—Sí —afirmó Sture—. Es así.
David asintió sin saber muy bien qué responder. Abrió un poco la tapa del cesto. Había un conejillo gris agazapado en el fondo, mirando a la pared, junto con unas hojas de lechuga en un rincón y un montón de bolitas negras en el otro. El tufillo agrio que sabía que pronto iba a impregnar el apartamento llegó hasta su nariz.
Sture cogió al animal entre las manos; parecía estar en un nido en esas manos tan grandes.
—¿Tienes la jaula?
—Mi madre la traerá —respondió David.
Sture acarició las orejas del conejo. Tenía la nariz más roja que la última vez que lo había visto, y bajo la piel de las mejillas corría una red de vasos capilares. David percibía un olor a whisky, probablemente de la noche anterior. Sture no se sentaría bebido al volante de ninguna de las maneras.
—¿Te apetece un café?
—No me vendría mal, gracias.
Se sentaron a la mesa de la cocina. El conejo aún descansaba en las manos de Sture, seguro y confiado. Movía el hociquillo como tratando de comprender su nuevo destino. Sture tomaba su café con el azucarillo a la vieja usanza, y no sin ciertas dificultades al tener una mano ocupada. Estuvieron un rato en silencio. David oía a su hijo removerse en la cama. Seguramente tenía ganas de hacer pis, pero no quería salir de su habitación y romper la magia del momento.
—Eva está mucho mejor —comentó David—. Mucho mejor. Hablé con ellos ayer y dicen que... se han producido progresos enormes.
Su suegro sorbió un poco de café.
—¿Cuándo podrá volver a casa?
—No lo sabían. Todavía están tratándola y... tienen una especie de programa de rehabilitación.
Sture asintió en silencio y David se sintió vagamente idiotizado por utilizar el idioma
de ellos
para defender las medidas
de ellos,
convirtiéndose en una especie de representante de la autoridad.
El neurólogo con el que él había hablado le dijo que la tensión eléctrica en el cerebro de Eva aumentaba de forma paralela al desarrollo de sus funciones conceptuales e idiomáticas. Parecía como si las células muertas del cerebro resucitaran; otro imposible.
El neurólogo, sin embargo, había vacilado cuando Zetterberg le hizo la misma pregunta que Sture:
—¿Cuándo podrá volver a casa?
—Es muy pronto para poder decirlo —había respondido—. Hay aún ciertos... problemas de los que será mejor que hablemos mañana. Cuando se hayan visto. Es difícil describirlos ahora.
—¿Qué clase de problemas?
—Sí, bueno, como le digo... es difícil de comprender si no se ha... visto. Estaré mañana en Heden. Entonces hablaremos de ello.
Había quedado en reunirse por la mañana temprano. Heden se abriría a las doce y David quería llegar allí con tiempo.
De nuevo volvieron a llamar a la puerta con cuidado, y David salió a abrir y dejó pasar a su madre con la jaula para el conejo. Ella, para sorpresa de David, se había tomado la noticia del accidente de Eva con relativa calma, sin convertirse en una carga llevando la compasión a la exageración, que era lo que David se había temido.
La jaula tenía buen aspecto, pero no había serrín. Sture dijo que el papel de periódico cumplía las mismas funciones y encima salía más barato. Los dos ancianos prepararon juntos la jaula mientras David permanecía de pie con el conejo en las manos.
Eva y él habían bromeado muchas veces con que deberían azuzar a sus respectivos padres, dos personas que vivían solas, para que se juntaran. No tenía ninguna duda de que resultaría imposible; eran demasiado distintos y estaban anclados cada uno en su vida. No le pareció tan descabellado mientras los veía rasgar las páginas de un periódico con el mayor sigilo posible y poner agua en un cuenco. Durante un instante se invirtieron los papeles: ellos eran una pareja, él estaba solo.
«Pero no estoy solo. Eva se pondrá bien».
Le vino a la mente el gran agujero abierto en el pecho de Eva...
Cerró los ojos con fuerza, los abrió y se concentró en el animalillo, que le mordisqueaba un botón de la camisa. No habría habido ningún conejo de no haber sido por el accidente de su esposa. Tanto Eva como él se negaban a tener animales en la ciudad, en jaulas, pero ahora...
Magnus debía tener alguna alegría. Al menos el día de su cumpleaños.
Cumpleaños feliz,
cumpleaños feliz,
te deseamos todos,
cumpleaños feliz.
David tragó saliva para deshacer el nudo de la garganta cuando entraron en la habitación de Magnus.
El niño no estaba acurrucado durmiendo o fingiendo que dormía. Estaba sentado en la cama con las manos en el estómago; los miró con rostro muy serio, y David pensó que estaban haciendo teatro ante un público que se negaba a participar.
—Feliz cumpleaños, corazón.
La madre de David fue la primera en acercarse y en los ojos de Magnus se suavizó el recelo cuando pusieron los paquetes a los pies de la cama. Pareció olvidarlo todo por un momento. Allí había cartas de Pokémon, Lego y varias películas. Reservaron la jaula para el final.
