Flora dejó de mirar por la ventana y se rascó la cabeza, que aún era un campo de gritos llenos de angustia, un tormento que ella llevaba dentro y no era suyo. Entró en el patio más cercano, donde observó las fachadas grises, las hileras de ventanas arregladas y el vacío entre los portales ahora que la gente había ido donde estaban los suyos.
«El infierno. Esto es el infierno».
Tal vez antes había pensado que ese lugar daba miedo —toda aquella basura y las peleas en apartamentos desprovistos de muebles—, pero aquello no era nada en comparación con lo que sentía ahora. Habían limpiado hasta el último grano de suciedad de la zona de acceso y un olor a desinfección flotaba en el aire. Habían arreglado y acondicionado los apartamentos, los muertos tenían un sitio donde vivir y, en realidad, sólo eran tumbas nuevas. Sentados, quietos en la tumba, con la vista fija en un movimiento que se repetía eternamente. El infierno.
La chica se dirigió al centro del patio, donde quizá alguna vez se planeó erigir un parque infantil, pero sólo habían llegado a colocar los postes de los columpios y un par de bancos. Se dejó caer pesadamente en uno de ellos y se apretó las muñecas contra los ojos hasta que llegó a ver soles explotando.
«Pero el campo... las presencias...».
De uno de los portales salieron un par de personas cabizbajas, un hombre y una mujer. El hombre iba pensando algo de «considerarla muerta» y la mujer era una niña pequeña, se echaba en los brazos de su madre.
Flora se descolgó la mochila, la dejó a su lado en el banco y se acurrucó. El patio de Peter se encontraba a unos doscientos metros, y ella no se sentía ahora con fuerzas de ir hasta allí. Sólo deseaba que aquel campo se debilitara un poco, pero por todas partes se percibía un movimiento intenso, una cacofonía de repugnancia y repulsa que no hacía más que alimentarlo.
El cristal de una ventana se rompió en algún lugar detrás de ella. Flora miró hacia allí, pero sólo alcanzó a ver el reflejo de los trozos que cayeron al suelo y se dispersaron. En algún sitio resonó un grito, pero era difícil de comprender, y eso la tranquilizó. La presión comenzaba a aflojar. Ella sonrió.
«Ahora empieza».
Sí. Empezó como una aspiración lejana, como una nube de mosquitos en una noche de verano: uno puede oírla pero no puede verla. Se iba acercando, atravesando todos los demás sonidos.
Algo se acercaba.
Aquel sonido agudo, ahora penetrante, se materializó físicamente, convirtiéndose en una fuerza dirigida directamente contra ella que la obligó a agachar la cabeza hacia la derecha.
Quizá tuviera que ver con su percepción extrasensorial, pero ella pudo localizar exactamente el origen del ruido; procedía de un punto situado diez metros a su izquierda, en diagonal, y ella comprendió también el significado de ese sonido: no debía mirar en esa dirección.
La fuente de aquel ruido cambió de posición, alejándose de ella.
«¡No tengo miedo!».
Haciendo un gran esfuerzo con los músculos del cuello, como si tratara de enderezarse bajo un gran peso, giró la cabeza hacia arriba a la izquierda, y vio...
Se vio a sí misma saliendo fuera de sí.
La chica que estaba cruzando el patio lucía un traje demasiado grande, exactamente igual que el suyo, una mochila idéntica, el mismo pelo rojo y despeinado. La única diferencia era el calzado. La chica llevaba su calzado favorito, las zapatillas deportivas rotas, pero aquella chica las tenía nuevas.
La muchacha se detuvo, como si hubiera notado la mirada de Flora en la espalda. Dentro de su cabeza no cesaba ni un instante el chirrido metálico, como de un esmeril, y fue incapaz de levantarse y seguirla cuando ésta echó a andar de nuevo y se dirigió a la entrada del patio siguiente. A Flora no le quedaban fuerzas en las piernas, se hundió en el banco, sollozó y desvió la mirada. El chirrido enmudeció.
Flora cerró los ojos, se tumbó en el banco con la mochila de cojín, se volvió de espaldas al sitio donde había visto a la chica y se rodeó a sí misma con los brazos.
«La he visto», pensó. «Ella ha estado aquí y yo la he visto».
Heden, 12:55
No resultó fácil encontrar el 17 C. Habían puesto carteles nuevos iguales a los que indican las distintas secciones en los hospitales, pero sin quitar los viejos. El resultado era una mezcla de indicaciones contradictorias para localizar los números de las calles entre edificios idénticos. Aquello parecía más bien un laberinto en donde la gente iba dando vueltas como las ratas en la caja de Skinner, y no había nadie a quien preguntar cómo se llegaba.
Además, era difícil pensar o concentrarse. La confusión de otras personas —otras cifras, otros pensamientos— se abría paso dentro de su mente tan pronto como David creía haber comprendido el sistema, y era como tratar de hacer una cuenta mientras alguien sentado a tu lado está repitiendo números al azar. Y si no eran las cifras ni la propia búsqueda, entonces era el miedo, ese tremendo desasosiego ensordecedor que yacía en el fondo de todo.
