Que la silla de postas nos espera; que Dora va a cambiar de traje; que mi tía y miss Clarissa se quedan con nosotros; que nos paseamos por el jardín; que mi tía, en el almuerzo, ha hecho un verdadero discurso sobre las tías de Dora, y que está encantada y hasta un poco orgullosa de su hazaña.
Que Dora está dispuesta; que miss Lavinia revolotea a su alrededor con sentimiento de perder el encantador juguete que le ha proporcionado durante algún tiempo una ocupación tan agradable; que, con gran sorpresa, Dora descubre a cada momento que se le olvidan una cantidad de pequeñas cosas, y que todo el mundo corre de un lado a otro para buscárselas.
Que rodean a Dora y ella empieza a despedirse; que parecen todas reunidas una cesta de flores con sus cintas nuevas y sus colores alegres; que casi ahogan a mi querida esposa en medio de todas aquellas flores que la abrazan, y que, al fin, viene a lanzarse en mis brazos celosos riendo y llorando a la vez.
Que yo quiero llevar a Jip, que nos tiene que acompañar, y que Dora dice que no, que tiene que ser ella quien lo lleve, sin lo cual creerá que ya no le quiere porque está casada, lo que le rompería el corazón; que salimos del brazo; que Dora se vuelve para decir: «¡Si alguna vez he sido antipática o ingrata con vosotros, no lo recordéis, os los ruego!», y que se echa a llorar.
Que dice adiós con la manita, y que por enésima vez vamos a partir; que se detiene de nuevo, se vuelve y corre hacia Agnes, pues quiere darle sus últimos besos y dirigirle su última despedida.
Por fin estamos en el coche uno al lado del otro. Ya hemos partido. Salgo de un sueño; ahora ya creo en ello. Sí; es mi querida, mi querida mujercita la que está a mi lado, ¡y la quiero tanto!
—¿Eres dichoso ahora, malo —me dice Dora—, y estás seguro de que no te arrepentirás?
Me he retirado a un lado para ver desfilar ante mí los fantasmas de aquellos días que pasaron. Ahora que han desaparecido, reanudo el viaje de mi vida.
Nuestra casa
Me parecía una cosa extraña una vez pasada la luna de miel y cuando nos quedamos solos en nuestra casita Dora y yo, libres ya de la deliciosa ocupación del amor.
¡Me parecía tan extraordinario el tener siempre a Dora a mi lado; me parecía tan extraño no tener que salir de casa para ir a verla, no tener que preocuparme por su causa ni que escribirle, no tener que devanarme los sesos para encontrar ocasión de estar solo con ella! A veces, por la noche, cuando dejaba un momento mi trabajo y la veía sentada frente a mí, me apoyaba en el respaldo de mi silla y empezaba a pensar en lo raro que era que estuviéramos allí solos, juntos, como si fuera la cosa más natural el que ya nadie tuviera que mezclarse en nuestros asuntos; que toda la novela de nuestro noviazgo estaría pronto lejana; que ya no teníamos más que tratar de hacernos felices mutuamente, gustarnos toda la vida.
Cuando había en la Cámara de los Comunes algún debate que me retrasaba, me parecía tan extraordinario, al tomar el camino de casa, pensar que Dora me esperaba; me parecía tan maravilloso verla sentarse con dulzura a mi lado para hacerme compañía mientras comía. Y saber que se cogía todo el pelo con papelitos, es más, vérselos poner todas las noches, ¿no era una cosa extraordinaria?
Creo que dos pajarillos hubieran sabido tanto como nosotros sobre cómo llevar una casa, ¡mi pequeña Dora y yo! Teníamos una criada y, como es natural, ella lo manejaba todo. Todavía estoy convencido interiormente de que debía de ser alguna hija disfrazada de mistress Crupp. ¡Cómo nos amargaba la vida Mary Anne!