Si David había temido que Magnus decidiera no seguirles el juego, no quedó ninguna duda de que la alegría de su hijo era grande y auténtica cuando cogió al conejo y lo puso en su cama, le acarició la cabeza y le besó el hocico. Lo primero que dijo después de permanecer así un rato fue:
—¿Puedo llevármelo para enseñárselo a mamá?
David sonrió y asintió. Después del día siguiente al del accidente, Magnus apenas había nombrado a Eva, y cuando David había intentado sondearle se había dado cuenta de que Magnus estaba resentido con ella porque había desaparecido. Aunque el propio Magnus fuera consciente de que era una postura absurda y se avergonzara de ella, se negaba totalmente a hablar de su madre.
Por lo tanto, si quería llevar el conejo, pues que lo llevara.
Sture acarició a Magnus en la cabeza y le preguntó:
—¿Cómo crees tú que se llama?
—Baltasar —se apresuró a contestar el pequeño.
—¿Ah, sí? De acuerdo —dijo Sture—. Menos mal que es macho.
Sacaron la tarta. David había comprado una de mazapán en la pastelería, pero Magnus no dijo nada. Se sirvieron café y leche con cacao. Habría sido insoportable saborear el dulce, soportar el silencio entre los bocados de no haber sido por Baltasar. El conejo saltaba por la cama de Magnus, olisqueó la tarta y se manchó el hocico de nata.
En vez de hablar de Eva, lo cual les resultaba imposible, hablaron de Baltasar. Baltasar era el quinto ser vivo; Baltasar sustituyó a Eva. Se rieron de sus brincos, conversaron acerca de los inconvenientes y las satisfacciones de tener conejos.
Cuando se fue a casa la madre de David, éste y Magnus jugaron un par de partidas de Pokémon para que el chico pudiera estrenar las cartas nuevas. Sture seguía el juego con interés, pero cuando su nieto trató de explicarle las reglas, tan complicadas, Sture sacudió la cabeza:
—No. Creo que no está hecho para mí. Me quedo con el póquer y el tute.
Magnus ganó las dos partidas y se fue a su habitación a jugar con Baltasar. Eran las 9:30. No podían seguir tomando café sin riesgo de que les produjera acidez de estómago, y debían matar dos horas antes de ponerse en camino. David estuvo a punto de proponer una partida de tute, pero iba a parecer algo rebuscado. En vez de eso se sentó a la mesa de la cocina enfrente de Sture, sin saber qué decir.
—He visto que vas a actuar esta noche —comentó Sture.
—¿Qué? ¿Esta noche?
—Sí, al menos eso ponía en el periódico.
David sacó su agenda y lo comprobó. «17 de agosto. NB 21:00». Sture tenía razón. Además, para su horror, vio que tenía un trabajo para una fiesta de empresa en Uppsala el 19. Trabajo: hacer chistes, gastar bromas, hacer reír a la gente. Se pasó las manos por la cara.
—Tendré que llamar y decir que no voy.
Sture entornó los ojos, como si estuviera mirando al sol.
—¿Vas a hacer eso, entonces?
—Sí, ya sabes, estar allí... haciendo bromas de mal gusto. No puede ser.
—Tal vez fuera bueno para alejarse un poco.
—Sí, pero los textos... Me van a salir de la boca como piedras. No.
A esto había que añadir que una parte del público probablemente ya sabía lo que le había pasado, tras la emisión del reportaje de TV4. Actuaba el marido de la mujer muerta. Seguramente Leo había suspendido ya su actuación, pero había olvidado retirar el anuncio.
Sture entrelazó los dedos encima de la mesa.
—Yo puedo quedarme con el niño, si quieres.
—Gracias —dijo David—. Ya veremos. Pero no lo creo.
Bondegatan, 09:30
El sábado por la mañana llamaron a la puerta de Flora. Fuera la esperaba Maja, una de las pocas amigas que tenía en la escuela. Maja le sacaba la cabeza a Flora y pesaba unos treinta kilos más. En la solapa de su guerrera militar comprada en ÖB llevaba una chapa con el lema «I BITCH & I MOAN. WHAT'S YOUR RELIGION?».
—Sal un momento —le pidió.
Flora lo hizo encantada. El apartamento olía a desayuno y a pan tostado, como un recordatorio aciago de una felicidad inexistente. Además Flora fumaba casi exclusivamente cuando estaba con Maja, y ahora le apetecía echarse un pitillo.
Deambularon sin rumbo por las calles mientras Maja se fumaba el primer cigarrillo de la mañana y Flora daba un par de caladas.
—Nosotros hemos estado hablando de hacer algo en Heden —dijo su amiga mientras le pasaba el cigarrillo.
—¿Nosotros?
—Sí, en el partido.