«Un trago. Alcohol. Tranquilo».
Le entraron unas terribles ganas de beber, y no sabía si las ganas eran suyas o eran de Sture. Probablemente fuera una combinación de las ganas de ambos, y una mezcla de vino y whisky giraba dentro de una boca imaginaria.
Lo desagradable de la telepatía no era tanto el hecho en sí de que él pudiera leer los pensamientos de Sture, de Magnus o los de otros como el no saber cuáles eran los suyos propios.
Ahora comprendía por qué la situación en el hospital se había vuelto insostenible. Sin embargo, lo normal era que los pensamientos ajenos fueran más débiles, un rumor de fondo de voces, imágenes. Al cabo de diez minutos de confusión, empezó a poder distinguir su propia consciencia en medio del rumor, pero cuando los redivivos habían estado más juntos unos de otros, debía de ser casi imposible, con todos los «yoes» y los «míos» entrando y saliendo, entremezclándose como acuarelas.
—Papá, estoy cansado —se lamentó Magnus—. ¿Dónde es?
Se encontraban en un pasaje entre dos patios. La gente entraba y salía de los portales, la mayoría parecía que daban con el sitio. Sture miró las cifras que aparecían pegadas en la fachada y se secó el sudor de la frente con el puño de la camisa.
—Qué idiotas —exclamó—. No deberían haber puesto más cifras. ¡Ay!
Sture cerró el puño y lo levantó hasta la altura del pecho, se frenó.
—¿Lo llevo yo? —preguntó David.
—Sí.
Sture miró a su alrededor y abrió un poco la chaqueta. Tenía en la camisa un buen agujero justo a la altura del corazón. Baltasar daba patadas en el bolsillo tratando de salirse de él. David cogió al animal, que ahora pateaba como loco entre sus manos, y lo introdujo en su bolsillo interior, donde continuó dando patadas.
—¿Cuándo llegamos? —preguntó el niño.
David se agachó.
—Enseguida lo encontramos —le dijo—. ¿Qué tal...? ¿Qué tal aquí? —preguntó señalando la cabeza de Magnus.
Éste se frotó la frente.
—Es como si hubiera un montón de gente hablando.
—Sí. ¿Te molesta?
—No tanto. Yo pienso en Baltasar.
David le dio un beso en la frente y se levantó. Se quedó paralizado. Había sucedido algo. Las voces calmaron y casi desaparecieron. Dentro de su mente atisbó algo que no logró identificar en un primer momento. Vio unas largas pajas amarillas dobladas y sintió una oleada de calor suave procedente de un cuerpo muy cercano a él.
Sture se quedó paralizado y boquiabierto, examinando los alrededores.
«Ve lo mismo que yo», dedujo David. «¿Qué es?».
Sture le miró y se llevó las manos a la cabeza.
—Así es... —dijo abriendo los ojos, horrorizado. David no comprendió a qué se refería. Lo que él experimentaba era una gran seguridad, calma. Podía sentir las palpitaciones del cuerpo caliente pegado al suyo, eran palpitaciones rápidas, más de cien por minuto, que, sin embargo, transmitían seguridad.
—Se vuelve uno loco con tantos pensamientos —dijo Sture.
Ahora David vio qué eran las briznas amarillas. No las había reconocido porque el aumento de tamaño las cambiaba mucho. Pese a tener el grosor de un dedo, era heno.
Estaba echado sobre el heno, al lado de un cuerpo cálido, y el heno era tan grande porque él era muy pequeño.
«Baltasar».
La conciencia del conejo formaba ahora el telón de fondo de la suya. El cuerpo cálido con los latidos rápidos era el de la madre.
Sture se puso delante de él con la mano extendida.
—Me gustaría volver a llevarlo —observó—. Lo prefiero.
—¿Qué pasa? —preguntó Magnus.
—Ven...
David le hizo una señal a Sture y los tres se pusieron en cuclillas y formaron un pequeño círculo que les ocultaba del mundo exterior. David se sacó a Baltasar del bolsillo, se lo dio a Magnus.
—Toma —le dijo—. A ver qué sientes.
Magnus cogió al animal, se lo acercó al pecho y miró con ojos alucinados. Sture se abrió la chaqueta, olió su bolsillo interior e hizo una mueca. En el forro claro de la chaqueta se veían unas manchas oscuras de pis de conejo. Permanecieron así medio minuto, hasta que al pequeño se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas. David se echó hacia delante.
—¿Qué te pasa, pequeño?
Magnus tenía los ojos brillantes, miró a Baltasar y contestó:
—No quiere estar conmigo. Quiere estar con su mamá.
David y Sture intercambiaron una mirada, y éste se apresuró a decir:
—Sí, pero no habría podido hacerlo aunque estuviera suelto. La mamá echa fuera a sus crías.
—¿Cómo que las echa fuera? —preguntó Magnus.
