En la roca situada fuera de la casa había un viejo soporte para secar las redes, tres grandes ganchos en forma de T. Bajo uno de ellos estaba Anna canturreando y tendiendo la ropa de Elias que había lavado con jabón y agua salada. Parecía muy animada, en absoluto angustiada, como Mahler se había esperado.
Ella oyó sus pasos en la roca y se volvió.
—Hola, ¿dónde has estado?
Mahler dio un manotazo al aire y Anna ladeó la cabeza, mirándole.
«Como si yo fuera un niño», pensó Mahler, y ella se echó a reír y asintió. El sol, en el horizonte, le arrancó un destello burlón en la mirada.
—¿Has encontrado algo de agua? —preguntó él.
—No.
—¿Y no estás preocupada?
—Sí, pero... —Anna se encogió de hombros y colgó dos calcetines pequeños en el mismo gancho.
—Pero ¿qué?
—Creía que ibas a ir tú a buscarla.
—Pues a lo mejor no tengo ganas.
—Ah, es eso. Entonces vas a tener que enseñarme cómo funciona el motor.
—No te pases.
Anna le devolvió una mirada de significado elocuente: «No te pases tú», y su padre entró en la casa a regañadientes. El chaleco salvavidas más grande era demasiado pequeño para él, parecía un bebé gigante cuando se ajustó el cinturón sobre la tripa, así que pasó del chaleco. De pronto, todo empezaba a perder importancia. Entró a ver a Elias, tumbado en la cama bajo el cuadro del trol, pero no sintió deseo alguno de acercarse a él. Cogió el bidón de agua y salió.
—Bueno —dijo—, pues tendré que ir yo.
La chica había tendido toda la colada. Se agachó y apoyó las manos sobre las rodillas.
—Papá —le dijo suavemente—. No sigas así.
—¿Que no siga cómo?
—Que no sigas, simplemente. No hay necesidad.
Mahler pasó junto a ella y bajó hacia la barca.
—Conduce con cuidado —le pidió Anna.
—Claro, claro.
* * *
Cuando el ruido del motor se perdió entre las islas, Anna se tumbó de espaldas sobre la roca recalentada por el sol, colocándose de manera que el calor llegara todo lo posible hasta su piel. Después de permanecer un rato allí tumbada, entró en busca de Elias y lo tumbó a su lado en la piedra envuelto en el edredón.
Ella se volvió de lado hacia él, apoyando la cabeza en la mano, y se concentró en un punto de su arrugada frente marrón con manchas negras.
«¿Elias?».
Recibió una respuesta no expresada con palabras; de hecho, ni siquiera era una respuesta, sino más bien una muda constatación de que estaba ahí. Elias había hablado realmente con su madre en contadas ocasiones, la última vez fue cuando ella estaba cortando el césped mientras su abuelo seguía con aquellos ejercicios absurdos.
Ella estaba quitando una piedra que se había quedado atascada dentro del cortacésped, cuando la voz clara y nítida de su hijo le invadió la cabeza:
«¡Mamá, ven! El abuelo está enfadado. Voy a...».
Elias no llegó más allá antes de que su voz se ahogara en un sonido cortante, silbante. Cuando ella entró en la casa, Elias estaba en el suelo con la silla encima y el sonido agudo desapareció, al tiempo que perdió todo contacto con él.
La vez anterior fue de noche. Ella apenas dormía y cuando conciliaba el sueño era por puro agotamiento. Le resultaba difícil dormir sabiendo que Elias estaba en su cama con la vista en el techo y que le dejaba solo cuando desaparecía en el espacio cerrado del sueño.
Se había adormilado en un colchón al lado de la cama de Elias cuando su voz la despertó, pegó un salto, se sentó y le vio allí tumbado en su cama con los ojos abiertos.
—¿Elias? ¿Has dicho algo?
—«Mamá...».
—¿Sí?
—«No quiero».
—¿Qué es lo que no quieres?
—«No quiero estar aquí».
—¿No quieres estar aquí, en la casa de veraneo?
—«No. No quiero estar... aquí».
El redivivo interrumpió la conversación en cuanto se oyó un silbido, antes de que ese sonido sibilante aumentara de volumen y resultara insoportable. Anna percibió con claridad tangible cómo su hijo se agazapaba en el interior de sí mismo hasta desaparecer. Por unos instantes, mientras madre e hijo hablaban, algo había animado a Elias, pero al cabo de un momento, cuando lo recobró, ya sólo fue posible entablar una precaria comunicación sin palabras.
Y otra cosa más.
Cada retirada de Elias tenía un único motivo: el miedo. Ella lo sabía. Elias temía algo relacionado con aquel sonido silbante.
Sobre la roca a la luz del sol, con esa cara de momia sobresaliendo del edredón, quedaba claro, terriblemente claro, que el cuerpo de Elias sólo era ese caparazón del que hablaban. Ese pellejo seco y arrugado escondía en su interior algo innombrable que no era de este mundo. Elias, ese niño que se había balanceado en los columpios y al que le habían gustado las nectarinas, no iba a volver. Ella lo había comprendido ya durante aquellos primeros minutos en el dormitorio de Mahler en Vällingby.