Se llamaba Paragon. Cuando la tomamos a nuestro servicio nos aseguraron que aquel nombre sólo expresaba débilmente todas sus cualidades; era el parangón de todas las virtudes. Tenía un certificado escrito más grande que un cartel, y a dar crédito a aquel documento sabía hacer todo lo del mundo, y todavía más. Era una mujer en la fuerza de la edad, de fisonomía repulsiva. Tenía un primo en el regimiento de la Guardia, de tan largas piernas, que parecía ser la sombra de algún otro visto al sol a las doce del día. Su traje era tan pequeño para él como él era grande para nuestra casita, y la hacía parecer diez veces más pequeña de lo que era en realidad. Además, los tabiques eran sencillos, y siempre que pasaba la tarde en casa lo sabíamos por una especie de gruñido continuo que oíamos en la cocina.
Nos habían garantizado que nuestro tesoro era sobrio y honrado. Por lo tanto, supongo que tendría un ataque de nervios el día que la encontré tirada delante del fogón y que sería el trapero el que no se había apresurado a devolver las cucharillas de té que nos faltaban.
Además le teníamos un miedo horrible. Sentíamos nuestra inexperiencia y no estábamos en estado de salir adelante; diría que estábamos a su merced si la palabra merced no diera la sensación de indulgencia, pues era una mujer sin piedad. Ella fue la causa de la primera disputa que tuve con Dora.
—Querida mía —le dije un día—, ¿crees que Mary Anne entiende el reloj?
—¿Por qué, Doady? —me preguntó Dora levantando inocentemente la cabeza.
—Amor mío, porque son las cinco, y debíamos comer a las cuatro.
Dora miró al reloj con un airecito de inquietud e insinuó que creía que aquel reloj se adelantaba.
—Al contrario, querida —le dije mirando mi reloj—, se retrasa unos minutos.
Mi mujercita vino a sentarse encima de mis rodillas para tratar de contentarme y me hizo una raya con el lápiz en medio de la nariz: era encantador, pero aquello no me daba de comer.
—¿No crees, vida mía, que debías decirle algo a Mary Anne?
—¡Oh, no!; te lo ruego, Doady —exclamó Dora…
—¿Por qué no, amor mío? —le pregunté con dulzura.
—¡Oh!, porque yo sólo soy una tontuela, y ella lo sabe muy bien.
Como aquellos sentimientos me parecían incompatibles con la necesidad de regañar a Mary Anne, fruncí las cejas.
—¡Oh, qué arruga tan horrible en la frente, malo! —dijo Dora, todavía sentada en mis rodillas.
Y señaló aquellas odiosas arrugas con su lápiz, que llevaba a sus labios rosas para que marcara más negro; después hacía como que trabajaba tan seriamente en mi frente, con una expresión tan cómica, que me eché a reír, a pesar de todos mis esfuerzos.
—¡Así me gusta, eres un buen muchacho! —dijo Dora—. Estás mucho más guapo cuando te ríes.
—Pero, amor mío…
—¡Oh, no, no, te lo ruego! —exclamó Dora abrazándome—. No hagas el Barba Azul, no pongas esa expresión seria.
—Pero, mi querida mujercita —le dije— sin embargo, es necesario ponerse serio alguna vez. Ven a sentarte en esta silla a mi lado. Dame el lápiz. Vamos a hablar de un modo razonable. ¿Sabes, querida mía (¡qué manita tan dulce para tener entre las mías y qué precioso anillo para ver en el dedo de mi recién casada!), sabes, querida: te parece muy agradable verse obligado a marcharse sin comer? Vamos, ¿qué piensas?
—No —respondió débilmente Dora.
—Pero, querida mía, ¡cómo tiemblas!
—Porque sé que vas a regañarme —exclamó Dora en un tono lamentable.
—Querida mía, sólo voy a tratar de hablarte de un modo razonable.
—¡Oh!, pero eso es peor que regañar —exclamó Dora, desesperada—. Yo no me he casado para que me hablen razonablemente. Si quieres razonar con una pobre cosita como yo, hubieras debido avisármelo. ¡Eres malo!