Maja pertenecía a una facción de Ung Vänster, las nuevas generaciones del Partido Comunista; eran sobre todo chicas, y les gustaba dárselas de originales. Cuando el periódico
Café
celebró su décimo aniversario en el barco
Patricia,
arrojaron diez cubos de cola de empapelar en el muelle delante de la plataforma de acceso y colocaron un cartel: «¡PRECAUCIÓN! ¡ESPERMA!». Los invitados tuvieron que vadear aquella plasta grisácea hasta que con grandes dificultades consiguieron limpiarla.
—¿El qué? —preguntó Flora, devolviéndole el cigarrillo sin fumar. Ya había tenido suficiente.
—Pero... lo que están haciendo es una locura —exclamó Maja, apartando ostensiblemente la mirada de una chica que iba en plan súper Buffy con pantalones blancos de lino y que estaba dando su paseo matinal con un perro de adorno—. Primero les utilizan como conejillos de Indias y ahora van a encerrarlos en un gueto de mierda.
—Es verdad —dijo Flora—. Pero ¿cuál es, exactamente, la alternativa?
—¿La alternativa? No importa nada cuál sea la alternativa. Eso está mal. Hay que criticar a la sociedad...
—...por cómo trata a los más débiles —añadió Flora—. Sí, eso ya lo sé, pero...
Maja agitó la mano del cigarrillo con irritación.
—Nunca ha existido un grupo más débil que los muertos. —Se echó a reír—. ¿Cuándo ha sido la última vez que oíste que los muertos hicieran valer sus derechos, eh? Están indefensos y el poder puede hacer con ellos lo que quiera. Y es lo que van a hacer. ¿Leíste lo que escribió en
Dn
esa vieja filósofa o lo que fuera?
—Sí —contestó Flora—. A mí también me parece que está mal, llevas razón, tranquilízate, pero me pregunto...
—Las preguntas puede hacérselas uno después. Se identifica el fallo y se hace algo al respecto. Tan pronto como aparece algo nuevo el tema es quién tiene poder para aprovecharse de ello. Imagínate que consiguen un remedio contra la muerte, de acuerdo. ¿Para qué crees que van a usarlo? ¿Para que la población de África viva eternamente? No lo creo. Primero dejarán morir de sida a todos los negros, después ya veremos qué podemos hacer con África. Date cuenta de que la propagación del virus en principio está controlada por industrias farmacéuticas estadounidenses. —Maja meneó la cabeza—. Me apostaría algo a que también vendrán a meter las narices en Heden.
—Yo había pensado ir allí cuando abran —dijo Flora.
—¿Adónde? ¿A Heden? Te acompaño.
—No creo que te dejen pasar. Sólo son los allegados los que...
—Ahí lo tienes, una cosa como ésa. ¿Cómo puedes demostrar que eres allegado, eh?
—No sé.
Maja apagó el cigarrillo dándole vueltas entre el índice y el pulgar. Se detuvo, ladeó la cabeza y se quedó mirando a Flora con los ojos entornados.
—¿Y a qué vas tú allí?
—No sé. Es sólo que... que tengo que ir allí. Debo ver qué pasa.
—A ti te interesa mucho todo esto de la muerte.
—¿Y no nos interesa a todos en realidad?
Maja se quedó mirándola y al cabo de un par de segundos dijo:
—No.
—Te digo yo que sí.
—No.
Flora se encogió de hombros.
—No sabes lo que dices, la verdad.
Maja sonrió burlona y lanzó la colilla describiendo un arco hacia un contenedor de basura. Y acertó, por increíble que pudiera parecer. Flora aplaudió y Maja le puso la mano encima del hombro.
—¿Sabes lo que eres?
Flora negó con la cabeza.
—No.
—Un poco pretenciosa. Eso es bueno.
Siguieron dando vueltas y charlando otro par de horas. Después se despidieron, y Flora cogió el metro en dirección a Tensta.
Täby Kyrkby, 09:30
—Debemos aprovechar la ocasión de predicar cuando se va a juntar tanta gente.
—¿Crees que va a escucharnos alguien?
—Estoy convencido de ello.
—¿Cómo van a oírnos?
—Habrá altavoces.
—¿Crees que nos van a dejar usarlos?
—Vamos a ver: cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo, ¿creéis que les pidió permiso? ¿Les dijo acaso: «Perdonadme, quería volcaros un poco las mesas»?
Las demás se rieron y Mattias cruzó los brazos sobre el pecho, satisfecho. Elvy estaba con la cabeza apoyada en el marco de la puerta de la cocina mirándolos allí sentados mientras discutían la estrategia del día. Ella no participaba. Los últimos días había luchado contra un agotamiento fruto de la falta de sueño, y esa falta de sueño surgía de las dudas.
Permanecía despierta por las noches, luchando por mantener viva su visión, por evitar que palideciera y se convirtiera en una imagen entre tantas. Tratando de comprender.
«Su única salvación es acercarse a mí...».
Después del relativo éxito de la primera tarde, la pesca de almas había ido peor. Pasado el primer impacto, la gente estaba menos dispuesta a entregarse a la causa cuando se vio que, pese a todo, la sociedad era capaz de manejar la situación. Elvy sólo había participado el primer día, el segundo se sintió demasiado cansada.