estás inventando —dijo—. No figura en ningún sitio... No he oído nada acerca de que los muertos pudieran... contactar con los vivos. Eso es algo que tú simplemente te imaginas.
—Tal vez no hayan querido revelarlo.
—Sí, pero entonces, ¿qué es lo que dice?
—Como te he dicho...
Anna estaba sentada en el borde de la cama y le observó con una mirada que a él le pareció... compasiva. La ira se fue apoderando de él. Aquello no era justo. Era él quien había salvado a Elias, era él quien había trabajado todo el tiempo para que las cosas pudieran mejorar, mientras que Anna sólo... había estado vegetando. Mahler avanzó un paso hacia ella y levantó el dedo índice.
—Tú no vas a...
Elias se irguió en la cama, mirándole fijamente. Mahler vaciló y dio un paso atrás. Anna no se movió.
«¿Qué es esto...?».
Un estallido en las sienes, como si se le hubiera roto algún vaso sanguíneo, le hizo tambalearse y a punto estuvo de resbalarse en la alfombra. Se apoyó en la cómoda, y lo que temía que se iba a convertir en un dolor de cabeza insoportable cedió inmediatamente hasta desaparecer. En un acto reflejo levantó las manos y dijo:
—No voy a... no voy a... —Sin saber qué era lo que no iba a hacer.
Anna y Elias permanecieron sentados el uno al lado del otro, mirándole. Un malestar intenso se apoderó de él y retrocedió hasta abandonar la habitación con las manos en alto en ademán de protección, y continuó hasta salir y caminar sobre las rocas.
«¿Qué es lo que pasa?».
Se alejó de la casita todo lo posible. Le dolían los pies por el peso de su voluminoso cuerpo contra la piedra. Se refugió del viento al abrigo de una roca desde donde no podían verle desde la casa, y se sentó a contemplar el mar, encima del cual unas pocas gaviotas planeaban sin botín alguno por el que zambullirse. Tenía la cabeza apoyada entre las manos.
«Estoy... excluido».
Ellos no querían que estuviera con ellos. ¿Qué había hecho él? Era como si Anna sólo hubiera estado esperando su momento antes de dejar caer la bomba y darle a entender que no le querían. Había aprovechado ahora que estaban aquí y no había ninguna posibilidad de escapar.
Recogió un guijarro, lo lanzó contra una gaviota y erró el tiro varios metros. A lo lejos, una vela blanca se recortó en el horizonte como una aleta de tiburón. Golpeó una piedra con la palma de la mano.
«Ya pueden arreglárselas ellos solos. Que lo intenten».
Interrumpió aquel pensamiento, trató de borrarlo. ¿Podían oírle?
La idea de que para colmo él tenía que tener cuidado con lo que
pensaba
le exasperó aún más. Estaba solo, y ni siquiera así lograba estar en paz.
No era esto lo que él había imaginado. En absoluto.
Heden, 12:50
Flora sentía cómo aumentaba la potencia del campo con cada paso que daba en dirección a los edificios. La percepción desde el otro lado de la verja se había limitado a corrientes que fluían a través de su mente, pero ahora era como penetrar en una niebla que se iba espesando de forma gradual. Y al igual que la bruma reforzaba los sonidos, ella podía oír los pensamientos de unas pocas personas vivas, débiles pero con nitidez; parecían gritos lejanos. Se detuvo cuando se encontraba ya entre los edificios y se concentró.
Nunca había experimentado nada parecido a aquel campo. Estaba formado por consciencias, montones de consciencias que sólo estaban allí como una presencia, pero ningún pensamiento. Pero se pensaban cosas,
dentro
del campo se oían gritos mentales de terror, lo cual aumentaba su intensidad, de la misma forma que un cable eléctrico se calienta cuando la corriente pasa a través de él.
The more that you fear us, the bigger we get.
Se apoyó contra la pared; era como si no hubiera espacio para ella. Su cabeza contenía una microversión de todo cuanto sucedía en el recinto en aquel momento, y era, sobre todo, miedo, desesperación, las emociones basales y los reflejos propios del cerebro de un reptil, y se percibían por todas partes con tal intensidad que la muchacha tuvo la impresión de que el campo era visible y se ondulaba en el aire como las oleadas de calor que se levantan del asfalto recalentado.
«Esto no es bueno, esto es... peligroso».
Avanzó un poco sujetándose la cabeza con las manos y mirando a través de los cristales de un balcón de la planta baja. Vio una sala de estar sin muebles. En mitad del suelo estaba sentada una figura con la camisa y los pantalones azules del hospital. Era una
figura,
pues resultaba imposible determinar si se trataba de un hombre o de una mujer. Se le había caído casi todo el pelo de la cabeza, tenía las facciones corroídas y la piel amarillenta permanecía pegada al esqueleto como un adorno provisional, por puro sentido del decoro. Nada de carne, nada de músculos. El individuo sentado en el suelo tenía tanta personalidad como una cabeza clavada en una estaca desde hacía varias semanas.
Sin embargo, no tenía el cuerpo encogido. Se mantenía derecho, rígido, tenso, con las piernas estiradas y mirando a un punto fijo delante de él. Sus ojos se encontraban demasiado hundidos en el cráneo para poder determinar a dónde dirigía la mirada exactamente, pero tenía la cabeza mirando directamente al frente.
Una rana brincaba entre sus piernas. Flora creyó por un instante que se trataba de una rana de verdad, pero, después de observar los saltos mecánicos durante unos segundos, comprendió que era de juguete. Arriba y abajo, arriba y abajo saltaba la rana y el muerto seguía sus movimientos con la boca abierta. A través de la ventana llegaba un débil clic clac, clic clac.
Los movimientos se fueron volviendo poco a poco más lentos y los saltos de la rana cada vez más torpes. Al final, no eran más que pequeñas sacudidas agónicas de sus patas, y después se paró del todo.
El muerto se inclinó hacia delante y puso la mano encima de la rana, le dio un par de golpecitos. Al ver que no pasaba nada, levantó la rana hasta la altura de los ojos, la observó detenidamente y toqueteó con sus dedos huesudos la chapa reluciente de la rana. Encontró una cuerda y estuvo dándole vueltas un buen rato. Luego, volvió a poner la rana en el suelo, donde ésta empezó de nuevo a saltar, observada con el mismo interés.