«Y, sin embargo, sin embargo...».
Ella ahora podía valerse por sí misma. Tendía la ropa y canturreaba canciones, lo cual no habría podido hacer de ninguna de las maneras una semana antes. ¿Por qué?
Porque ahora sabía que la muerte no lo era todo.
Tantas veces como había bajado a Råcksta y se había sentado junto a la tumba y le había hablado en susurros, tendida sobre la lápida. La mujer sabía entonces que el cuerpo de su hijo se hallaba allí abajo, pero también sabía que él no la podía oír, que, en realidad, no quedaba nada de él. Que Elias solamente había sido la suma de columpios, nectarinas, bloques de Lego, sonrisas, cabezonerías, y «mamá, dame otro beso de buenas noches». Cuando todo aquello había desaparecido, sólo quedaban los recuerdos.
Estaba completamente equivocada, y ésa era la razón de que ahora tarareara canciones. Elias estaba muerto, pero no había desaparecido.
Anna abrió un poco el edredón para que le entrara algo de aire. Elias todavía olía mal, pero no como al principio. Era como si lo que podía oler mal se hubiera... consumido.
—¿De qué tienes miedo?
No hubo respuesta. Le aireó el pijama por encima del vientre y salió una tufarada de aire podrido. Le cambiaría en cuanto se secara la ropa. Se quedaron en la roca hasta que el sol descendió hacia el mar de Åland, empezó a levantarse una brisa fresca y Anna llevó a Elias dentro.
La ropa de la cama olía a moho, así que la sacó fuera y la colgó de un aliso próximo a la casa. Encontró un quinqué y lo llenó de queroseno para cuando se hiciera de noche. Comprobó si funcionaba la chimenea quemando unos papeles y abriendo el tiro. El humo se quedaba dentro. Probablemente la chimenea estaría tapada; quizá algún pájaro había construido su nido en ella.
Anna se untó unas rebanadas de pan con huevas de bacalao, llenó un vaso de leche, salió y se sentó en la piedra. Después de comerse las rebanadas bajó hasta la orilla para comprobar qué era aquella cosa grande y plateada oculta entre la hierba y que ya le había llamado la atención antes.
Al principio no comprendió qué podía ser ese gran cilindro lleno de agujeros. Era el típico objeto que uno tiraba hacia arriba, le sacaba una foto y luego podía asegurar que era un ovni. Más tarde comprendió que era el tambor de una lavadora, que usaban los pescadores como nasa.
Dio un paseo por la orilla, halló un tubo de espuma de afeitar y una lata de cerveza. Las nubes adquirieron un color rojo claro y pensó que su padre tenía que estar a punto de llegar.
Para contemplar mejor la puesta de sol y comprobar si venía su padre, subió a una colina coronada por un túmulo situado detrás de la casita. La vista era fantástica. Aunque la colina no sobresalía más de dos metros por encima de la casa, desde allí se podían observar todas las islas del archipiélago.
Vista de lado, la masa de nubes de evolución parecía un único edredón acolchado que cubría las islas bajas, reflejándose en un mar de sangre. Nada ocultaba la línea del horizonte por el este. Anna comprendió muy bien por qué la gente creyó alguna vez que la tierra era plana y el horizonte era un borde tras el cual sólo se hallaba la Nada.
Escuchó con atención, pero no distinguió ningún ruido de motor.
Mientras estaba allí contemplando el ancho mundo, le pareció absolutamente increíble que su padre pudiera encontrar el camino de vuelta. El mundo era inmensamente grande.
«¿Qué es eso?».
Anna fijó la vista en la arboleda que crecía en una hondonada al otro lado de la isla, donde le pareció ver algo en movimiento. Sí, escuchó un chasquido y creyó entrever una mancha blanca que aparecía y desaparecía.
¿Blanco? ¿Qué animales blancos había?
Sólo los que vivían en la nieve. Además de los gatos, claro. Y los perros. ¿Podía ser un minino olvidado o abandonado? Tal vez se había caído de algún barco y había conseguido llegar a tierra.
Empezó a caminar hacia la hondonada, pero de repente se detuvo.
Aquello era más grande que un gato, parecía más un perro, a juzgar por el tamaño. Un perro que se había caído de una embarcación y... se había vuelto salvaje.
Dio media vuelta y se dirigió rápidamente a la cabaña, a la entrada de la cual se detuvo y prestó atención una vez más. Debían de ser ya más de las ocho, ¿por qué no volvía su padre?
Entró y cerró la puerta tras de sí, pero volvió a abrirse, pues le faltaba la cerradura. Cogió una escoba, la pasó por debajo de la manija y apoyó el extremo contra la pared. No valía nada como cerradura, pero un animal no podría abrirla.
Cuanto más pensaba en ello, más se angustiaba.
No era ningún animal. Era una persona.
Se colocó al lado de la puerta y aguzó el oído. Nada. Sólo un mirlo solitario que trataba de trinar como un montón de pájaros a la vez.
