—¿Qué crees tú, Elvy?
La cara redonda e infantil de Mattias se volvió hacia ella. A Elvy le llevó un par de segundos entender qué le estaba preguntando. Siete pares de ojos se le quedaron mirando. Mattias era el único hombre del grupo. Aparte de él, estaban Hagar, Greta, la vecina y la otra mujer que llegó la primera tarde —Elvy no recordaba su nombre—, además de dos hermanas, Ingegerd y Esmeralda, que eran amigas de la mujer de la cual no recordaba el nombre. Ésos eran los que se habían dado cita para el desayuno. Otros simpatizantes se unirían más tarde al grupo.
—Yo creo... —dijo Elvy—. Yo creo... No sé lo que creo.
Mattias frunció el entrecejo. Respuesta equivocada. Elvy se frotó distraída la cicatriz de la frente.
—Podéis decidir vosotros lo que creáis que va a ser mejor, y entonces... y entonces, pues hacemos eso. Yo voy a tener que ir a acostarme.
Mattias consiguió darle alcance delante de la puerta del dormitorio. Le puso la mano en el hombro, suavemente.
—Elvy. Ésta es
tu
creencia,
tu
aparición. Por ella estamos aquí.
—Sí. Lo sé.
—¿Es que ya no crees en ella?
—Sí. Es sólo que... no me siento realmente con fuerzas.
Mattias se acarició la mejilla con la mano deslizando su mirada sobre el rostro de Elvy. De la herida a los ojos, de los ojos a la herida.
—Yo creo en ti. Creo que tienes una misión y que es importante.
Ella asintió.
—Sí. Es sólo que... no sé muy bien lo que es.
—Tú acuéstate, que nosotros organizaremos esto. Salimos dentro de una hora. ¿Has visto las octavillas?
—Sí. —Mattias se quedó callado, esperando algo más. Elvy añadió—: Han quedado muy bonitas.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta. Se metió debajo de la colcha sin desvestirse y se arropó con ella hasta la nariz. Pasó la mirada por la habitación. No había cambiado nada. Se puso las manos delante de los ojos, a unos centímetros.
«Éstas son mis manos».
Encogió los dedos.
«Mis dedos. Se mueven».
Sonó el teléfono en la entrada. No tenía fuerzas para levantarse y contestar. Alguien, quizá Esmeralda, cogió el teléfono y dijo algo.
«No soy nadie especial».
«¿Ha sido siempre así?».
Los santos que habían luchado y perecido en el nombre de Dios; san Francisco bailando de pasión delante del Papa; santa Brígida ardiendo de fervor divino en su celda...
¿Tendrían semejantes dudas? ¿Habría días en los que santa Brígida sospechara que había interpretado algo mal, que ella se lo había inventado todo? ¿Días en los que san Francisco sólo quisiera mandar por ahí a sus discípulos con un «dejadme en paz, no tengo nada sensato que decir»?
¿Sería así?
No había nadie a quien preguntar, todos ellos estaban muertos y la leyenda envolvía sus nombres, borrando su aspecto humano.
Pero ella había
visto.
Tal vez hubiera otros que habían
visto,
serían miles a lo largo de la historia. Quizá lo que caracterizaba a los santos, a las mujeres santas y a los hombres fuera que se aferraban a lo que habían visto, que no dejaban que su visión palideciera y muriera, sino que se agarraban y se negaban a desprenderse de ella, veían el olvido como un instrumento del diablo y se mantenían firmes. Quizá fuera ahí donde radicaba todo el secreto.
La anciana cogió la colcha y la apretó con fuerza.
«Sí, Señor. Me mantendré firme».
Cerró los ojos y trató de descansar. Llegó la hora de irse justo cuando su cuerpo había empezado a relajarse.
Koholma, 11:00
Elias había hecho avances. Grandes avances.
El primer día no había mostrado el más mínimo interés por los ejercicios del libro que Mahler había intentado realizar con él. Éste le había acercado una caja de zapatos y le había dicho:
—Me pregunto qué puede haber dentro. —Elias no se había movido, ni antes ni después de que él abriera la tapa y le mostrara el perrito de peluche.
Gustav había colocado una peonza de colores encima de la mesilla del redivivo y la había hecho girar. La peonza había completado sus vueltas y había caído al suelo. El redivivo ni siquiera la había seguido con la mirada. Pese a todo, Mahler había insistido. El hecho de que Elias agarrara el biberón cuando se lo daban indicaba que era capaz de reaccionar si tenía
un motivo
para hacerlo.
Anna no se oponía al programa de entrenamiento, pero tampoco parecía entusiasmada con él. Se pasaba las horas muertas junto a su hijo, dormía en un colchón al lado de su cama, pero no hacía nada concreto para mejorar su estado, ésa era la opinión de Mahler.
El coche teledirigido fue lo que rompió el hielo. El segundo día, Mahler le había puesto pilas nuevas y lo había guiado hasta la habitación de Elias con la esperanza de que la visión de aquel juguete que tanto le había gustado despertara algo de vida en él. Y lo hizo. La actitud de Elias cambió nada más aparecer el coche en la habitación haciendo un ruido sordo. Luego siguió al coche con la cabeza en su viaje por la habitación. Cuando Gustav lo detuvo, Elias extendió la mano hacia él.