—Para que aprendan a valérselas por sí mismas. Baltasar, en cambio, tuvo la gran suerte de poder venir contigo.
David no sabía si lo que decía Sture era verdad, pero a Magnus le tranquilizó un poco. El niño apretó a Baltasar aún más fuerte.
—Pobre Baltasar. Yo voy a ser tu mamá —aseguró con una voz como si le estuviera hablando a un bebé.
Sorprendentemente, parecía como si aquella aclaración también hubiera tranquilizado a Baltasar. Dejó de patalear y se quedó quieto en las manos de Magnus. Sture miró a su alrededor.
—De todos modos, lo mejor será que lo lleve yo.
Volvieron a meter al animal en el bolsillo de Sture y reanudaron la búsqueda. De casualidad vieron en un patio el número que andaban buscando. «17 A-F», rezaba un letrero situado encima de un portal.
El ambiente dentro del recinto había cambiado durante los minutos que habían pasado en el pasadizo, y mientras se dirigían al portal oyeron una rotura de cristales, un portazo en algún sitio y gritos aislados. La gente que había a su alrededor miró a los lados y aceleró el paso. Cerca de allí se levantó un zumbido similar al de una nube de mosquitos.
—¿Qué es eso? —preguntó Sture mirando al cielo.
—No sé —admitió David.
Magnus ladeó la cabeza y dijo:
—Es alguna máquina grande.
Era imposible identificar el ruido, ni lo que era ni la procedencia, pero era como decía Magnus: sonaba como si se hubiera puesto en marcha una máquina grande, tal vez un ordenador, parecía el sonido silbante de unos enormes ventiladores.
Cruzaron la puerta.
En vez de las pestilencias habituales a comida, sudor y polvo, en el portal sólo había un olor a hospital y a productos de desinfección. Todo estaba limpio y brillante y sobre las puertas desgastadas había carteles de plástico pegados. A y B en la planta baja. Ellos siguieron por las escaleras, resbaladizas por culpa de los productos de limpieza.
Magnus subía como un perezoso, poniendo los dos pies en cada escalón. David advirtió el miedo del niño y adaptó sus pasos a los de Magnus. En el descansillo entre los dos pisos Magnus se detuvo y dijo:
—Yo quiero llevar a Baltasar.
Le dieron al animal y Magnus se lo apretó contra el pecho de tal manera que sólo sobresalía el hocico, olisqueando. El último tramo hasta llegar al apartamento C caminaba como si se moviera bajo el agua.
El timbre de la puerta no funcionaba, pero David probó el tirador antes de usar los nudillos, y la puerta no estaba cerrada. Entró en un recibidor vacío seguido de Magnus y Sture.
—¡Hola!
Un par de segundos después apareció un hombre mayor con un periódico vespertino en la mano. Parecía la viva imagen de un profesor chiflado: bajo, delgado, con mechones de pelo cano alborotados por encima de las orejas y gafas sobre la nariz. A David le gustó nada más verlo.
—Ah, sí. Así que vosotros sois... —El hombre se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la camisa al tiempo que dio un paso hacia ellos con la mano tendida—. Me llamo Roy Bodström. Fuimos nosotros los que... —Se llevó el pulgar y el meñique hacia la oreja para indicar un teléfono.
Se saludaron. Magnus se echó hacia atrás tratando de ocultar a Baltasar con los brazos.
—Hola —saludó Roy—, ¿cómo te llamas?
—Magnus —contestó el niño en voz baja.
—Magnus, ya. ¿Qué llevas ahí?
Magnus negó con la cabeza y David se interpuso entre los dos.
—Hoy es su cumpleaños y le han regalado un conejo. Ha querido traerlo para enseñárselo a... Eva. Ella está aquí, ¿no?
—Sí, claro —dijo Roy, volviéndose hacia Magnus—. ¿Un conejo? Ah, entonces comprendo que quieras... a mí también me habría gustado. Ven.
Sin más ceremonias, les hizo un gesto con la mano para que lo siguieran y se dirigieron hacia la habitación de la que él había salido. David respiró profundamente, puso la mano en el hombro de su hijo y fue detrás de él.
La habitación tenía eco, tan poco amueblada estaba, y el escaso instrumental médico esparcido por ella no hacía sino acentuar aquel vacío. Allí no había más que una cama con una mesilla, encima de la cual descansaba una máquina. En el suelo, junto a un sillón, había algunos ejemplares de
Journal
of
American Medicine.
Eva estaba sentada en la cama.
La mitad del rostro ya no estaba cubierto por un vendaje. Lo habían sustituido por una gruesa malla tubular que sujetaba el apósito de gasa y resaltaba aún más las secuelas del accidente. La chaquetilla azul del hospital se hundía en un lado del pecho. De la cabeza le salían unos cuantos cables conectados a la máquina colocada sobre la mesilla. La cama estaba levantada en la posición para sentarse y Eva mantenía las dos manos sobre la manta del hospital; su único ojo miraba hacia la puerta por la que habían entrado.