El corazón hizo acto de presencia, palpitaba más deprisa y con más fuerza. Se preocupaba por nada. Lo único que pasaba era que ella estaba sola con Elias, el hecho de que no pudiera escapar de allí era lo que le hacía pensar en fantasmas. No había ninguna dificultad en caminar haciendo equilibrios sobre una tabla de diez centímetros de anchura cuando la tabla estaba a ras del suelo, pero ponía a diez metros de altura y el miedo se adueñará de ti. Aunque la tabla siguiera siendo la misma.
Probablemente había sido una gaviota. O un cisne.
Un cisne. Eso era. Claro que era un cisne, con el nido en un altozano de la isla. Los cisnes eran grandes.
Anna se tranquilizó y fue a ver a Elias. Él estaba tumbado con la cabeza vuelta hacia la pared, parecía como si estuviera mirando el cuadro del trol, que a la oscuridad del anochecer no era más que un rectángulo oscuro en mitad de la pared. Se sentó junto a él en la cama.
—Hola, pequeño. ¿Qué tal estás?
El sonido de su propia voz rompió el silencio, lo desalojó, y calmó el desasosiego que sentía en el pecho.
—Tenía un cuadro como ése junto a mi cama cuando era pequeña, aunque el mío representaba a un papá trol pescando con su hija. La niña sujetaba la caña y el padre, que era así, grande y torpe y con verrugas, le indicaba cómo debía sujetarla, cogiéndole del brazo con suavidad, enseñándole. Yo no sé si mamá sabía cómo miraba yo aquel cuadro ni lo que yo pensaba. Yo fantaseaba con un padre que hacía eso conmigo. Que me enseñaba cómo se hacían las cosas y que estaba cerca, detrás de mí, y que era así de grande y parecía así de bueno. Lo que sé, de todos modos, es que cuando era pequeña yo quería ser un trol. Porque todo parecía ser muy sencillo para los troles. No tenían nada y sin embargo lo tenían todo.
Dejó reposar las manos en las rodillas, imaginándose aquel cuadro...
«¿Qué habrá sido de él?», se preguntó...
... recordando las veces que estuvo de rodillas en la cama, recorriendo con el dedo los rasgos de la cara de aquel papá trol.
Soltó un suspiro y se volvió hacia la ventana. Descubrió un globo pintado flotando allí fuera. Se quedó sin aliento.
El globo era una cara. Una cara hinchada y blanca con dos hendiduras negras a modo de ojos. Los labios habían desaparecido y los dientes estaban al descubierto. Se quedó paralizada contemplando aquel rostro cuya nariz era un simple agujero en medio de la carne blanca y fungosa; parecía una cara hecha de harina de trigo amasada y llena de dientes grandes pinchados en ella.
Se alzó una mano, se apoyó contra la ventana. También de un blanco cadavérico, hinchada.
Anna gritó hasta quedarse sorda.
La cara se retiró de la ventana y avanzó en dirección a la puerta. Ella se levantó de un salto, dándose un golpe en la cadera con el borde de la mesilla, pero no notó nada, y fue hasta la cocina...
«¿Mamá?».
... y agarró con fuerza la manivela.
«¿Mamá?».
Era la voz de Elias dentro de su cabeza. Anna hizo fuerza con el pie contra la pared y tiró de la manivela con todas sus fuerzas. Alguien agarró la manija, desde fuera. Ella la sujetó. Alguien desde fuera daba tirones.
«Dios mío, por favor, haz que no entre, haz que no...».
«Mamá, ¿qué...».
«... haz que no».
«...
pasa?».
Era fuerte. Anna sollozó cuando la puerta golpeteó contra el marco.
—¡Vete de aquí! ¡Vete de aquí!
Anna pudo sentir a través de la manija la fuerza muerta e inexorable de aquel ser que tiraba insistentemente de la puerta, que quería llegar hasta ella y hasta Elias. El pánico convirtió su garganta en puro músculo en tensión y volvió la cabeza agarrotada hacia la cocina en busca de un arma, la que fuera.
Debajo de la encimera de la cocina había un hacha pequeña, pero no podía soltar la manija para cogerla. Esa criatura tiraba cada vez más fuerte de la puerta, y cuando ésta se abrió un poco, Anna pudo entrever por un instante su cuerpo al completo; un cuerpo blanco, desnudo y hecho de bolas de masa lanzadas contra un esqueleto, y Anna comprendió.
«Ahogado. Es un ahogado».
Se rió entre resuellos mientras seguía tirando de la puerta, cuando ésta se entreabría podía vislumbrar los jirones de carne comida por los peces.
«Los ahogados. ¿Dónde están?».
Enseguida le surgió la imagen de un mar rebosante de ahogados, las víctimas de los accidentes de aquel verano. ¿Cuántas podían ser? Vio unos cuerpos flotando en el oleaje y otros rozándose contra el fondo. Peces carroñeros, anguilas que penetraban a través de la piel y se daban un festín con las vísceras.
«¡Mamá!».