Mahler no se lo dio, sino que le hizo dar unas vueltas más. Entonces sucedió lo que el abuelo había estado esperando y deseando. Despacio, muy despacio, como si se moviera a través del barro, empezó a levantarse de la cama. Elias se paró un momento cuando se detuvo el coche, y luego siguió incorporándose.
—¡Anna! ¡Ven y mira!
Ella llegó justo a tiempo de ver a Elias levantando las piernas por encima del borde de la cama. Se llevó la mano a la boca, gritó y corrió hacia él.
—No le estorbes —pidió Mahler—. Ayúdale.
Anna sujetó a Elias por debajo de los brazos y él se puso en pie. Apoyándose en Anna, dio un paso de prueba hacia el juguete. Mahler lo movió un poco hacia delante y hacia atrás. Cuando Elias estaba a punto de llegar hasta él y extendió la mano, Mahler condujo el coche en dirección a la puerta.
—Déjale cogerlo —le imploró Anna.
—No —contestó Mahler—. Entonces se parará.
El niño giró la cabeza hacia el coche, volvió el cuerpo en la misma dirección y caminó hacia la puerta. Anna iba detrás con las mejillas surcadas por las lágrimas. Cuando Elias llegó hasta la puerta, Mahler condujo el coche fuera hacia la entrada.
—Déjale cogerlo —suplicó la madre con la voz rota—. Lo quiere tener.
Mahler siguió alejando el coche en cuanto Elias estaba a punto de alcanzarlo, hasta que Anna se paró sujetando a Elias con los brazos.
—Para —insistió Anna—. Detente. No puedo soportarlo. —Mahler detuvo el coche. Anna sujetó a Elias por el pecho con ambas manos—. Vas a convertirlo en un robot —le reprochó ella—. No cuentes conmigo.
Gustav suspiró y bajó el mando.
—¿Prefieres que sea un paquete? Esto es absolutamente fantástico.
—Sí —admitió Anna—. Sí, lo es, pero está... mal. —Anna se sentó en el suelo, con Elias encima de sus rodillas, cogió el coche y se lo dio al niño.
—Toma, corazón.
El redivivo deslizó los dedos sobre los detalles de plástico, como si buscara una vía hacia dentro. Anna asentía con la cabeza, le acariciaba los cabellos. El pelo se había vuelto más fuerte y ya no se le caía, pero tenía algunas calvas en la parte superior de la cabeza, allí donde se le había desprendido durante los primeros días.
—Se pregunta cómo puede moverse —dijo Anna sorbiendo el llanto de la nariz—. Se pregunta qué es lo que hace que se mueva.
Mahler dejó el mando.
—¿Tú cómo lo sabes?
—Lo sé —contestó Anna.
Mahler se rascó la cabeza, entró en la cocina y cogió una cerveza. Desde que llegaron, Anna ya le había informado varias veces de cosas que ella
sabía sencillamente,
cosas relacionadas con la voluntad de Elias, y a Mahler le irritaba que ella usara ese supuesto conocimiento para poner freno a sus ejercicios.
A Elias no le gusta esa peonza... Elias quiere que le ponga la crema
yo...
Cuando Mahler le preguntaba cómo podía ella saberlo, recibía siempre la misma respuesta: ella lo sabía, eso era todo. Él abrió la cerveza, se bebió la mitad de un trago y se puso a mirar por la ventana. La lluvia torrencial no había bastado para salvar los árboles. Muchos dejaban caer sus hojas aunque sólo estaban a mediados de agosto.
Creía que esta vez Anna llevaba razón. Muchos de los viejos juguetes de Elias no habían despertado en él el más mínimo interés, así que probablemente era el propio movimiento del coche el que le había hecho reaccionar. ¿Cómo podían aprovechar eso para seguir avanzando?
Anna dejó a Elias con el coche en el suelo y entró en la cocina.
—A veces —observó Gustav, mirando aún a través de la ventana—, a veces creo que no quieres en absoluto que mejore.
Mahler notó cómo su hija inspiraba antes de contestarle, y sabía más o menos lo que iba a decir, pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo la interrumpió un chasquido estridente procedente de la entrada.
Elias estaba sentado en el suelo con el coche entre las manos. De alguna manera había logrado arrancar toda la parte delantera del chasis, de tal modo que las piezas y los cables quedaban expuestos. Antes de que Mahler tuviera tiempo de evitarlo, su nieto agarró el bloque con las pilas, lo arrancó y lo alzó a la altura de los ojos.
Mahler extendió las manos en un gesto de impotencia y miró a su hija.
—Bueno —le dijo—. ¿Estás contenta ahora?
* * *
El redivivo ya había arrancado la batería de otro coche con mando a distancia antes de que a su abuelo se le ocurriera comprar un tren de Brio con los raíles de madera. Incluía una locomotora maciza y tenía tan pocas piezas sueltas que aguantaría bien los intentos de los dedos —aún débiles— de Elias de desmontarla.
