Entonces vio que estaba rota la ventana que había en la pared de enfrente. La luz se reflejó en los trozos de vidrio esparcidos por el suelo y por la mesa. Había algo encima de la mesa, entre los cristales. Supuso que sería una rata. Dio dos pasos para verla de cerca.
«No. Aquello no era una rata».
Era una mano cortada, una mano de fina piel arrugada por el agua. El dedo índice estaba descarnado por arriba y sólo quedaba el hueso delgado como un palillo.
Mahler tragó saliva mientras le daba la vuelta a la mano con el extremo del hacha. Aquélla yació inerte sobre las esquirlas de vidrio. Él resopló. ¿Qué se había esperado? ¿Que saltara y le agarrara del cuello? Alumbró el exterior a través de la ventana y sólo vio las rocas que sobresalían por encima de la cortina de enebros.
—Está bien —le dijo a Anna al volver a la cocina—. Tendré que salir a mirar fuera.
—No...
—¿Qué vamos a hacer si no? Irnos a dormir y esperar que...
—...alo...
—¿Qué?
—Es malo.
Mahler se encogió de hombros y levantó el hacha.
—¿Fuiste tú quien...?
—Tuve que hacerlo. Quería entrar.
El subidón de adrenalina que lo había mantenido en tensión desde que oyó en el mar el grito de Anna empezaba a aplacarse, y estaba muerto de hambre. Jadeante, se dejó caer en el suelo junto a su hija. Se acercó la cesta frigorífica, extrajo un paquete de salchichas y devoró dos; luego, le ofreció el paquete a Anna, pero ella las rechazó con una mueca.
Él se comió otras dos salchichas más, pero era como si el hecho de masticar sólo le diera más hambre. Cuando se tragó aquella masa pastosa, le preguntó:
—¿Y Elias?
Anna miró el bulto que tenía en brazos y dijo:
—Tiene miedo. —La voz de Anna sonaba castigada, pero audible.
Gustav sacó un paquete de bollos de canela y se comió cinco. Más masa pastosa que tragar. Bebió unos cuantos tragos del cartón de leche y sintió que seguía teniendo tanta hambre como antes, con la diferencia de que ahora, además, le pesaba el estómago. Se echó hacia atrás y se tumbó en el suelo para hacer que el peso se desplazara y se repartiera.
—Volvemos a casa —anunció Anna.
Mahler iluminó con la linterna el bidón de gasolina guardado debajo del fregadero y dijo:
—Podremos hacerlo si hay combustible en ese bidón. Si no, no.
—¿No tenemos
gasolina
?
—No.
—Yo creía que tú ibas a...
—No he podido.
Anna no dijo nada, lo cual a él le pareció peor que si se lo hubiera reprochado. La rabia empezó a agitarse poco a poco en su pecho.
—He trabajado —dijo él— todo el tiempo desde que...
—Ahora no —le atajó Anna—, déjalo.
Él apretó los dientes, se dio una vuelta, se arrastró hasta el bidón de gasolina y lo levantó. No pesaba casi nada, puesto que estaba vacío.
«Menudos idiotas», pensó. «Menudos idiotas, mira que no tener gasolina de reserva...».
Oyó a Anna dando un resoplido desde la puerta y recordó que ella estaba al tanto de sus pensamientos. Se levantó despacio y recogió la linterna y el hacha.
—Tú sigue ahí sentada riéndote —le dijo. Blandió el hacha mientras se dirigía hacia la puerta y añadió—: Y voy yo y... —Anna no se movió.
—¿Me vas a dejar a salir?
—No es como Elias —observó ella—. Éste ha estado solo, éste...
—¿Quieres apartarte de la puerta?
Anna le miró a los ojos.
—¿Y qué hago yo? —le dijo—. ¿Qué hago yo si... te pasa algo?
El padre se echó a reír con acritud.
—¿Es
eso
lo que te preocupa? —Sacó el móvil del bolsillo, lo encendió e introdujo su número de pin, se lo dio a su hija y le dijo—: Uno, uno, dos. Si
ocurre
algo.
Anna miró el teléfono como para comprobar si había cobertura y sugirió:
—Vamos a llamar ahora.
—No —repuso Mahler alargando la mano hacia el teléfono—. Entonces me quedo yo con él. —Ella suspiró y escondió el aparato debajo del edredón—. ¿No vas a llamar?
La chica negó con la cabeza y soltó la puerta.
—Papá, hacemos mal.
—Ya, ya —replicó él—. Eso es lo que a ti te parece.
Abrió la puerta y recorrió con la luz de la linterna las rocas, la hierba y los arbustos de frambuesas. Cuando levantó la linterna de manera que ésta alumbrara un resquicio en la cortina de alisos plantados entre la casa y el mar, vio a una persona tendida en las rocas ligeramente inclinadas hacia el canal. De hecho, no hacía falta luz artificial, la luna bastaba para distinguir la figura blanca tumbada encima de las rocas, con la cabeza a ras del agua.
—Lo veo —dijo él.
—¿Qué piensas hacer?
—Quitarlo de en medio.