Traté de calmarla; pero se ocultó el rostro, y sacudía de vez en cuando sus bucles diciendo: «¡Oh, eres malo!». Yo no sabía qué hacer; me puse a recorrer la habitación, y después me acerqué a ella.
—¡Dora, querida mía!
—No, no me quieres, y estoy segura de que te arrepientes de haberte casado; si no, no me hablarías así.
Aquel reproche me pareció tan inconsecuente, que tuve valor para decirle:
—Vamos, Dora mía, no seas niña; estás diciendo cosas que no tienen sentido. Seguramente recordarás que ayer me tuve que marchar a medio comer, y que la víspera el cordero me hizo daño porque estaba crudo y lo tuve que tomar corriendo; hoy no puedo comer, en absoluto, y no digo nada del tiempo que hemos esperado el desayuno; y después, el agua para el té ni siquiera hervía. No es que te haga reproches, querida mía; pero todo eso no es muy agradable.
—¡Oh, qué malo, qué malo eres! ¿Cómo puedes decirme que soy una mujer desagradable?
—Querida Dora, ¡sabes que nunca he dicho eso!
—Has dicho que todo esto no era muy agradable.
—He dicho que la manera con que llevábamos la casa no era agradable.
—¡Pues es lo mismo! —exclamó Dora.
Y evidentemente lo creía, pues lloraba con amargura.
Di de nuevo algunos pasos por la habitación, lleno de amor por mi linda mujercita y dispuesto a romperme la cabeza contra las puertas, tantos remordimientos sentía. Me volví a sentar y le dije:
—No te acuso, Dora; los dos tenemos mucho que aprender. únicamente quería demostrarte que es necesario, verdaderamente necesario (estaba decidido a no ceder en aquel punto), que te acostumbres a vigilar a Mary Anne y también un poco a obrar por ti misma, en interés tuyo y mío.
—Estoy verdaderamente sorprendida de tu ingratitud —dijo Dora sollozando—. Sabes muy bien que el otro día dijiste que te gustaría tomar un poco de pescado, y fui yo misma muy lejos para encargarlo y darte una sorpresa.
—Y fue muy amable por tu parte, querida mía, y te lo he agradecido tanto, que me he librado muy bien de decirte que habías hecho muy mal comprando un salmón, porque es demasiado grande para dos personas y porque había costado una libra y seis chelines, y que es demasiado caro para nosotros.
—Pues te gustó mucho —dijo Dora llorando todavía—, y estabas tan contento que me llamaste tu ratita.
—Y te lo volveré a llamar cien veces, amor mío —contesté.
Pero había herido su corazoncito, y no había manera de consolarla. Lloraba tanto y tenía el corazón tan apretado, que me parecía que le había dicho algo horrible que le había causado mucha pena. Tuve que marcharme corriendo, y volví muy tarde, y durante toda la noche estuve agobiado por los remordimientos. Tenía la conciencia inquieta como un asesino, y estaba perseguido por el sentimiento vago de un crimen enorme del que fuera culpable.
Eran más de las dos de la mañana cuando volví, y encontré en mi casa a mi tía esperándome.
—¿Ha ocurrido algo, tía? —le pregunté con inquietud.
—No, Trot —respondió—. Siéntate, siéntate. únicamente mi Capullito estaba un poco triste, y me he quedado para hacerle compañía; eso es todo.
Apoyé la cabeza en mis manos y permanecí con los ojos fijos en el fuego; me sentía más triste y más abatido de lo que hubiera podido creer; tan pronto, casi en el momento en que acababan de cumplirse mis más dulces sueños. Por último encontré los ojos de mi tía fijos en mí. Parecía preocupada; pero su rostro se serenó enseguida.
—Te aseguro, tía —le dije—, que toda la noche me he sentido desgraciado pensando que Dora tenía pena. Pero mi única intención era hablarle dulce y tiernamente de nuestros asuntos.
Mi tía movió la cabeza animándome.