Mahler había estado por la mañana en Norrtälje y había comprado una locomotora más. Ahora estaba pegando una tira de cinta adhesiva en la mesa para crear dos zonas, con una línea divisoria, y colocó una locomotora en cada una de las zonas. El primer paso que se describía en el libro para el entrenamiento del autismo era un ejercicio de imitación. Dispuso tres raíles rectos en cada zona, trajo luego a Elias desde el dormitorio y lo sentó en una silla en la cocina.
Elias miraba por la ventana hacia el jardín, donde Anna cortaba la hierba con un cortacésped manual.
—Mira —le dijo su abuelo, mostrándole su locomotora a Elias. No hubo respuesta. La colocó sobre la mesa y la puso en marcha. Se escuchó un zumbido hueco cuando el tren empezó a moverse despacio sobre el tablero de la mesa. Elias giró la cabeza hacia el sonido y alargó la mano. Mahler retiró la locomotora.
—Ahí.
Señaló la locomotora idéntica situada delante de Elias. Éste se echó sobre la mesa e intentó coger la locomotora que aún zumbaba en la mano de Mahler. Él la apagó y volvió a apuntar a la locomotora de Elias.
—Ahí. Ésa es la tuya.
Elias se dejó caer de nuevo sobre el respaldo de la silla, indiferente. Mahler alargó el brazo sobre la mesa y puso en marcha la locomotora de Elias. Ésta avanzó por la superficie hasta que la mano torpe de Elias cayó sobre ella, la agarró y la levantó a la altura de los ojos, y a continuación trató de desmontar las ruedas que estaban dando vueltas.
—No, no.
Gustav dio la vuelta a la mesa y consiguió sacar la locomotora de las agarrotadas manos de Elias para luego depositarla otra vez sobre la mesa.
—Mira.
Colocó su propia locomotora en el otro lado de la mesa y la puso en marcha. Elias se estiró para cogerla.
—Ahí —le animó Mahler, señalando la locomotora parada de Elias—. Ésa. Haz lo mismo.
Elias echó la parte superior de su cuerpo encima de la mesa, se hizo con la locomotora de Mahler e intentó desmontarla. A Mahler no le gustaba estar en aquel ángulo, pues veía en la cabeza de Elias un agujero donde antes había estado la oreja. Se frotó los ojos.
«¿Por qué no entiendes? ¿Por qué eres tan tonto?».
La locomotora crujió cuando contra todo pronóstico el niño consiguió desguazarla y las pilas se desparramaron por el suelo.
—¡No!, Elias, ¡no!
Mahler sacó los trozos de la locomotora de la mano de Elias y se enfadó, aunque sabía que era una estupidez; empezaba a sentirse terriblemente cansado de todo aquello. Dio un golpe con su propia locomotora y señaló el botón de arranque con un exceso de claridad pedagógica.
—Aquí. Aquí se arranca. Aquí.
Apretó el botón. La locomotora empezó a moverse lentamente hacia Elias; éste la agarró y arrancó una de las ruedas.
«Desisto. No es capaz. No sabe nada».
—¿Por qué tienes que romperlo todo? —le gritó—. ¿Por qué tienes que destrozar...
De repente Elias echó el puño cerrado hacia atrás y arrojó la locomotora contra la cara de Mahler. Le acertó justo encima de la boca y le reventó el labio. Tras una película roja, Mahler oyó cómo la locomotora golpeaba el suelo con un sonido sordo, mientras que un sabor metálico le alcanzaba la cabeza. Clavó los ojos en Elias, cada vez más furioso, y cuyos labios de color marrón oscuro estaban contraídos en una mueca. Parecía... malo.
—¿Qué haces? —le dijo Mahler—. ¿Qué
haces
?
El redivivo movía la cabeza hacia delante y hacia atrás como si una fuerza invisible la impulsara desde la parte posterior. Las patas de la silla se levantaban y golpeaban contra el suelo a consecuencia de esa oscilación. Antes de que su abuelo tuviera tiempo de reaccionar, Elias se desplomó sobre el asiento como si se hubiera quedado sin fuerzas, y se deslizó hasta el suelo como si de pronto el esqueleto se le hubiera convertido en gelatina. Acto seguido, Mahler vio a cámara lenta cómo la silla iba a caer encima del niño, lo cual le dio tiempo para advertir que el respaldo le golpearía en la mejilla; luego, un silbido penetrante como el torno de un dentista le atravesó el cerebro, obligándole a cerrar con fuerza los ojos.
Se llevó las manos a las sienes y las masajeó, pero el silbido desapareció tan deprisa como había llegado. Elias estaba tendido en el suelo, inmóvil, con la silla encima. Mahler corrió hacia él y la levantó.
—¿Elias? ¿Elias?
Se abrió la puerta de la terraza y entró Anna.
—¿Qué hacéis...?
Se tiró de rodillas junto a Elias y le pasó la mano por la mejilla. Mahler parpadeó, inspeccionó la cocina con la mirada y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.