Mahler se alejó de la casa. Anna no cerró la puerta como él pensaba que iba a hacer ella. Avanzó unos pasos hacia aquel ser y se dio la vuelta. Anna seguía en el umbral, abrazando el bulto y mirándole a él.
Quizá debería haberse sentido satisfecho o conmovido, pero se vio cuestionado; tuvo la impresión de que Anna no se fiaba de él y ahora se quedaba mirando para verle fracasar una vez más.
Cuando llegó al borde de la playa, después de pasar al lado del bote, descubrió lo que estaba haciendo aquel ser. Estaba bebiendo. Se había tumbado cuan largo era y se llevaba el agua del mar a la boca con la mano que le quedaba.
Mahler apagó la linterna y se acercó con sigilo sobre las húmedas algas, agarrando con fuerza el hacha.
«Quitarlo de en medio».
Eso era lo que iba hacer. Quitárselo de en medio.
Mahler se encontraba a poco más de veinte metros del individuo cuando éste se levantó. Aquello era una persona y no lo era. La luz de la luna era suficiente para ver que le faltaba buena parte del cuerpo. La suave brisa marina traía consigo un hedor a pescado podrido. El periodista vadeó unos metros entre los carrizos y subió a la roca donde le estaba esperando aquel ser. Tenía la cabeza ladeada como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.
«¿Ojos?».
No tenía ojos. Movía la cabeza de un lado a otro como si olfateara, o buscara el ruido de sus pasos. Cuando se hallaba a tan sólo unos metros de él, Mahler vio que a aquel tipo le habían arrancado la piel del pecho a mordiscos, y que las costillas destacaban blancas a la luz de la luna. Advirtió un movimiento entre los huesos y jadeó al creer que lo que se agitaba era el corazón del monstruo.
Alzó el hacha y encendió la linterna, apuntando hacia aquel ser para deslumbrarlo, si es que tenía ojos con los que ver. El haz luminoso hizo que aquella figura se recortara blanca como la tiza contra el mar de fondo, y ahora vio Mahler cuál era la causa de los movimientos: dentro del pecho tenía enroscada una gruesa anguila negra, como encerrada en una nasa, que estaba abriéndose camino hacia fuera a mordiscos.
Una especie de reflejo compasivo hizo que Mahler, para no mostrar su asco, se diera media vuelta antes de que los alimentos que se había comido se le revolvieran dentro del estómago y fueran expulsados. Salchichas, bollos y leche salieron vomitados sobre las rocas y se escurrieron hacia el agua. Antes de que dejara de sentir náuseas se volvió para no estar de espaldas a aquel monstruo.
Los vómitos seguían fluyendo entre sus mandíbulas convulsas, resbalándole por la barbilla. Vio a la anguila dando algunas sacudidas dentro del pecho y en medio del silencio oyó los ruidos que hacía su cuerpo de serpiente al resbalarse sobre la carne que quedaba dentro de su cárcel. Mahler se pasó la mano por la boca, pero los dientes no querían dejar de castañetear.
Su repugnancia era tan grande que lo único que tenía en la cabeza era una aversión incontrolable, la idea fija de deshacerse de él, matarlo, hacer desaparecer aquella abominación de la superficie de la tierra.
«Matarlo... matarlo... ».
Dio un paso hacia aquel monstruo y al mismo tiempo el monstruo dio un paso hacia él. Avanzaba rápido, mucho más rápido de lo que él hubiera podido imaginarse con aquel cuerpo hecho pedazos. Los huesos chocaron un par de veces contra la roca y, pese a su furia ciega, Mahler retrocedió a causa de la anguila; no quería que la anguila, que había engordado a base de comer carne humana, se acercara a él.
Retrocedió, y se resbaló en sus propios vómitos. El hacha salió despedida de su mano cuando su cuerpo aterrizó sobre las rocas con un golpe sordo. Su nuca chocó contra la roca; la parte posterior de la cabeza se le hundió del golpe. Vio rayos y centellas, y un instante antes de que se apagaran y lo sumieran en la oscuridad, Mahler sintió las manos de aquel monstruo sobre su cuerpo.
Labbskäret, 21:50
Anna lo vio todo. Vio caer a su padre cuan largo era contra la roca, oyó su cabeza chocar contra la piedra, vio al monstruo abalanzarse sobre él.
Se levantó de un salto, con Elias todavía en brazos.
«¡No, Dios mío! Maldito demonio».
El monstruo levantó la cabeza hacia ellos y en ese instante Anna oyó la voz interior de Elias, que le aconsejaba: «... cosas buenas... piensa en cosas buenas...».
Ella sollozó y dio un par de pasos sobre la roca. Algo sonaba a sus pies, pero ella no se molestó en mirar lo que era, sino que siguió bajando hacia el bote, hacia el monstruo que agitaba la cabeza sobre el cuerpo inmóvil de su padre.
«... demonio repugnante...».
«... cosas buenas...».