—Hay que tener paciencia, Trot —dijo.
—Sí, y Dios sabe que no quiero ser exigente, tía.
—No, no —dijo mi tía—; mi Capullito es muy delicado y es necesario que el viento sople dulcemente sobre ella.
Di las gracias en el fondo del corazón a mi buena tía por su ternura con mi mujer, y estoy seguro de que se dio cuenta.
—¿No crees, tía —le dije después de haber contemplado de nuevo el fuego—, que tú podrías dar de vez en cuando algún consejo a Dora? Eso nos sería muy útil.
—Trot —repuso mi tía con emoción—, no; no me pidas eso nunca.
Hablaba en un tono tan serio que levanté los ojos con sorpresa.
—¿Sabes, hijo mío? —prosiguió—. Cuando miro mi vida pasada y veo en la tumba personas con las que hubiera podido vivir en mejores relaciones… Si he juzgado severamente los errores de otro en cuestiones de matrimonio es quizá porque tenía tristes razones para juzgarlo así por mi cuenta. No hablemos de ello. He sido durante muchos años una vieja gruñona e insoportable; todavía lo soy y lo seré siempre. Pero nosotros nos hemos hecho mutuamente bien, Trot; al menos tú me lo has hecho a mí, y no quiero que ahora nos pueda separar nada.
—¿Qué nos va a separar? —exclamé.
—Hijo mío, hijo mío —dijo mi tía estirándose el traje con la mano—, no hay que ser profeta para darse cuenta de lo fácil que sería y de lo desgraciada que podría yo hacer a mi Capullito si me mezclara en vuestros asuntos; deseo que me quiera y que sea alegre como una mariposa. Acuérdate de tu madre y de su segundo matrimonio, y no me hagas una proposición que me trae a la memoria, para ella y para mí, crueles recuerdos.
Comprendí enseguida que mi tía tenía razón, y no comprendí menos toda la extensión de sus escrúpulos generosos con mi querida esposa.
—Estás muy al principio, Trot —continuó—, y Roma no se construyó en un día ni en un año. Has elegido tú mismo con toda libertad —aquí me pareció que una nube se extendía un momento sobre su rostro— y has escogido una criatura encantadora y que te quiere mucho. Ella es tu deber, y también será tu felicidad, no lo dudo, pues no quiero que parezca que te estoy sermoneando; será tu deber y tu felicidad el apreciarla tal como la has escogido, por las cualidades que tiene y no por las que no tiene. Trata de desarrollar en ella las que le faltan. Y si no lo consigues, hijo mío —y mi tía se frotó la nariz—, tendrás que acostumbrarte a pasarte sin ellas. Pero recuerda que vuestro porvenir es un asunto completamente vuestro. Nadie puede ayudaros; tenéis que ayudaros solos. Es el matrimonio, Trot, y que Dios os bendiga a uno y a otro, pues sois como dos bebés perdidos en medio de los bosques.
Mi tía me dijo todo esto en tono alegre, y terminó su bendición con un beso.
—Ahora —dijo— enciende la linterna y acompáñame hasta mi nido por el sendero del jardín —pues las dos casas comunicaban por allí—. Y dale a Capullito todo el cariño de Betsey Trotwood, y, suceda lo que suceda, Trot, que no vuelva a pasársete por la imaginación hacer de Betsey un espantapájaros, pues la he visto muy a menudo en el espejo para estar segura de que ya lo es bastante por naturaleza y bastante antipática sin eso.
Entonces mi tía se anudó el pañuelo alrededor de la cabeza, como tenía costumbre, y la escolté hasta su casa. Cuando se detuvo en el jardín para alumbrarme a la vuelta con su linterna pude observar que me miraba de nuevo con preocupación; pero no le di importancia; estaba demasiado ocupado reflexionando sobre lo que me había dicho, demasiado impresionado, por primera vez, por la idea de que teníamos que hacernos nosotros solos nuestro porvenir, Dora y yo, y que nadie podría ayudarnos.