En realidad, Anna ya lo sabía. La criatura se había limitado a permanecer sobre la roca mientras se mantuvo acostada sin hacer nada ni pensar en nada. Únicamente cuando ella se acercó a la ventana y le gritó que se marchara, transmitiéndole su odio y su repulsión hacia él, fue cuando aquella cosa rompió el cristal. Su pánico le había incitado a querer irrumpir en la casa.
Cuando su padre empezó a transmitir odio contra él y la anguila que llevaba en el pecho, ella trató de enviarle el mismo mensaje que Elias le enviaba a ella ahora —«piensa en cosas buenas»—, pero no consiguió conectar con él, y ahora era demasiado tarde.
Era difícil pensar amablemente cuando alguien acababa de matar a tu padre. Muy difícil.
«Maldito demonio blanco asqueroso...».
Siguió caminando sobre la hierba sin encontrar ninguna palabra amable. Todas desaparecían de ella, una a una, persona tras persona. Vio que el monstruo se levantaba, se metía entre los carrizos y continuaba por la playa en dirección al bote, hacia ella.
Anna agachó la mirada para intentar localizar una rama gruesa en el suelo, algo que pudiera usar como arma. Todas las ramas del suelo estaban podridas, lógicamente, de lo contrario no se habrían caído. Los pies del engendro chapoteaban sobre las algas mojadas y ella vio el tendedero del que aún colgaban los calcetines de Elias. Podía partirlo y usarlo para...
El redivivo estaba ya a la altura del bote. Anna ascendía por la ladera en dirección a las rocas caminando de costado para no perderle de vista. Elias se removió inquieto entre sus brazos, el edredón le colgaba por los pies. Si lograba apoderarse del barrote, si lo consiguiera, tal vez entonces pudiera...
«¿Qué? Es imposible matar a un muerto».
Pese a todo, ella perseveró y siguió colina arriba. Al culminar el ascenso, dejó a su hijo en el suelo y empezó a tirar del palo del tendedero. El viento y la lluvia habían endurecido la madera, pero el miedo le insufló fuerzas y al final se rompió por el pie con un chasquido. Los calcetines de Elias seguían colgados de los ganchos, y mientras el monstruo empezaba a subir por la hierba, a tan sólo cinco metros de ella, Anna golpeó el palo contra la roca para quitarle el travesaño y obtener un arma limpia.
El pequeño Olle al bosque se fue
[14]
.
La vocecilla de Elias logró traspasar el caparazón de miedo que envolvía a su madre y ésta le comprendió. Anna dejó de pensar en otras cosas cuando el ahogado alcanzaba los pies de la roca, justo por debajo de ella, y la pestilencia a cadáver le saturaba las fosas nasales. En ese momento, ella sólo se preocupó de cantar:
Las mejillas coloradas y el sol en la mirada,
y de comer zarzamoras le quedó la boca morada.
No podía pensar cosas buenas, pero podía cantar mentalmente. El ahogado se detuvo. Le temblaron los huesos, se le hundieron los hombros. Una máquina a la que de pronto se le hubiera acabado el combustible.
Ojalá no tuviera que ir yo solo por aquí.
Unas lágrimas silenciosas le surcaron las mejillas cuando la luz de la luna iluminó los labios del monstruo, pringados por un líquido oscuro, pero ella no pensó en la sangre de su padre ni en nada que pudiera llevarla por la senda de la rabia y el odio, sino que siguió canturreando:
Brummelibrum, ¿quién anda ahí?
Los matojos se agitan, pero un perro sólo es.
La ironía de la letra de la canción hizo que a Anna le temblara todo el cuerpo, pero ella ya no estaba dentro de su cuerpo, se encontraban cerca y advertía los cambios de aquel ser, veía lo mismo que él, pero actuaba como directora y ordenó a su mente que siguiera cantando.
El ahogado dio la vuelta y se marchó por donde había venido en dirección al estrecho, hacia las rocas, hacia el cuerpo de su padre. No lo pensó, sólo constató que estaba ocurriendo.
Esperó medio minuto mientras terminaba de entonar la canción, después envolvió a Elias en el edredón y caminó hacia el bote. La luna brillaba amarilla dentro de un pequeño charco en la roca, y cuando la hierba le rozó las piernas vio algo...
«¿Amarillo?».
... y no era amarillo. Anna volvió a mirar otra vez hacia allí. Lo que brillaba encima de la roca era el móvil. Se le había caído. Cantando aún la misma canción —no se atrevía a cambiar por miedo a perder la concentración— recuperó el teléfono, lo puso encima de la tripa de Elias y siguió en dirección al bote.
El osezno es un glotón: todo lo que asoma embucha.
Anna tumbó a Elias dentro, evitando mirar hacia el estrecho, mientras empujaba el bote desde el borde de la playa, dio un par de zancadas en el agua y subió a bordo. El bote flotó y se deslizó hacia mar abierto entre el suave oleaje del agua. Se sentó en la bancada central, desde donde pudo ver las bolsas con la compra y los bidones de agua. En medio del silencio sólo se oían los chirridos procedentes del estrecho, como si estuvieran limpiando pescado. Le empezó a temblar la mandíbula inferior y se abrazó a sí misma.